sábado, 31 de marzo de 2012

Después de la huelga empieza la cuenta atrás

Huelga general, guerra de cifras. Día de excesos policiales. El gobierno transmite un discurso de normalidad. Los dirigentes de los dos grandes sindicatos, Toxo y Méndez, aprovechan la gran afluencia de gente a las manifestaciones para ampliar el plazo de negociación hasta mayo. La ministra de trabajo, Fátima Báñez, afirma que “la senda reformista es imparable”, ahora es el turno de los presupuestos. Un recorte del 17% de media por ministerio para volver a la “senda del crecimiento”. El lema de UGT-CCOO para la jornada de huelga apelaba a conservar lo que queda porque “quieren cargárselo todo”.

Pero el rodillo no es nuevo, desde los años 80′s, la mayor parte de las legislaciones, tanto a nivel nacional como internacional, van dirigidas a fomentar la desregulación de las finanzas, reducir la presión impositiva sobre las rentas más altas, favorecer la deslocalización de la producción y precarizar el empleo. La economía financiera se convierte en el lugar privilegiado para los negocios y el poder adquisitivo de los trabajadores deja de estar vinculado al aumento de los salarios y comienza a ser mantenido por el acceso al crédito.

El miedo que expresan los grandes sindicatos y las esperanzas que vende el gobierno remiten a imágenes del pasado, de un tiempo que se vino abajo con la crisis. El pasado reciente tiene mucho que ver con los problemas actuales. Los años del boom inmobiliario, de cuales fueron responsables los partidos gobernantes, y las cúpulas sindicales grandes actores de reparto, no son precisamente un horizonte deseable. Estamos en un momento de grandes cambios, nadie sabe lo que puede suceder porque todo depende de lo que vaya ocurriendo.

Tratar de conservar lo que se está perdiendo no asegura que poco a poco desaparezca. Pero las agendas, que vienen marcadas por entes que nadie ha elegido, pueden sufrir imprevistos debido a las inclemencias del malestar ciudadano. La huelga general ha demostrado que hay mucha gente que rechaza la reforma laboral y las políticas de ajuste. Hay quien dice que “sólo han parado las industrias y los transportes”. Alguien responde que “no somos un país industrial”. Una tercera persona añade que “las calles están llenas de gente y eso es lo importante”.

Cuando la precariedad laboral o el paro son una realidad para la mayoría de trabajadores y trabajadoras, las huelgas cobran un significado diferente y las reivindicaciones sobrepasan lo meramente laboral. En tiempos de crisis, cuando la riqueza es mayor que en ningún otro momento previo, hablar de sacrificios es muy cobarde. Después de que salvar a los bancos haya aumentado la deuda de varios países europeos, los ajustes suenan a estafa. Una vez han sucedido las revoluciones árabes y se han tomado plazas en Europa y EEUU, conocemos la fuerza de la cooperación.

Durante el próximo mes veremos de qué manera los grandes sindicatos tratan de administrar la multitudinaria respuesta en las calles y si el gobierno cede en algunos aspectos de la reforma laboral. En paralelo a las negociaciones entre el gobierno y los sindicatos mayoritarios sucederán cosas. La primavera es tiempo de salir a la calle para conseguir un rescate ciudadano. La cuenta atrás para la convocatoria global del 12 al 15 de mayo ya ha empezado.

Madrilonia.org

"Horizonte". Viñeta


El Roto
El País


NR: 
Y si lo vamos dibujando y construyendo entre tod@s?.
Al que no tenga boli ó rotulador le pasamos uno.
Salud y Acción! 

"Si robáis nuestros sueños, seremos vuestras pesadillas"

No es posible un mundo justo sin un mundo laico


La justicia (económica y de cualquier otro tipo) requiere un marco previo de igualdad: la voluntad de justicia será en vano si previamente no nos creemos iguales en derechos y obligaciones. Los seres humanos reclamamos una sociedad y  un mundo justos porque los derechos humanos han de ser ejercidos en plena igualdad de condiciones y oportunidades.

Los privilegios tenidos por un sector de la sociedad atentan contra el principio de igualdad. El origen y disfrute de esos privilegios son, en y por sí mismos, injustos. Uno de los sectores más privilegiados desde hace siglos en España y en buena parte del mundo occidental es la Iglesia católica, representada oficial e institucionalmente por el Estado del Vaticano. Sobre la base de un Concordato firmado en 1953 entre el régimen dictatorial del general Franco y el Vaticano, y unos Acuerdos económicos, fiscales y educativos de 1979 entre esas mismas partes, el sector eclesiástico católico se ha visto beneficiado de enormes privilegios.

La iglesia católica española, por ejemplo, recibe anualmente más de 10.000 millones de euros a cargo del erario público, estando a la vez exenta de pagar, entre otros, la Contribución Territorial Urbana de los inmuebles de su propiedad,  los impuestos reales o de producto, sobre la renta y sobre el patrimonio, los impuestos sobre Sucesiones y Donaciones y Transmisiones Patrimoniales, o los Impuestos derivados de la renta de las Personas Físicas. Eso atenta contra el principio de igualdad fundamental de la ciudadanía y las instituciones ciudadanas. Reclamar, pues, justicia económica ha de comprender igualmente la desaparición de los privilegios y exenciones otorgados por el Estado español a las confesiones religiosas, pues su existencia misma atenta contra el principio constitucional de la aconfesionalidad del Estado y sus instituciones.

Todas y cada una de las personas integrantes de la sociedad tienen derecho a ejercer libremente, en total igualdad de condiciones y sin discriminación alguna, su derecho fundamental a la libertad de conciencia, de tal forma que el Estado debe configurar un espacio propio y específico, común a toda la ciudadanía, por encima de cualquier ideología o praxis pertenecientes a los individuos o las instituciones privadas. El Estado y sus instituciones, como entidades públicas que son, pertenecen a toda la ciudadanía, y ha de garantizar el libre ejercicio de la libertad de conciencia. Las instituciones y confesiones religiosas, amparadas por el derecho a la libertad religiosa y de culto,  son una expresión particular y privada más dentro del derecho global a la libertad de conciencia. Carece, pues, de sentido, privilegiar a una institución privada, en detrimento, de hecho, del resto de la ciudadanía, no coincidente con esa ideología privada.

Una justicia económica es global cuando mira a todos y cada uno de los miembros de la humanidad, a sus culturas, países e idiosincrasias particulares, y también cuando mira al conjunto de los derechos y las obligaciones de todas y cada una de esas personas, sin que se vean postergados y perjudicados en favor de determinadas opciones privadas, incluidas las confesionales.

En resumidas cuentas, no sería factible la reivindicación de una justicia económica global en el mundo al margen de una demanda paralela de un marco de convivencia, dentro de cada país y entre los países, de plena libertad e igualdad de derechos, entre los que destaca el derecho  a la libertad de conciencia. No sería factible una justicia económica global admitiendo a la vez el reconocimiento y la ejecución de cualquier privilegio que beneficie a instituciones privadas, confesionales o de cualquier otro tipo.

No es posible un mundo justo sin hacer realidad paralelamente un mundo cada vez más laico. Otro mundo es posible y necesario. Un mundo laico, de personas libres, autónomas, guiadas por criterios racionales es igualmente posible y necesario.

Antonio Aramayona – ATTAC CHEG Aragón
Miembro de Europa Laica
Fuente: ATTAC Mallorca

jueves, 29 de marzo de 2012

«Estamos asistiendo al hundimiento de un mundo, están a punto de desatarse fuerzas inmensas». Entrevista a Fréderic Lordon

Fréderic Lordon es economista, director de investigación del CNRS e investigador del Centro de Sociología Europeo (CSE). Sus últimas obras son D’un retournement l’autre. Comédie sérieuse sur la crise financiare. En Quatre actes, et en alexandrins (Seuil, 2011), Capitalisme, désir et servitude. Marx et Spinoza (la Fabrique, 2010) y L’Intérêt souverain. Essai d’anthropologie économique (La Découverte, 2011).

La versión original (en francés) de este texto ha sido publicada en RdL, la Revue des Livres n° 3 (enero-febreeo 2012) y es accesible en www.revuedeslivres.fr

En esta gran entrevista, Fréderic Lordon expone sus comentarios y análisis de la actual crisis económica y sus orígenes. Con tono mordaz y una visión rigurosa repasa las causas y efectos de la crisis y además comenta el tratamiento de la Economía por parte de los medios de comunicación, el lugar que ocupa en el ámbito universitario y la eventual salida del euro. Mientras doblan las campanas por el proyecto neoliberal, nos dice, la actualidad es una oportunidad única de un cambio profundo: un mundo se derrumba ante nuestros ojos.

¿Qué pasa? ¿Qué está ocurriendo ante nuestros ojos desde hace treinta años, desde 2008, desde hace unos meses, desde hace unas semanas?
Es una lección histórica. Debemos abrir bien los ojos, no suele darse la oportunidad de ver algo parecido. Asistimos al derrumbamiento de un mundo que se convertirá en escombros. 

