El pasado 2 de marzo, Daniel Innerarity escribía el artículo Desenredar una ilusión,
en el que cuestionaba “el mito de la democracia digital”. La tesis del
filósofo es que los optimistas digitales, a los que denomina cyber-cons
(aquellos que han previsto que Internet generaría una mayor
participación ciudadana como consecuencia de la libre circulación de
información), han fracasado porque “Internet no elimina las relaciones
de poder sino que las trasforma” en un ejercicio esnob y lampedusiano:
que todo cambie para que nada cambie. La Red descentraliza el poder de
las ideas, la economía y la sociedad… pero reproduce, finalmente, el
poder ya existente, afirma Innerarity.
Esta línea de pensamiento se fundamenta en reputadas voces y argumentos sólidos. Pierre Rosanvallon, por ejemplo, en su libro La contrademocracia
advierte que la apelación a los ciudadanos, propia de la democracia
directa, conduce a la tentación populista. Y que la política vigilada y
fiscalizada puede derivar en antipolítica o impolítica, volviéndose
irrelevante o materia incendiaria, no ya de los que quieren otra
política sino de los que no quieren ninguna. Según el autor, la
preocupación por inspeccionar la acción de los gobiernos se convierte
en estigmatización permanente de las autoridades legítimas hasta
constituir una potencia negativa. Es la transformación de la original
democracia del proyecto hacia una democracia del rechazo.
Tzvetan Todorov, otro de los teóricos más destacados de estas corrientes de pensamiento, en su reciente texto Los enemigos íntimos de la democracia ,
amplía el análisis alertando sobre los enemigos “interiores” de las
democracias y pone en el mismo saco el mesianismo democrático, el
populismo y la xenofobia.
Todos ellos apuntan los déficits y
algunos problemas medulares. Tener buena parte de razón es quizás
suficiente para emitir un juicio tan concluyente, pero también lo es
para medir la fuerza de las palabras y optar por dar una oportunidad a
lo imperfecto, porque es, sin duda, portador de un caudal de ilusión
democrática (aunque los lados oscuros de la utopía digital nos
obliguen a reflexiones y análisis menos fascinados y más realistas). No,
todavía no ha llegado el momento de hacer un balance definitivo, de
solemnizar y certificar la falta de capacidad transformadora de lo que
se mueve en las redes sociales y en Internet. Todo lo contrario.
Hay razones para la preocupación, sí.
También para el juicio ponderado y crítico respecto a los peligros
democráticos a los que nos enfrentamos si nos dejamos arrastrar por la
fascinación de la multitud y su estética política. Sobrevalorar es tan
equívoco como infravalorar. Y no se puede ignorar que la energía
política y cívica, que se expresa en amplísimos sectores de nuestra
sociedad a través de la cultura digital -aunque todavía de manera
imperfecta, fragmentada y parcial-, representa una profunda corriente de
capital político transformador. Esta cultura tecnológica, en su
capacidad disruptiva y su penetración global, puede favorecer un
ecosistema social en el que las personas pueden reconstruir su identidad
individual y colectiva. Es la nueva conciencia del nosotros.
Tres son los argumentos para transformar una ilusión no ilusa, aunque compleja.
Primero, los valores.
La cultura digital está recreando una nueva escala de valores.
Compartir, reconocer, participar son acciones que se convierten en
valores de cultura política con nuevos registros y calidades. La
democracia digital no es mejor democracia —todavía—, pero nos puede
hacer —quizás— mejores demócratas. Más abiertos al diálogo, al debate, a
la transversalidad. En Internet no se pregunta a las personas de dónde
vienen, sino a dónde van. Justo lo contrario que la vieja política
analógica, prisionera de identidades excluyentes, de ideologías
herméticas, de trincheras partidarias.
