La descarada agresión de los poderes económicos contra la sociedad
exige una respuesta urgente. Sin embargo, la debilidad actual de los
sindicatos y la ineficacia de una clase política, que mira más por su
interés corporativo que por el interés común, han roto los puentes de la
representación política. En estas circunstancias, el instinto de
supervivencia y el sentido de la dignidad están llamando cada vez con
más insistencia a la rebelión civil. Queda, todavía, una penúltima
opción: el sabotaje.
Una acción de activistas anónimos contra la subida del precio del
transporte público en Madrid ha paralizado en plena hora punta y durante
unos minutos el servicio de nueve líneas de Metro. La protesta, perfectamente coordinada y sincronizada,
se produjo el pasado 25 de abril, entre las 8.28h y las 8.41h, cuando
un grupo de personas ha accionado las frenos de emergencia en 13
convoyes de nueve líneas del metro madrileño.
Esta acción, que reúne elementos para ser calificada como sabotaje,
puede ser un anuncio de la cadena de disturbios que pueden generarse en
el seno de una sociedad agredida y desprovista de los cauces clásicos de
mediación y prevención de conflictos. ¿Qué otra salida le queda, por
ejemplo, en caso de despido, a un trabajador reformado, es decir, desprovisto de garantías por la última reforma laboral aprobada por el Gobierno del Partido Popular?
No olvidemos que el sabotaje ha sido un arma histórica de autodefensa
obrera. Como he explicado en alguno de los libros que aparecen
reseñados en el margen izquierdo de esta página, sabotaje (Del fr. sabotage)
se define como: Daño o deterioro en las instalaciones, productos, etc.,
como procedimiento de lucha contra los patronos, contra el Estado o
contra las fuerzas de ocupación en conflictos sociales y políticos.
La voz fr. sabotage deriva de sabot, zueco, y significa literalmente «chancletear, arrastrar los zuecos»; claquer avec sabots:
«trabajar chapuceramente». Se refiere al daño o deterioro que realizan
los obreros para perjudicar al patrono. El sentido de esta forma de
acción directa destinada a interferir la eficacia de la producción se
halla confirmado en el Oxford Dictionary, que define el sabotaje como acción característica de «workmen on bad terms whith their employers», es decir, trabajadores en desacuerdo, enfadados, con sus empleadores.
En ese caso, desde la perspectiva del trabajador, la finalidad del sabotaje consiste en interferir en la producción para eliminar la eficiencia.
Una forma de lucha obrera de larga tradición. En un folleto sindical de
la Industrial Workers of the World, publicado en 1916, se indica que:
Sabotaje significa o bien remolonear (y así interferir en la cantidad de
la producción), o bien hacer chapuzas (interfiriendo en la calidad) o
bien prestar un servicio pobre. Estas tres formas de sabotaje, que
afectan a la calidad, a la cantidad o al servicio prestado, pretenden
afectar el beneficio del empresario.
La finalidad básica del sabotaje es, por lo tanto, la de “penalizar”
el funcionamiento de las instalaciones. La única objeción seria que se
le puede plantear es la que deriva de la improcedencia de dañar la
propiedad. Pero se trata de una objeción menor toda vez que “dañar la
propiedad no es tan grave como herir o matar a alguien; de aquí que
pueda estar justificado por razones que no justificarían nada que
causara daños a seres sensibles”, como concluye el filósofo Peter
Singer, a propósito de las acciones de los ecosaboteadores.
¿Acaso el mismísimo Jesucristo no atentó contra las cosas cuando
volcó las mesas con que los banqueros habían invadido el templo de
Jerusalén?. La pequeña dosis de violencia instrumental que hay que
aplicar para expulsar del templo a los mercaderes es despreciable cuando
se la compara con la violencia “encubierta” con que la supremacía de
los valores económicos inunda de miseria los hogares de millones de
personas.
En el momento de la acción contra el tarifazo del Metro
madrileño, según precisó una portavoz de la compañía, ninguno de los
trenes estaba circulando sino que estaban parados en las estaciones.
Romper una máquina, bloquear una instalación o estropear un sistema en respuesta a la descarada violencia del neoliberalismo, siempre serán acciones mucho menos lesivas de lo que sería una eventual aplicación de la ultima ratio de la rebelión armada. Comparado con ésta, el sabotaje contra las cosas supone una considerable reducción del quantum de violencia implícito en un conflicto. Se trata, por lo tanto, de la penúltima oportunidad que tiene la resistencia para evitar un desenlace fatal. Porque si el incremento de la injusticia consigue ahogar las últimas reservas de la paciencia y de la ética, entonces sí que se habrá abierto el paso al estallido de la violencia de las picas.
Convendrá de todas formas poner un especial énfasis en la
delimitación de la frontera que separa las acciones dirigidas contra las
cosas, de los actos de violencia indiscriminada. El sabotaje sólo podrá
ser entendido como recurso a la penúltima ratio cuando por
encima de todo respete escrupulosamente lo que algunos autores entienden
como “la santidad de la vida humana”. La segunda condición es que sirva
para detener mecanismos generadores de injusticia, porque causar
destrozos en las cosas de manera indiscriminada tiene otros nombres.
José Antonio Pérez – ATTAC Madrid
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