La historia económica, en particular la que ha optado por no dejarse limitar totalmente –hablo de autores como Kindleberger, Minsky o Galbraith- ha reflexionado desde hace mucho tiempo sobre el inmenso poder destructivo de la finanza liberal que necesitaba poderosos intereses –obviamente fabricados- de ceguera histórica para colocar en los raíles ese tren de las finanzas que ya ha causado tantos desastres; como sabemos, en Francia fue la izquierda que gobernó la que se encargó. De modo que a la vista de las lecciones de la historia, desde el primer momento de la desregulación se podía anunciar la perspectiva de una inmensa catástrofe, aunque sin saber dónde, cuándo o cómo se produciría exactamente. Dicha catástrofe ha tardado 20 años en sobrevenir. Pero aquí está. Sin embargo hay que señalar que un escenario que algunos habían previsto a largo plazo consideraba la hipótesis de una sucesión de crisis financieras graves, que se recuperarían pero sin resolver ninguna de las contradicciones fundamentales del mercado de las finanzas, en un orden de gravedad creciente hasta llegar a «la madre de todas las crisis». 

Según ese esquema, la primera crisis de la serie no tardó ni un año en manifestarse ya que el gran crac bursátil se produjo en 1987… después del big bang de 1986. Luego las crisis se sucedieron con una frecuencia media de tres años. Y llegamos a 2007. No fue 2007 y tampoco en 2010. Es ahora cuando el discurso liberal no hace más que presionar para hacernos tragar la idea de una crisis de las deudas públicas totalmente autónoma, en principio europea, imputable a una fatalidad esencial de la indigencia del Estado. Pero obviamente el hecho generador fue la crisis de las finanzas privadas que se desencadenó en Estados Unidos, que por otra parte fue una expresión típica de las contradicciones de lo que podríamos denominar, simplemente, el capitalismo de baja presión salarial en el que la doble limitación de la rentabilidad accionarial y de la competencia del libre cambio lleva a los salarios a una compresión continua y no deja otra solución a la solvencia de la demanda final que el sobreendeudamiento de los hogares.

Esa configuración es la que explotó en el sector particular de los créditos hipotecarios (más conocidos como subprimes) y en un año desestabilizó todo el sistema financiero estadounidense y después, interconexiones bancarias obligan, el europeo, hasta el «momento Lehman», donde llegamos al borde del precipicio y hubo que salvar a los bancos. Y digo que «hubo que salvar a los bancos» porque la ruina completa del sistema bancario nos habría llevado en cinco días, en el aspecto económico, al «estado de naturaleza». ¡Pero no se trataba de de salvarlos y después nada! Sin embargo es lo que han hecho todos los gobiernos conformándose, a partir de 2009, con anunciar proyectos de volver a la regulación en los que el tono marcial disputa con la inocuidad. Tres años después la vuelta a la regulación financiera no ha pasado de una etapa vacilante –lo cual es muy lamentable, ya que el sistema financiero es todavía más vulnerable que en 2007 y tenemos una crisis muy superior… Mientras tanto los banqueros rescatados juran que no deben nada a la sociedad con el pretexto de que la mayoría de ellos han reembolsado las ayudas de emergencia que recibieron en el otoño de 2008. Naturalmente, para restablecer su conciencia al mismo tiempo que sus balances financieros, fingen ignorar la amplitud de la recesión que el choque financiero dejo tras él. Un choque financiero del que vinieron, en una primera etapa, el hundimiento de los ingresos fiscales, el recorte automático de los gastos sociales, el crecimiento del déficit y la explosión de las deudas. Y después, en una segunda etapa, los planes de austeridad… ¡Exigidos por los mismos financieros a los que se acababa de rescatar a costa del Estado! 

Así pues, desde 2010 y el estallido de la crisis griega, las finanzas supervivientes masacran los títulos soberanos en los mercados mientras que el mundo financiero habría fallecido si los Estados no se hubieran sangrado para rescatarlo de la nada. Es tan colosal que casi es hermoso… Para rematar la faena, los mercados exigen a los Estados –y por supuesto lo consiguen- políticas restrictivas coordinadas que tienen el mérito de llevar a un resultado exactamente opuesto al que presuntamente se busca: la restricción generalizada es tal que los ingresos fiscales se hunden tan rápido como se recortan los gastos, y finalmente las deudas crecen… Pero la austeridad no es mala para todo el mundo: su excusa perfecta «el problema de las deudas públicas» permite a la agenda neoliberal acumular progresos espectaculares impensables en cualquiera otra circunstancia.

Ya lo hemos entendido, la lección no es tanto económica como política. Por otra parte es tan sustanciosa que no se sabe por dónde agarrarla. Por una parte tenemos la extraordinaria posición de poder conquistada por la industria financiera, que puede obligar a los poderes públicos a socorrerla y después puede volverse contra dichos poderes públicos especulando con las deudas soberanas, y para remate rechazar cualquier tipo de regulación seria. Por otra parte está la fuerza de la agenda neoliberal que, inflexible, sigue su camino en medio de las ruinas que ha producido: El neoliberalismo nunca ha conocido un avance tan prodigioso como este gracias… a su crisis histórica, el estallido de las deudas públicas que ha creado una oportunidad formidable y sin precedentes para desmantelar el Estado social por medio de los planes de austeridad y el «pacto del euro». Por todas partes solo se ven grandes regresiones. Finalmente, y quizá sobre todo, está la crisis histórica de la soberanía, atacada por dos flancos. Por un lado por los mercados financieros, porque ahora ya es obvio que las políticas públicas no se conducen (solo) según los intereses legítimos del cuerpo social, sino según las conminaciones de los acreedores internacionales convertidos en un «cuerpo social competidor», tercer intruso del contrato social que ha eliminado de manera espectacular a una de las partes. Y por otro lado el ataque de la construcción europea, porque «en buena lógica» es necesario reconducir y profundizar en eso que ya se ha demostrado convenientemente tóxico: un tipo de modelo europeo que somete las políticas económicas nacionales por una parte a la tutela de los mercados de capitales y por otro lado a un mecanismo de reglas cuyo endurecimiento está conduciendo al despojo absoluto de las soberanías en beneficio de un cuerpo de controladores (la Comisión) u obligaciones constitucionales («reglas de oro») de las que solo hay que ver la depresión en la que nos han hundido desde que se vienen aplicando en 2008 y en la que nos seguimos hundiendo sin remedio…

Pero quizá la auténtica lección empiece ahora que están a punto de desencadenarse fuerzas enormes. Si como se podía presentir desde 2010 cuando se lanzaron los planes de austeridad coordinados, el fracaso macroeconómico anunciado conduce a una oleada de bancarrotas soberanas, el hundimiento bancario que seguirá inmediatamente (o que precederá, por un efecto de anticipación de los inversores) será, al contrario del de 2008, irrecuperable, en cualquier caso para los Estados, que financieramente ya están rendidos; solo quedará la alternativa de una emisión monetaria masiva o el estallido de la Eurozona si el Banco Central Europeo (y Alemania) rechazan la primera solución, En una semana cambiaremos literalmente de mundo y podrían ocurrir cosas insólitas: restauración de los controles de capitales, nacionalizaciones inmediatas e incluso expropiación de los bancos, restablecimiento de los bancos centrales nacionales –esta última medida firmaría, por sí misma, la desaparición de la moneda única-, la salida de Alemania (seguida por algunos satélites), la constitución de un eventual bloque «sureuropeo», o bien el regreso de las monedas nacionales.

¿Cuándo sobrevendrá esta conflagración? Nadie puede decirlo con certeza. No podemos excluir que una cumbre europea consiga por fin golpear lo suficiente para calmar por un momento la especulación. Pero el tiempo ganado no impedirá que la macroeconomía haga su trabajo: cuando se imponga, de aquí a seis o doce meses, la evidencia de una recesión general como resultado de la austeridad generalizada y los inversores vean que sube sin parar la marea de las deudas públicas que presuntamente deberían frenar las políticas restrictivas, la conciencia del atolladero absoluto que aparecerá en ese momento conducirá a los propios operadores a declarar una «capitulación», es decir, una avalancha masiva fuera de los compartimentos obligatorios y, por efecto del mecanismo de propagación cuyo secreto posee la finanza liberalizada, una dislocación total de los mercados de capitales en todos los sectores. 

Y durante ese tiempo las tensiones políticas se acumularán, ¿hasta un punto de ruptura? Como en el caso de todos los umbrales críticos del mundo social histórico, no sabemos previamente dónde se encuentra ni qué es lo que determinará que lo franqueemos. Lo único cierto es que el despojo generalizado de la soberanía (por parte del mundo financiero y de la Europa neoliberal) actúa profundamente en los cuerpos sociales y necesariamente sobrevendrá algo, no sabemos qué. Lo mejor o lo peor. Percibimos claramente que habría material para reescribir una versión actualizada de La gran transformación de Karl Polanyi, recuperando la idea de que los cuerpos sociales atacados por el liberalismo siempre acaban reaccionando, y a veces de forma brutal, en proporción a lo que previamente han padecido y «acumulado». En este caso no se trata tanto de la descomposición individualista derivada de la mercantilización de la tierra, el trabajo y la moneda lo que podría suscitar esa reacción violenta, como del insulto repetido al principio de soberanía como elemento fundamental de la política moderna. No se puede dejar a los pueblos de forma permanente sin su soberanía, nacional u otra, porque la recuperarán por la fuerza y de una forma poco agradable a la vista.