Segundo, los medios. La
politización de muchísimos jóvenes —y no tan jóvenes— empieza a veces
por un “me gusta”, un clic o un retuit. ¿Por qué esto va ser menos
relevante que cuando pegábamos carteles, o asistíamos a asambleas de
palmeros? Que sea fácil activar una acción no significa que sea de peor
calidad democrática. Lo relevante es que una nueva generación de
ciudadanos globales está tomando conciencia política entre los fracasos
del oportunismo digital del modelo Kony 2012 y los éxitos de tantas y
tantas luchas que se dan y se ganan con un teclado entre manos. No es
una ciudadanía ilusa, y aunque las dificultades y los retos sean
abrumadores, no se decanta por el cinismo sino por el compromiso activo.
Tercero, los temas. La
Red no es tecnología. Es cultura. Es sociedad. Internet se ha convertido
en un poderoso sensor social de temas y preocupaciones. Si la política
quiere saber por qué se ha alejado, pareciendo irrelevante, de los
problemas de la ciudadanía, debe reencontrar el camino conectándose. El
pálpito social, con todas sus limitaciones, se mueve en el acelerado,
discontinuo y disruptivo flujo digital. La velocidad, la brevedad y lo
efímero son un signo de los tiempos, que debe ser complementado —y no
negado— con otras prácticas que no impidan razonar, elaborar y organizar
con nuevos mimbres y formatos.
En vez de enjuiciar con severidad la
irrupción de lo emergente, quizás se debería seguir denunciando la
incapacidad de la política formal para adecuarse a la sociedad red. Y
reconocer, como portadora de esperanza, a una generación política
decepcionada pero que, en vez de “pasar de la política”, pasa “de la
mayoría de los políticos”, que no es lo mismo. ¿No se merecen, además de
reconocimiento, ánimo y confianza? ¿No es la ilusión por otro mundo
mejor, otra política y otra cultura del trabajo y de la economía, motivo
de esperanza democrática? Y sin ilusión… ¿qué política se ofrece? ¿La
que tenemos? ¿La que ha provocado la desafección y la frustración más
importante en nuestra corta democracia?
La reconfiguración del conocimiento, la
capacidad del empoderamiento de las multitudes y la superación del miedo
y del individualismo, gracias a la colectividad, dotan a los
movimientos sociales de una fuerza especial y mágica. Como afirma Manuel Castells, el sentido utópico de una democracia directa en red no es una tontería, tiene tal capacidad transformadora que hay que valorarla con seriedad. Todos los grandes movimientos sociales empiezan por una utopía. La fuerza del movimiento está ahí.
Escuché una vez decir a Innerarity que “los filósofos debemos molestar, quizás es para lo único que servimos”.
Pero ¿no deberían molestar, sobre todo, a los que se lo miran y no a
los que actúan? Las dificultades de la cultura de la democracia directa
para ofrecer una alternativa no son pocas ni pequeñas. Aunque lo
profundamente imperfecto no es la alternativa, sino la oferta actual. No
nos equivoquemos.
Morozov afirma que “la Red genera
ilusiones de grandes victorias políticas que son simples arañazos”. Pero
hay zarpazos que son la esperanza de la política y de la democracia. El
tono paternalista y categórico de algunos análisis no ayudan y rompen
los pocos puentes que quedan entre lo establecido y lo utópico. Si la
política formal desprecia e ignora la actual denuncia por su incapacidad
propositiva en términos convencionales, perderá una oportunidad
irrepetible para revitalizarse con el injerto de lo nuevo. La política
debe abrazar la inteligencia de las multitudes, el crowdsourcing social, como nutriente de análisis y soluciones diferentes. Y su instrumento, los partidos, debe evolucionar a espacios de coworking político con otros y alternativos protagonistas.
Tucídides decía: “Cualquier poder tiende a ir hasta el límite de su poder. ¡Ha llegado la hora de la vigilancia!” Hagamos de la política vigilada
una oportunidad para una democracia vigilante de derechos y deberes, de
ciudadanos responsables, de poderes sometidos a la ley y a los valores
democráticos, no por encima de ellos. Transformar la ilusión en acción y
esta en alternativa. Este es el reto.
Antoni Gutierrez Rubí, es asesor de comunicación y autor del libro ‘La política vigilada’ (Editorial UOC), con prólogo de Daniel Innerarity.
El País
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