La «crisis de la deuda» en primer lugar es una crisis de la Eurozona, en la que los desequilibrios se acumulaban, y que la crisis financiera ha desestabilizado. Por lo tanto se trata de una crisis monetaria aún latente (ya que el euro todavía no se ha dividido ni ha estallado) pero obvia. El probable hundimiento del euro podría tomar diversas formas: una forma atenuada con la creación de dos zonas monetarias –según un reparto entre el norte y el sur (incluida Francia) o entre el centro (incluida Francia) y la periferia- o una forma más dramática, con la pulverización del euro y la vuelta a diecisiete monedas nacionales. Al ser la moneda una construcción política, la cuestión que se plantea es de orden político: ¿en qué condiciones (políticas) ese hundimiento podría evitar el triunfo de los sentimientos nacionalistas y xenófobos y, al contrario, favorecer el acercamiento de los pueblos (o algunos de ellos) para crear nuevas construcciones (monetarias, financieras, presupuestarias, políticas…) solidarias? Si en la actualidad es probable la salida del euro, ¿cómo salir bien?
En primer lugar me siento muy tentado a repetir los propios términos de la cuestión para señalar la paradoja de que lo que se denomina concretamente «crisis del euro» no es en primer lugar una crisis monetaria. Una de las particularidades de los sucesos actuales es el hecho de que la moneda europea no es objeto de ningún rechazo, ni por parte de los residentes de la zona ni de los inversores internacionales, como lo demuestra el hecho de que la paridad entre el euro y el dólar se mantiene sin apenas fluctuaciones. En cualquier caso tenemos el hecho de que (de momento) no existe una huida hacia delante del euro, ni interna ni externa. Y si se diera solo sería el desarrollo terminal de una crisis cuya naturaleza real es otra. Pero si no es una crisis estrictamente monetaria, ¿entonces qué es?

La respuesta es que se trata de una crisis institucional. Es el marco institucional de la moneda única, como una comunidad de políticas económicas, el que corre el riesgo de volar en pedazos tras las crisis financieras que tienen como epicentros las deudas públicas y los bancos. Si explota el euro, será a continuación de bancarrotas soberanas tales que arrastrarán inmediatamente a un hundimiento bancario –a menos que este se produzca en solitario por pura y simple anticipación de los primeros-. En cualquier caso, el centro del asunto será una vez más el sistema bancario y la imposibilidad de dejarlo que se arruine sin emprender el proceso de otra forma, una propuesta en la que hay que repetir sin descanso que el rescate no puede equivaler a «encarrilarlos y ponerlos en marcha para que sigan andando»; aprovecho para añadir que después de haberme dado mucho miedo durante mucho tiempo, la perspectiva de este hundimiento cada vez me parece más agradable, ya que por fin crearía la oportunidad en primer lugar de nacionalizar íntegramente el sector bancario, simplemente haciéndose cargo de él, y después reconvertirlo en el sentido de un «sistema de crédito socializado» (1). 

Así, si nos ubicamos en la hipótesis del hundimiento bancario, la cuestión es saber cuál es, en ausencia de los Estados arruinados, la institución capaz de organizar la recuperación financiera de los bancos para que recobren su actividad de suministradores de crédito. En esta configuración, solo tenemos una: el Banco Central Europeo, que no solo deberá garantizar un apoyo de liquidez (que ya es el caso) sino también desembarazar a las entidades de sus activos desvalorizados, recapitalizarlas y finalmente garantizar los depósitos y los ahorros. No hace falta decir que a escala de todo el sector bancario es una operación de creación monetaria masiva que habría que aceptar. ¿Está preparado el BCE? Bajo la influencia alemana es de temer que no. Sin embargo la urgencia extrema de restaurar íntegramente los fondos públicos y de restablecer el sistema de pagos exigirá una actuación inmediata. Es decir, que dar largas al asunto con las «conversaciones con nuestros amigos alemanes» o volver a negociar un tratado hace mucho tiempo que han desaparecido de la lista de las soluciones pertinentes. 

Frente a lo que debemos identificar claramente como retos vitales para el cuerpo social, un Estado enfrentado a una negativa del BCE tomaría inmediatamente la decisión de recuperar su propio banco central nacional para que emitiera moneda en cantidad suficiente y reconstruir rápidamente un pedazo del sistema bancario en condiciones de operar. Al surgir entonces en el corazón de la Eurozona una o varias fuentes de emisión de moneda fuera de control, es decir, la creación de euros «impuros» susceptibles de corromper los euros «puros» que solo el BCE tiene el privilegio de emitir, Alemania, con el Tribunal Constitucional de Karlsruhe al frente, decretaría inmediatamente la imposibilidad de permanecer en semejante «unión» monetaria convertida en una anarquía y la abandonaría a su suerte, probablemente para rehacer un bloque con algunos seguidores seleccionados escrupulosamente (Austria, Países Bajos, Finlandia, Luxemburgo). En cuanto a las demás naciones, tendrían que elegir entre reconstruir un bloque alternativo o bien regresar cada una a su propio destino monetario, Francia, por su parte, removiendo cielo y tierra para embarcarse con Alemania… sin la menor garantía de que la aceptase a bordo…

¿Ese estallido podría desatar el resurgimiento de los nacionalismos? Este es el eterno argumento de los amigos de la Europa liberal y de la globalización: la situación actual o la guerra. Se podría empezar haciéndoles observar que la situación del continente entre 1945 y 1985, que cualquier prueba a ciegas les haría considerarla como el infierno económico en la tierra (proteccionismo, monedas nacionales, soberanías independientes, nacionalizaciones –en particular de los bancos-) fue de las más pacíficas con respecto a las inquietudes por las que fingen preocuparse. Siguiendo esta vertiente, también se podría señalar, con un argumento contrario, que los nacionalismos, separatismos y extremismos de derecha nunca se han llevado tan bien como desde que los países están sometidos a la férula de la globalización liberal. 

Lo que quiero decir en realidad es muy simple: hay ciertas formas de «internacionalismo» que son las peores enemigas del internacionalismo auténtico. Porque es innegable que el hecho de maltratar, bajo la enseña de la gran integración económica mundial, a los cuerpos sociales como lo ha hecho la globalización actual, en primer lugar con el discurso de la «evidencia» cosmopolita de la nueva oligarquía, acompañada de su desprecio moralizador por los «tibios» y «replegados sobre sí mismos», es la manera más segura de enfurecer a la gente. Cuando objetivamente se ubica a los trabajadores de un país en situación de antagonismo, por ejemplo por la ferocidad de las diversas formas de la competitividad (comercial o de los territorios por los estándares sociales), realmente hace falta un candor internacionalista (por no decir una estupidez supina) por parte de los intelectuales para impartir lecciones sobre los esplendorosos horizontes del cosmopolitismo. Y es inútil apelar al sentido de la solidaridad internacional cuando las condiciones concretas del «internacionalismo» actual han destruido metódicamente dicha solidaridad. Como todo lo demás, el internacionalismo y la superación de los nacionalismos necesitan sus posibilidades que son, en primer lugar, materiales. Por los menos tu pregunta plantea el problema en sus términos pertinentes: los términos de la constitución y la composición (positiva o negativa) de las afinidades. Existen sentimientos comunes de pertenencia nacional, y a ese respecto es mejor atenerse a la lección de Spinoza: ni lamentar ni detestar, sino comprender. Y también existen posibles sentimientos comunes de clase. Siempre se trata de la misma cuestión, la de las divisiones, por sectores o transversales, según los cuales se constituyen las agrupaciones. Cuando los últimos prevalecieron sobre los primeros pudo aparecer, en efecto, la Primera Internacional.

¿Pero cuáles son las condiciones de esa prevalencia? Creo que no hay una respuesta general a esa pregunta. Hablo solo de las afinidades presentes en la coyuntura considerada. Si por ejemplo observamos la cuestión en el ámbito general de la globalización, podríamos decir que la dinámica laboral ascendente de los chinos suscita en los trabajadores mucho interés en la continuación de un régimen de crecimiento dependiente por ahora de las exportaciones. Y más ampliamente, por lo tanto, los empuja a un régimen no cooperativo del comercio internacional.

Para que el sentimiento común supere el arrastre de las afinidades nacionales y nazca el sentimiento de una solidaridad de clase que pueda agrupar a los trabajadores de diversos países, sin duda será necesario sacarlos de la relación de antagonismo objetivamente configurada por las estructuras económicas presentes que las fija a los intereses respectivos sin ninguna perspectiva de su superación espontánea. En primer lugar porque los agentes siempre siguen únicamente sus líneas de interés, y pedirles que se salgan de ellas es una quimera si no se les proponen intereses de sustitución.

Solidaridad solo es otro nombre de un alineamiento o una compatibilidad de intereses –donde la noción amplia de interés no se refiere exclusivamente a los intereses materiales, aunque también los incluye- Así, tiendo a pensar que un régimen de proteccionismo moderado que crearía en la economía china incitaciones a caminar más deprisa hacia un régimen de crecimiento «autocentrado», arrastrado por la creación de un mercado interior, haría mucho más por los trabajadores chinos y por la posibilidad de solidaridades salariales internacionales que todos los llamamientos moralistas a las virtudes del nacionalismo abstracto. Porque ese es el drama de esa idea «internacionalista»: me pregunto si se puede decir lo que decía Deleuze de los Derechos Humanos: «Es un gran concepto, ¡tan grande como un solar!». Su carácter abstracto le condena a la categoría de lo que Spinoza denomina «ideas generales», un ente imaginario que flota en el aire sin ningún anclaje en situaciones históricas concretas. Y cada vez más, la discusión internacionalista separada las afinidades particulares me parece un perfecto sinsentido.

¿Qué señala entonces el diagnóstico europeo actual? Que nada impide a priori pensar en la creación de una unión monetaria… siempre que no se le de la peor configuración posible, ¡la de Maastricht-Lisboa! Para todas las convulsiones que seguirán, el estallido del euro al menos tendrá el mérito de librarnos de ese flagelo institucional y volver a crear las condiciones de una construcción alternativa. ¿Se aprovechará la oportunidad? Y si es así, ¿quién la aprovechará? Lo único que se puede decir es que la salida de Alemania eliminaría la dificultad principal, la que procede de haber sometido todo a la construcción de las obsesiones idiosincrásicas de uno  solo –otra vez una cuestión de sentimientos colectivos y su compatibilidad-, a la que siguieron la independencia del Banco Central, la exposición por principio de las políticas económicas a los mercados de capitales y su encuadre en normas automáticas antidemocráticas. Hoy vemos que en ese marco institucional la moneda europea, no la idea de una moneda europea en sí misma, ha terminado resultando trágicamente odiosa a los pueblos, ¡con razón! Por poco que se proponga un encuadre institucional que evite el maltrato económico y político del euro, una nueva moneda europea podría nacer, en principio en la propia estela de la anterior. Si se piensa, la tarea es muy simple –se deduce de la inversión radical de las características del euro actual- y que tenga como única directriz el respeto escrupuloso al principio de soberanía. En resumen:

1) Excluir a los mercados financieros de la financiación de los déficit públicos, es decir, su intrusismo en el contrato social y su capacidad de fracturarlo.

2) Eliminación de las reglas automáticas de las políticas económicas y restitución de las instituciones políticas unificadas completamente soberanas.

3) Anular el estatuto de independencia del Banco Central y restituirlo al perímetro de la soberanía democrática.

¿Y si no encontramos la voluntad política para semejante reconstrucción ni dinámicas comunes para apoyarla? Entonces obviamente volveremos a las monedas nacionales, hecho que hay que calificar justamente: no como una catástrofe nacionalista real, sino como una ocasión perdida. Se puede, es mi caso, encontrar preferibles los proyectos de superación de las naciones actuales porque, con un buen encuadre institucional, crece el poder individual y se amplían las oportunidades de paz. Pero si solo se puede elegir entre los encuadres que generan violencia económica y los que niegan la soberanía política por un lado, o las soluciones nacionales por otra parte, personalmente no dudaría ni un momento. Con la condición de ver, por lo menos, que las empresas «de superación» finalmente son proyectos de reconstrucción nacional pero a una escala ampliada. Por poco que se tome como guía absoluta el principio de soberanía, es decir, admitiéndolo intrínsecamente, se puede denominar nación a cualquier conjunto que se propone desplegarlo y por lo tanto llegar mejor a la idea de que la «nación» así redefinida es un principio abstracto pero insuperable, incluso para quienes piensan en su evolución: la nación-mundo, pero con la condición de pretender hacer política únicamente en la coyuntura actual.

¿Cómo ha reconfigurado la crisis el campo de los (pocos) economistas franceses de izquierda?
Por primera vez se ha organizado, ¡es un acontecimiento! Se ha organizado en dos planos. En primer lugar en el sentido de la intervención en el debate público respecto a la política económica: esos son los «economistas aterrorizados». Por supuesto existen economistas críticos que participan en el debate público, aisladamente o en organizaciones como Attac o la Fondation Copernic, pero es la primera vez que un grupo se constituye en calidad de economistas y para nosotros además es una manera de decir que la profesión, muy justamente cuestionada por sus increíbles errores cuando no por sus compromisos de todo tipo, no está totalmente infectada. Después los economistas de izquierda también se han organizado académicamente creando la AFEP (Asociación Francesa de Economía Política) desmarcada, de forma totalmente deliberada, de la oficial AFSE (Asociación Francesa de Ciencia Económica), donde de paso vemos que las diversas formas de nombrar una disciplina son cualquier cosa menos neutras. Todavía más que los «aterrorizados» la AFEP señala, en un registro más legitimador, que no existe una única «comunidad» de economistas. También indica que existe un vínculo entre las opciones intelectuales dominantes en el campo de los economistas y la debacle general que se desarrolla ante nuestros ojos. Denuncia la tremenda falta de pluralismo de un universo «científico» que sin embargo como tal se le supone abierto al debate intercrítico. 

Sé que todas estas pueden parecer consideraciones sofisticadas hechas únicamente para interesar a los pertenecientes al sector, pero al mismo tiempo hay que ver con claridad cuáles son las consecuencias muy concretas –y muy devastadoras- en el exterior: la ciencia económica dominante ha contribuido considerablemente a crear el mundo financiero contemporáneo y los mercados de las finanzas, también es esa ciencia la que informa las políticas económicas de austeridad; su papel en el desastre histórico es abrumador.

El encarnizamiento con el que los economistas ortodoxos han emprendido la erradicación, hay que hablar en estos términos, de cualquier diferencia heterodoxa y cualquier pensamiento crítico, es impresionante. Son asuntos totalmente concretos, muy mezquinos vistos desde fuera, pequeñas y siniestras historias de puestos, becas de doctorado, coloquios y publicaciones. Y hay que decir, por ejemplo, que no aparece ni un solo heterodoxo como agregado de Ciencia Económica, ni uno solo promocionado al grado de director de investigación entre los heterodoxos del CNRS, y que incluso después de la crisis está política de erradicación continúa con más fuerza. 

Obviamente esos hechos solos no bastan para organizar la desaparición de la heterodoxia por puro y simple desgaste demográfico. Aunque alguien pueda poner límites a los estudiantes de doctorado, ¡no puede hacerlos desaparecer! Pero las condiciones de entrada en las instituciones académicas son atrozmente adversas para los jóvenes doctores heterodoxos que necesitan ser santos –o locos- para lanzarse. Sin embargo hay que informar de todo esto a ese veredicto intelectual que va a aparecer inevitablemente y no dudará ni un momento en declarar que todo es exacto en el pensamiento heterodoxo y todo falso en el ortodoxo. Y buena suerte a los que siguen creyendo que la Ciencia (en cualquier caso la Económica) es un universo de espíritus puros.

Aquí se ve que la autonomía y el repliegue sobre sí mismo del sector, cosas que generalmente se cuentan entre sus virtudes, se vuelven contra él: el enorme impacto de la crisis casi no ha producido ningún efecto. ¡Ahí tenemos incluso a la reina de Inglaterra!, que al menos se muestra majestuosamente sorprendida de que ninguno de los distinguidos y acomodados economistas con los que cuenta el reino  (sus heterodoxos, como los nuestros, viven en bodegas) viese venir y el golpe y anunciara el terremoto. Y los economistas de la Royal Academy se han visto obligados responder. No se puede decir que haya salido gran cosa, pero al menos han tenido que explicarse un poco. ¡En Francia nada de nada! Los mismos siguen con sus coloquios de que no cambie nada en sus pequeños modelos y la caza a los heterodoxos continúa a toda máquina.

Me dirán que exagero un poco al sostener que no pasa «nada», y eso no es totalmente inexacto, antes, en estas mismas columnas, he previsto el derrocamiento de la hegemonía de la teoría neoclásica y su sustitución por el paradigma de la «neuroeconomía del comportamiento» (2). Sin embargo sería un error creer que se produciría un cambio intelectual o político… Y como me resulta imposible explicar con detalle aquí el porqué, me contento con una gran elipse invitando a las personas a descubrir la Allianz Global Investors Center for Behavioural Finance. Ahí verán a los más famosos neuroeconomistas ocultos tras los más importantes inversores institucionales del mundo y por lo tanto deberán, por anticipación, saber a qué atenerse. Sí, los viejos ortodoxos colaboraron con el mundo financiero que ha acabado hundiéndose, ¡pero los nuevos solo tienen que ocupar su lugar!

¿Es útil y apropiado el término «neoliberalismo» para designar lo que conforma la singularidad de todas o parte de las transformaciones contemporáneas del capitalismo? ¿Qué caracteriza al neoliberalismo y qué papel desempeñan las finanzas y la deuda en su propia lógica? Curiosamente, como puso de relieve Maurizio Lazzarato (3), en su genealogía del pensamiento neoliberal que contribuyó a entender mejor la novedad del neoliberalismo, a no ver ya en él solo una vuelta al laisser-faire del siglo XIX, Michel Foucault no otorga ningún papel a la cuestión de las finanzas y de la deuda…
Nunca me ha parecido muy pertinente juzgar una declaración por lo que deja de lado, salvo si es evidente que la ausencia tiene un claro valor de síntoma o bien perjudica de forma decisiva la intención demostrativa del autor. Por consiguiente, no se podrá reprochar a Foucault que no haya analizado exhaustivamente el neoliberalismo, con más motivo en la época en la que se publicó el Nacimiento de la biopolítica, mientras que ahora todavía estamos en el inicio del proceso y habría sido necesaria una enorme clarividencia para anticipar todas sus repercusiones futuras. Recuerdo, por ejemplo, que el desmoronamiento de la tasa de ahorro de los hogares estadounidenses y el aumento de su tasa de endeudamiento, hecho característico por excelencia del capitalismo neoliberal, solo se produjeron a partir de 1984-1985, y en Francia hubo que esperar hasta mediados de la década de 1990, momento de la instalación en un régimen de «franca» globalización. Sin embargo, es indudable que Maurizio Lazzarato tiene razón en una cosa: si el neoliberalismo se comprende no como una simple configuración de amplias licencias sino como un régimen de normalización positiva, entonces, evidentemente, hay que incluir en él todos los efectos de la deuda. Va a parecer que caigo en el ecumenismo fácil (y sin embargo, ¡lo pienso de verdad!): hay que reprochar menos a Foucault haber olvidado la deuda y las finanzas que agradecer a Lazzarato haberlas añadido al cuadro de conjunto. Queda la cuestión de si el período actual cae completa y exclusivamente bajo el concepto de neoliberalismo tal como lo ofrece el pensamiento de Foucault. Seré un poco más reservado sobre este punto. 

Es cierto que la insistencia de Foucault en deshacer una visión de las instituciones a las que solo conoce bajo el prisma de la negatividad, para hacerlas aparecer finalmente en el positivismo de su producción normativa permite captar una característica muy profunda del periodo actual (los sectores de la sociedad sometidos al azote del poder normalizador de la evaluación saben algo de ello). Sin duda era útil percibir esta productividad de las instituciones, sobre todo estatales, para no cometer el error de asimilar el neoliberalismo a un liberalismo clásico simplemente intensificado («ultra» como han dicho muchos). Por consiguiente, no hay duda de que hay novedad en este «liberalismo», lo que justifica plenamente el prefijo, y aunque al principio probablemente era necesario «retorcer el palo en el otro sentido», tampoco habría que olvidar todo lo que el régimen actual ha conservado del liberalismo clásico entendido como eliminación de los dispositivos de contención que permiten retener el impulso de los poderes privados. Así pues, no comparto la idea de que era un total contrasentido la lectura «liberalista» del neoliberalismo. Evidentemente, carece del positivismo normalizador de lo «neo» y de la instauración de un régimen disciplinario muy particular, pero a pesar de todo capta la prolongación y profundización de los rasgos del liberalismo más clásico: el hecho de deshacer los marcos institucionales, reglamentarios y legales que constreñían las acciones de los agentes y los frenaban (en todo caso a los más poderosos) de llevar su beneficio más allá de un determinado límite afecta decisivamente a la distribución de los recursos de poder en la sociedad y, sobre todo, a la relación de fuerza capital-trabajo. 

Está muy claro que esta relación cambia por completo según se pase de una economía en la que los derechos de aduana hacen que reine un proteccionismo moderado, donde el régimen de inversiones directas está bajo un control estricto, las finanzas rigurosamente encuadradas y compartimentadas en unos espacios reglamentarios nacionales, los bancos vigilados y (a menudo) nacionalizados, la Bolsa y el poder accionarial son casi inexistentes, a una economía en la que el libre comercio hace que actúe con la mayor violencia posible la competencia entre espacios con estándares socioproductivos abismalmente diferentes, en la que el régimen de inversiones directas totalmente liberalizado desencadena el chantaje de las deslocalizaciones, en la que las finanzas están desreguladas (¿hay necesidad de alargarse al respecto?), y en la que el poder accionarial es el amo de las empresas. 

Ahora bien, las dinámicas económicas-políticas que se establecen debido a estas transformaciones estructurales proceden en primer lugar, muy clásicamente, de la liberación de los arranques de fuerza privados, debido al descenso de las retenciones institucionales. Para decirlo más simplemente: de una extensión del laisser-faire y ello incluso si esta extensión no se opera sponta sua sino que supone la intervención desreguladora, exógena, de las políticas públicas, nacionalmente o por medio de tratados europeos, acuerdos y organismos internacionales interpuestos (OMC, AGCS, etc.). Sin embargo, en todo caso muchos de los fenómenos del período actual dependen en primer lugar de este efecto de ampliación del conjunto estratégico de los agentes (¿cuál es la libertad de las acciones lícitas que se les ofrecen?) de tal modo que, evidentemente, solo beneficia a los más poderosos. Una vez que estos últimos pueden hacer cosas que les estaban prohibidas, las harán si pueden obtener beneficio. Si deslocalizar (o amenazar con hacerlo) ayuda a ganar en los salarios y en las condiciones de trabajo, deslocalizarán; si la conminación de extraer cada vez más rentabilidad de los propios capitales permite intensificar la productividad, conminarán a hacerlo, y así sucesivamente. 

Con todo, más que oponer los efectos de lo «neo» y de lo «veterano» hay que articularlos: el efecto «laisser-faire» es lo que mantiene el efecto «normalización». Primero hay que rebajar la negatividad de los cuadros institucionales preexistentes y que los dominantes hayan extendido su conjunto estratégico para poder instaurar nuevos positivismos normalizadores. Las normas de evaluación que destrozan tantos sectores de la sociedad tienen sin duda su origen en la revolución financiera que ha impuesto y difundido por todas partes sus propios esquemas normativos (rating, reporting, benchmarking…). El paradigma de la evaluación permanente es las finanzas liberalizadas que, como su nombre indica, han sido… ¡liberalizadas! Para que aparecieran estos esquemas, primero hubo que eliminar unas barreras que restringían la libertad estratégica de los inversores. Descompartimentar, desregular, desintermediar o desnacionalizar han sido los requisitos previos del nuevo positivismo normalizador de las finanzas y todas estas cuestiones tienen que ver con la cuestión (negativa) de los límites. Así que quizá habría que dotarse de un nuevo concepto de la actual configuración del capitalismo: no se trata simplemente del neoliberalismo en el sentido «foucaultiano» que ha adquirido a partir de ahora el término, sino de (torciendo y luego enderezando el palo) algo que sería a partes iguales «neo» y «ultra».

Hay algo de «demente», de asombroso en todo esto, en nuestra incapacidad colectiva para detener la catástrofe en curso. ¿Es apropiado el calificativo de «suicidas» aplicado a las «élites» políticas y económicas? ¿Cómo es posible sociológicamente semejante hybris*? ¿Cómo se fabrican unas élites tan «dementes»?
En general es un buen método recurrir lo más tarde posible, e incluso no hacerlo, a las categorías de la psicopatología para dar cuenta de un fenómeno social, aunque hay que reconocer que en este caso no se puede evitar pensarlo… Entre consternado y sarcástico Marx ya subrayaba en El 18 Brumario de Luis Bonaparte la incapacidad de la burguesía de superar sus intereses más  «mezquinos e indecentes». Siglo y medio después seguimos sin poder afirmar que la racionalidad, aunque sea la de los intereses particulares de los dominantes, sea el motor de la historia. En cierto modo, hay que quedarse con la mejor parte: a fin de cuentas, como la catástrofe es sin lugar a dudas el modo histórico más eficaz de destrucción de los sistemas de dominación, la acumulación de los errores de las «élites» actuales, incapaces de ver que sus «racionalidades» a corto plazo sustentan una gigantesca irracionalidad a largo plazo es lo que nos permite que esperemos ver que este sistema se desmorona en su conjunto. 

Es cierto que la hipótesis de la hybris, entendida como principio de «ilimitación», no carece de valor explicativo. Además, es una manera de volver a la discusión precedente sobre el neoliberalismo o, más bien, sobre lo que subsiste en él de «veterano» e incluso de «ultra». Y es que, efectivamente, es la destrucción de los dispositivos institucionales de contención de fuerzas lo que empuja irresistiblemente a las fuerzas a propulsar su impulso y retomar la marcha para empujar más todo lo lejos que sea posible. Y, en efecto, hay algo similar a una embriaguez del avance para hacer perder toda medida y volver a instaurar la primacía de lo «indecente» y de lo «mezquino» en la «racionalidad» de los dominantes. Así, un capitalista que tuviera una visión a largo plazo no habría tenido dificultades en identificar al Estado del bienestar como el coste final y relativamente moderado de la estabilización social y de la consolidación de la adhesión al capitalismo, es decir, un elemento institucional útil para preservar el dominio capitalista (¡del que, sobre todo, no hay que deshacerse!). Evidentemente, en cuanto sintieron que se debilitaba la relación histórica de fuerzas (la cual tras la Segunda Guerra Mundial les había impuesto la Seguridad Social), lo que, sin embargo, era lo mejor que les podía pasar además de contribuir a garantizar treinta años de crecimiento ininterrumpido, los capitalistas se apresuraron a recuperar todas las concesiones que habían tenido que hacer. En Estados Unidos los conservadores, que no tienen miedo a mostrarse como son, dieron el nombre más claro a esta perspectiva de reconquista: «a roll back agenda…» [Una agenda de anulación]. 

Con todo, habría que preguntarse por los mecanismos que en la mente de los dominantes convierten unos enunciados que de entrada están burdamente tallados según sus intereses particulares en objetos de adhesión sincera, asumidos de manera generalizada. Y puede que para ello haya que volver a leer la proposición 12 de la III parte de la Ética de Spinoza según la cual «el espíritu se esfuerza por imaginar qué aumenta la capacidad de actuar de su cuerpo», que más explícitamente se traduciría por «nos gusta pensar lo que nos alegra (lo que nos conviene, lo que es adecuado a nuestra posición en el mundo, etc.)». No cabe duda de que existe un placer intelectual del capitalismo en pensar según la teoría neoclásica que la reducción del paro pasa por la flexibilización del mercado del trabajo. Lo mismo que hay uno del financiero en creer en la misma teoría neoclásica según la cual el libre desarrollo de la innovación financiera favorece el crecimiento. El endurecimiento en enunciados de validez completamente general de ideas de entrada manifiestamente formadas junto a los intereses particulares más groseros sin duda encuentra en esta tendencia su ayuda más poderosa. Por ello cada vez es más difícil distinguir entre imbéciles y cínicos ya que los primeros mutan casi fatalmente para adoptar forma de los segundos. Si se observa con atención, no se encuentran individuos tan «limpios» (habría que decir tan íntegros) como Patrick Le Lay de TF1 [la cadena de la televisión nacional francesa] que, poco decidido a complicarse la vida con las doctrinas inútiles y falsamente democráticas de la «televisión popular», declaraba sin ambages que no tenía otro objetivo que vender a los anunciantes tiempo de cerebro disponible; ruda franqueza que quizá tengamos que agradecerle: al menos sabemos a quién tenemos ante nosotros y es una forma de claridad que no deja de tener mérito.

Por lo demás, hay resistencias doctrinales fáciles de entender. Las finanzas, por ejemplo, no se rendirán nunca. Dirán y harán cuanto puedan para desbaratar los más mínimos intentos de re-regularización. ¡De hecho, lo hacen muy bien! Para convencerse de ello no hay más que ver la espantosa indigencia de las veleidades reguladoras, como atestigua el hecho de que desde 2009 se ha hecho tan poco que la crisis de las deudas soberanas vuelve a amenazar con acabar en un desmoronamiento de las finanzas internacionales. Nada es más fácil de entender: un sistema de dominación nunca entregará las armas por sí mismo y buscará perpetuarse por todos los medios. Es fácil pensar que los hombres de las finanzas relancen el sistema que les permite embolsarse los astronómicos beneficios de la burbuja y dejar los costes de la crisis a todo el cuerpo social, obligado por los poderes públicos interpuestos a socorrer a las instituciones financieras, a no ser que perezca él mismo por el desmoronamiento bancario. ¡Simplemente, hay que ponerse en su lugar! ¿Quién aceptaría renunciar? Incluso habría que decir más: es una forma de vida lo que defienden estas personas, una forma de vida en la que entran tanto la perspectiva de unos inauditos beneficios monetarios como la embriaguez de operar a escala planetaria, de mover cantidades colosales de capital, por no hablar de los extras más caricaturescos pero muy reales del modo de vida de los «hombres de los mercados»: chicas, cochazos, drogas. Todas estas personas no abandonarán así como así este mundo maravilloso que es el suyo, habrá que actuar para que lo suelten. 

En realidad, donde el misterio se oscurece verdaderamente es en el papel del Estado. Encargado de la socialización de las pérdidas bancarias y de la limpieza de los costes de la recesión, literalmente rehén de las finanzas cuyos riesgos sistémicos está obligado a reparar, ¿no debería ser el más interesado en cerrar de una vez por todas la leonera de los mercados? Parece que plantear así la pregunta sea responderla, pero solo lógicamente, es decir, desconociendo sociológicamente la forma de Estado colonizado que es la propia del bloque hegemónico neoliberal: los representantes de las finanzas se encuentran en ella como en casa. La interacción, hasta la completa confusión, de las elites políticas, administrativas, financieras, y a veces mediáticas, ha llegado a tal grado que la circulación de todas estas personas de una esfera a otra, de una posición a otra, homogeneiza completamente, salvo diferencias mínimas, la visión del mundo compartida por este confuso bloque. La fusión oligárquica –y casi habría que entender la palabra en su sentido ruso– ha llevado a la anulación de la diferenciación de los compartimentos del campo del poder y a la desaparición de los efectos de la regulación que venía del encuentro, a veces de la confrontación, de gramáticas heterogéneas o antagonistas. Así, sin duda con la ayuda de un mecanismo de atrición demográfica, se ha visto, por ejemplo, la desaparición del hábito del hombre de Estado en la forma que adoptó tras la Segunda Guerra Mundial, ya que la expresión «hombre de Estado» ya no hay que comprenderla en el sentido usual de «gran hombre» sino de aquellos individuos portadores de las lógicas propias de la fuerza pública, de su gramática de acción y de sus intereses específicos. Los altos funcionarios, que antaño eran hombres de Estado porque estaban consagrados a las lógicas del Estado y determinados a hacerlas valer frente a las lógicas heterogéneas (como, por ejemplo, las del capital o de las finanzas), son una especie en vías de extinción y los que hoy «entran en la carrera» no tienen más horizonte intelectual que replicar de forma servil (y absurda) los métodos de lo privado (de ahí, por ejemplo las monstruosidades tipo «RGPP», Revisión General de las Políticas Públicas), ni más horizonte personal que abandonar el servicio al Estado para pasarse a lo privado, lo que les permitirá integrarse encantados en la casta de las élites indiferenciadas de la globalización. Así, los dirigentes nombrados a la cabeza de lo que queda de empresas públicas no tienen nada más urgente que hacer que cargarse el estatuto de estas empresas y llevarlas a la privatización para reunirse por fin con sus camaradas y retozar a su vez en los mercados mundiales, de las finanzas de las fusiones-adquisiciones y, «accesoriamente», de los bonos y de las stock-options

Este es el drama de nuestros días, que a nivel de estas personas a las que seguimos llamando «élites» (nos preguntamos por qué dado lo abrumador que es su balance histórico) ya no hay en ninguna parte ninguna fuerza de llamada intelectual susceptible de crear un discurso contrario. Y el desastre es completo cuando los propios medios de comunicación han sido arrastrados, y desde hace tanto tiempo, por el corrimiento de tierras neoliberal; lo más extravagante pretende reconducir a los editorialistas, cronistas, expertos semivendidos y toda esta banda que se presenta como los preceptores ilustrados de un pueblo obtuso por naturaleza e «ilustrable» por vocación. Se habría podido imaginar que el cataclismo del otoño de 2008 y el desmoronamiento espectacular de las finanzas llevaría a una gran limpieza de todos estos locutores que emergían harapientos de las humeantes ruinas, pero ¡No hubo nada de eso! ¡Ninguno se movió! Alain Duhamel sigue pontificando en Libération; este mismo periódico, en un intento desesperado de hacer olvidar sus décadas liberales, sigue confiando una de sus secciones más decisivas, la sección europea, a Jean Quatremer que ha llenado metódicamente de mierda a todas las personas que denunciaban las taras, ahora visibles para todos, de la construcción neoliberal de Europa. En France Inter, Bernard Guetta sobrepasa por la mañana todos los récords de incoherencia (habría que ponerle delante lo que dijo hace cinco años escasos, no digo ya en 2005, famoso año del tratado constitucional europeo…). El programa semanal de economía de France Culture oscila entre lo hilarante y lo desolador al insistir en dar la voz a quienes han sido los más fervientes apoyos doctrinales del mundo que se está desmoronando, como por ejemplo Nicolás Baverez, que sin duda es el más gracioso de todos y que se ha apresurado a sermonear a los gobiernos europeos y a conminarles al rigor más extremo antes de darse cuenta de que era otra burrada. Y todas estas personas sacan pecho con la impunidad más perfecta, sin que sus jefes les retiren jamás una crónica, ni el micro, ni siquiera les pidan que se expliquen o den cuenta de sus discursos pasados. Este es el mundo en el que vivimos, el mundo del autoblanqueamiento colectivo de los deslices. 

¿Cómo entender también que lo que ocurre no produzca una indignación o una cólera aún mayor, más decidida, más organizada? Funciona algo parecido a una «fábrica de impotencia», cuya eficacia supera por el momento nuestra capacidad de transformar nuestra indignación en capacidad de actuar colectivamente. ¿Cuáles son los resortes de esta fábrica de impotencia?
En efecto, este es un misterio que tendría que aclarar la sociología o la ciencia política… Pero si se me permite aventurar algunas intuiciones, para empezar me pregunto si no habría que plantear el problema justo al revés: lo que hay que comprender no es que no haya un movimiento de indignación, ¡sino que a veces se produzca! Temo que deplorar la inercia o la apatía de las masas no procede de un sociocentrismo típico de la skhole intelectual o militante, es decir, de personas que tienen tiempo libre, para unos de adoptar el punto de vista de Sirius y para otros de pensar sistemáticamente en el paso a la acción puesto que el paso a la acción es por definición la esencia misma de su actividad. Podrá parecer que es un argumento ramplón, pero tiene las sólidas propiedades de un materialismo rústico: ¿en qué tiene posibilidad la gente de ocupar su tiempo? Aparte de las minorías intelectuales y militantes, el mundo se divide entre los gobernantes cuya actividad a tiempo completo es dirigir la vida de los demás y los gobernados que dedican lo esencial de su tiempo a ocuparse de su reproducción material y de hecho se remiten en todo lo demás a la pasividad de aquellos que les rigen. Esta elemental asimetría temporal entre organizadores, delegados y pagados a tiempo completo para organizar, y los «organizados», acaparados «oportunamente» por las necesidades de su propia supervivencia, es la garantía más segura de la estabilidad del poder por medio de un simple efecto de saturación temporal. Los militantes, en todo caso aquellos que no son activistas profesionales, remunerados como tales por una organización, saben bien lo que cuesta en fatigas suplementarias o en poner en tensión su vida personal el hecho de salir de la pasividad a la que normalmente les condenaría su condición material: después de ocho horas diarias de trabajo, los «organizados» solo tienen intersticios (la última hora de la tarde, a veces las noches, los fines de semana) para encontrar peros a los organizadores, los cuales, después de haber «organizado», se van a dormir. La fuerza de gravedad resultante de esta división del trabajo es el segundo plano que hay que tener en mente para darse cuenta en primer lugar de hasta qué punto es milagroso el que surja un movimiento social de cierta magnitud, en todo caso para darse cuenta de todos los obstáculos, temporales, es decir, materiales, que ha tenido que vencer. 

Por si fuera poco, hay que contar con muchas otras dificultades. Y, sobre todo, con todas las que se podrían incluir en la categoría general de la traición de los mediadores. Para empezar, la de los mediadores mediáticos, que trabajan para que pasen por normales (conformes al orden de las cosas o a las instrucciones de la «razón») las situaciones más anormales. Pero habría que tomarse el tiempo de hacer un análisis completo de los mecanismos que llevan a los mediadores mediáticos a no mediatizar nada ya, es decir, a mantener en la invisibilidad las situaciones sociales y sus verdaderos determinantes (cuya sola exhibición bastaría para alimentar furores legítimos) y hacer que los análisis críticos sean inaudibles (excepto algunas excepciones sistemáticamente subrepresentadas, cuando no se declaran excluidas por principio a menos que se les ofrezcan unos formatos tan pobres que no tienen la menor oportunidad de «tener efecto»). Debido a ello los medios de comunicación son gestores del bien colectivo del acceso necesariamente enrarecido a la arena pública y por ello se deben a una obligación de diversidad, incluso habría que decir a una obligación de asimetría de la que se debería beneficiar la crítica puesto que el orden social se beneficia ya de toda la asimetría contraria de las fuerzas de la dominación. 

Pero en cierto modo han privatizado este bien colectivo en beneficio de una ínfima minoría de preceptores que, excepto algunas diferencias insignificantes, tienen todos ellos el mismo lenguaje, y por medio de su homogeneidad añaden la dominación simbólica a la dominación material. De modo que, a través de los medios de comunicación supuestamente mediadores pero definitivamente olvidadizos por su vocación, ya no ocurre nada sino solo aquello que celebra, anima o bien rehabilita sin cesar al orden neoliberal, y ello, hoy de forma muy espectacular, en contra incluso de las crisis más estrepitosas de este último. Debo confesar que a veces pienso que un despido masivo de la pandilla editorialista y experta presente podría producir al instante unas consecuencias políticas importantes: imaginen los efectos posibles de la denuncia repetida del carácter odioso del poder accionarial, de su responsabilidad directa en los sufrimientos de los trabajadores (hasta llevar al suicidio), la demostración insistente de la inanidad de las políticas de austeridad o incluso el cuestionamiento sistemático de determinados partidos (de «izquierda») que se niegan obstinadamente a incluir seriamente en su agenda problemas como la Europa liberal o la globalización. Pero igualmente confieso que probablemente esta sea una experiencia de pensamiento ociosa y a varios títulos. 

En el orden de las traiciones mediáticas (lato sensu), sin embargo, la peor es sin duda la de los mediadores políticos: partidos de oposición que ya no se oponen a nada o burocracias sindicales que se han convertido en expertas en perder en las arenas las cóleras populares. ¿Es útil consagrar un cuarto de hora de más a la anatomía patológica del Partido Socialista? Se puede evitar difícilmente aunque sea en la perspectiva de las elecciones presidenciales y para constatar que para esta edición el candidato Hollande se pone a ello no ocho días antes de la segunda vuelta, como exigía hasta ahora un ligero reflejo de vergüenza, sino ocho meses antes de la primera para ofrecer una alianza con los centristas, peripecia anecdótica a primera vista, pero de hecho un atajo fulgurante que señala todo o casi todo lo que se puede esperar de una hipotética presidencia socialista en materia de transformación económica y social: nada. Ya se ha dicho todo sobre el compromiso histórico de la socialdemocracia, especialmente francesa, con el neoliberalismo, pero para cerrar lo más rápidamente posible este lamentable capítulo se puede medir el grado de fracaso histórico de un partido que todavía osa llamarse «socialista» por su incapacidad para poner en tela de juicio al capitalismo neoliberal en el momento en el que su crisis apoplética abre una ventana de oportunidad histórica sin parangón (y uno acaba por preguntarse qué tipo de acontecimiento, qué grado de devastación se necesitaría ahora para que en esta materia el encefalograma socialista emita un nuevo un bip). 

Por consiguiente, el drama actual del período se debe a la ausencia de cualquier fuerza política en torno a la cual hacer que se precipiten los efectos comunes de cólera e indignación. Y este es el problema: no hay que sobrevalorar la capacidad de las multitudes para auto-organizarse a gran escala. El periodo actual lo demuestra a contrario puesto que ninguno de los cuerpos sociales maltratados por las políticas de austeridad ha superado todavía el estadio de las manifestaciones esporádicas y sin continuidad para entrar en un movimiento de sedición generalizado. Sin duda se enfadarán conmigo los amigos de la multitud libre sujeto de la historia, pero me pregunto si para manifestar su propia fuerza política este no necesita un «polo» que focalice y condense y que la haga «coherente». Salvo que siga siendo difusa, la multitud necesita unos puntos focales en los que «las cosas se precipiten», por medio de los cuales adquiera consistencia y conciencia de sí misma, aunque no ignoro en absoluto todo lo que puede pasar a continuación de captación y de desposesión a partir de estos puntos focales… pero, a fin de cuentas, no es aquí donde se va a solucionar el problema de la horizontalidad democrática, aunque al menos se pueda decir que, precisamente, esta última es un problema y no una evidencia. Por el momento, a falta de auto-organización constatada y de fuerza política susceptible de crear un polo constituyente o agregador, solo quedan las cóleras difusas, no coordinadas, incapaces de unirse a falta de lugar. 

Y no es con las direcciones sindicales con las que hay que contar. O si hay que contar con ellas es más bien para producir los resultados exactamente inversos, es decir, devolver al polvo los gérmenes de cólera en vías de fusión. Y es que es necesario un cierto talento en el orden la negatividad para haber volatilizado tan artísticamente la energía de las movilizaciones masivas [en Francia] de enero-marzo de 2009 y de las jubilaciones en otoño de 2010. No se sabe si hay que invocar el dogma (absurdo) de la separación de lo «sindical» y de lo «político» (como si la acción en las cuestiones sociales no tuviera un carácter profundamente político) o bien (sobre todo) el compromiso de las instituciones sindicales, como tales integradas orgánicamente en el juego institucional general y que se han vuelto incapaces de salir de él para ponerlo en tela de juicio. Pero el hecho está ahí: la formidable efervescencia de cólera que hizo salir a la calle a millones de personas en 2009 y 2010 y que más allá, por ejemplo, de la ocasión formal de las jubilaciones tenía el móvil manifiesto del rechazo de cualquier modelo de sociedad, no solo no ha encontrado ningún líder sindical (o político) para verbalizar su verdad, sino que ha sido dilapidado conscientemente por las vías habituales de la deambulación tan ritual como inofensiva por barrios cuidadosamente elegidos para no albergar ningún punto caliente simbólico (¿quién ha visto en el trayecto République - Nation el menor ministerio, una sede de banco o de un gran medio de comunicación?). Me digo a mí mismo que, siguiendo por este bonito camino, pronto no habrá más que acercarse al Bosque de Vincennes: se habrá molestado a algunas ardillas y se volverá de la manifestación con la sensación de haber tomado el aire… 

¿Qué es lo que permitirá detener esta fábrica de impotencia? ¿Cómo reconstituir, en la situación actual, una capacidad de actuar colectiva, transformadora y emancipadora?
Como carezco completamente de toda experiencia y de todo talento de empresario político, no tengo la menor idea de las vías por medio de las cuales se reconstituyen las capacidades de actuar colectivamente, a falta de lo cual no tengo otra solución que volver a mi postura escolástica y a su punto de vista exterior. La multitud se pone en movimiento cuando pasa ciertos duelos afectivos. Pero, ¿son estos duelos los mismos para todo el mundo? ¡No! ¿Dónde están exactamente? No se sabe ex ante. Las condiciones materiales, tal como determinan el impacto diferencial de la crisis a través de la estratificación social, la distribución desigual de las disposiciones a la aceptación o a la movilización, son otros tantos datos que «heterogeneizan» a la «multitud», categoría cuya homogeneidad engañosa es un puro efecto nominal. ¿Por qué el movimiento de los Indignados cuajó tan bien en España, incluso en Estados Unidos, y tan poco en Francia donde somos dados a regodearnos en nuestra «tradición» manifestante y reivindicativa? En el caso de España, nos preguntamos si la respuesta no está en una cifra: 40% de paro entre los jóvenes, es decir, en particular una producción masiva de licenciados que ven sus esperanzas profesionales «naturales» negadas brutalmente por la exclusión del empleo del que son víctimas. Son los hijos de la burguesía, bien dotados de capital cultural y escolar, pero que se descubren frustrados con respecto a lo que consideraban sus legítimas aspiraciones (¿Acaso el sistema no las había validado hasta entonces?), las cuales se dan la vuelta y basculan. Respecto a los estudiantes estadounidenses, quizá sea el peso de la deuda, en un momento en el que las relaciones con las instituciones financieras están profundamente deterioradas, lo que desempeña el papel equivalente y hace traspasar los umbrales de lo «intolerable». Pero se dirá que poco importa de dónde parte el movimiento y por qué razones particulares: al fin de cuentas, no existen acciones desinteresadas (al menos en un sentido del concepto de interés un poco… interesante). Lo que cuenta, independientemente de sus orígenes (pudenda origo, se podría decir a la manera de Nietzsche: los orígenes raramente son bellos de ver), es lo que produce: ¿tiene gancho, induce a continuar? Esas son las preguntas pertinentes. En esta medida, el juicio sigue siendo contrastado. A todas luces los Indignados españoles sacaron a una enorme cantidad de personas a la calle… pero, ¿con qué resultado electoral? Habría que volver a leer el artículo «Elecciones, trampa para gilipollas» de Sartre, que parece escrito la semana pasada y expresamente para la situación actual: en él deploraba el abismo que separa los movimientos sociales como dinámicas creadoras profundamente colectivas y la artificialidad serial del escrutinio que aísla y disuelve radicalmente toda la fuerza propia, auténticamente política de lo «en común». Así que, he aquí: los Indignados españoles salen a la calle… y se encuentran con el Partido Popular de Rajoy. Es para llorar. 

Con indignados o sin ellos, en Francia será la misma tarifa… En este caso es más bien «sin» y aquí también hay un misterio. Una vez más, la diferencia se debe en parte a la tasa de paro de los jóvenes, considerablemente más baja que en España, lo mismo que la tasa de paro global. Con un 10% de tasa de paro global los hijos de la burguesía todavía no sufren, sus posturas son bastante sólidas, sus accesos se mantienen lo suficiente para que la crisis no les maltrate demasiado. Recuerdo la breve pero violenta recesión de 1993, la tasa de paro había ascendido a más del 12% y, algo inaudito, ¡se había oído a notorios representantes del capital empezar a preocuparse por los estragos que padecía la sociedad francesa! Mi conjetura entonces era que en el entorno de Claude Bébéar, puesto que se trataba de él, un hijo de familia bien licenciado había tenido que quedarse en la estacada y esto había sido un trauma al descubrir la injusticia del mundo. Pero un 12%  no está tan lejos, podría llegar muy rápido teniendo en cuenta lo que se anuncia. Bourdieu, muy «spinozista» aquí, dio una ruda lección de realismo político recordando que en el Ámsterdam del siglo XVII los burgueses se habían decidido a financiar unas infraestructuras que enviaba las aguas residuales al alcantarillado porque el cólera, que no tiene en cuenta las barreras sociales, había empezado a llevarse a sus hijos. Así que probablemente ocurra lo mismo con las aguas del paro que con las aguas cargadas de miasmas: es necesario que el nivel suba lo suficiente para ir a importunar a los dominantes y hacer que se decidan a cuestionar su propio sistema, desde el momento en que este empieza a atentar demasiado contra sus propios intereses… Y luego, para su desgracia, los Indignados franceses tienen contra ellos otras dos idiosincrasias muy nuestras. La primera, visible por contraste con el caso estadounidense, se debe a la antipatía espontánea de las confederaciones sindicales por cualquier forma de movimiento dotada de dos odiosas propiedades, la de ser espontánea y la de que en gran parte se les escapa. Al contrario, los Occupy han recibido el apoyo discreto pero real, logístico y político, de los sindicatos estadounidenses, poco habituados a los movimientos de ciertas dimensiones y más bien contentos de encontrar aquí una oportunidad al menos de «participar» en una demostración a escala (casi) nacional. 

Es de esperar que las confederaciones francesas no den el menor apoyo a los Indignados de La Défense… Además, si lo dieran estos últimos desconfiarían como de la peste al presentir la recuperación de poca monta. La segunda tara francesa es, por supuesto, las elecciones presidenciales y su mitología inoxidable que sigue haciendo creer a muchas personas que es el momento político por excelencia, que es ahí donde las cosas se deciden verdaderamente, y precisamente vienen bien, la cita es en mayo… Actualmente hay burlas del híbrido Merkozy, pero quizá se reirá menos la gente al descubrir a Sarkollande… En este paisaje en el que todo está fiscalizado, en el que la captura «elitista» ha aniquilado toda fuerza de llamada, acabo por decirme que solo hay dos soluciones para reiniciar el movimiento: un deterioro continuo de la situación social, que llevará a que una parte mayoritaria del cuerpo social franquee unos «umbrales», es decir, a una fusión de las cóleras sectoriales y a un movimiento colectivo incontrolable, potencialmente insurreccional; o bien a un desmoronamiento «crítico» del sistema bajo el fardo de sus propias contradicciones (evidentemente, a partir de la cuestión de las deudas públicas) y de un encadenamiento que lleve de una serie de fallos soberanos a un colapso bancario, aunque esta vez diferente de la opereta «Lehman»… Digamos claramente que la segunda hipótesis es infinitamente más probable que la primera… aunque a cambio quizá tenga la propiedad de desencadenarla acto seguido. En todos los casos habrá que apretarse extraordinariamente el cinturón. Y, sobre todo, seguir reflexionando sobre las formas políticas de un movimiento social capaz de evitar todas las derivas de tipo fascista. 

Al comprobar el grado de bloqueo de instituciones políticas que se han vuelto completamente autistas y prohíben ahora todo proceso de transformación social en frío, también me digo a veces que quizá haya que volver a pensar la cuestión «ultra tabú» de la violencia en política, aunque solo sea para recordar a los políticos esta evidencia conocida por todos los estrategas militares de que un enemigo nunca está tan dispuesto a todo como cuando se le ha llevado a un callejón sin salida. Ahora bien, parece por un lado que los gobiernos, totalmente sometidos a la calificación financiera y consagrados a la satisfacción de los inversores, se están volviendo tendencialmente enemigos de sus pueblos y, por otra parte, que si a fuerza de haber cerrado metódicamente todas las soluciones de deliberación democrática, solo queda la solución insurreccional, no habrá que extrañarse de que la población, llevada un día más allá de sus puntos de exasperación, decida adoptarla, precisamente porque será la única. 

Notas: 
* Hybris es una palabra del griego clásico que significa orgullo o confianza  desmedidos en uno mismo (N. de T.)
(1) Frederic Lordon, La Crise de trop, París, Fayard, 2009.
(2) Yves Citton y Fréderic Lordon, «la Crise, Keynes et les esprits animaux», Revue interrnationale des livres et des idées, nº 12, julio-agosto de 2009.
(3) Maurizio Lazzarato, La Fabrique de l’homme endenté, París, Ed. Amsterdam, 2011.

 
Fuente: http://www.revuedeslivres.fr/%C2%AB-nous-assistons-a-l%E2%80%99ecroulement-d%E2%80%99un-monde-des-forces-immenses-sont-sur-le-point-d%E2%80%99etre-dechainees-%C2%BB-entretien-avec-frederic-lordon/

Traducido para Rebelión por Caty R. y Beatriz Morales Bastos