Platón creyó haber encontrado la llave para tener
una sociedad justa y equilibrada, cuyos ciudadanos fueran felices.
Clasificó a los seres humanos en tres clases distintas, según sus
inclinaciones naturales: trabajadores, guerreros e intelectuales. Los
primeros debían hacer bien aquello para lo que estaban naturalmente
dotados: comer, dormir, procrear y sobre todo trabajar. Si así lo
hacían, sin rechistar ni cuestionarse nada, serían felices e incluso
podrían subir de escalón en próximas vidas. Los guerreros debían
dedicarse para alcanzar la felicidad a cosas arriesgadas y exigentes
(ejército, policía, atletismo…). Tampoco ellos debían cuestionar si
aquello funcionaba bien o mal, pues para eso estaban las personas
pertenecientes a la tercera clase: los capitostes, los intelectuales,
los únicos dotados de una visión global y certera de la realidad,
dedicados a pensar sobre el interés general de la ciudadanía. Si cada
uno está en su sitio, haciendo lo que debe, la sociedad resultante es
justa, feliz y equilibrada.
Desde aquel entonces, hace ya más de 2.400 años, ha habido otros
muchos intentos de convencer a la gente de que lo que mejor que puede
hacer es asumir su condición personal y social, así como el estado de
cosas existente en su entorno, y resignarse a lo que hay (básicamente,
un reducido núcleo de ricos, privilegiados y bienvivivientes, y una
amplísima mayoría de currantes y sobrevivientes). Eso sí, siempre se nos
ha ido repitiendo el mensaje (=la estafa) de que, si somos buenos, la
situación podría mejorar en un magnífico paraíso, una vez muertos,
enterrados y definitivamente calladitos.
Hoy Platón parece pasear por nuestras calles y plazas, haberse colado
en los titulares de la prensa, la radio y los telediarios. Hoy parece
incuestionable para mucha gente que la sociedad tiene por su propia
naturaleza unas castas, otrora llamadas “clases sociales”, que no deben
ponerse en cuestión por el bien de todos y el interés general de la
sociedad. Ocurre, sin embargo, que estas ideas ya no las firma Platón,
sino un ente con más vidas que un gato, que responde ahora al nombre de
“neoliberalismo” y es adorado por una incondicional brigada de neocons.
Según ellos, los trabajadores han de trabajar, y punto. Se les da un
salario para que coman, beban, vistan, salgan, consuman y procreen. Si
alguno de ellos se muestra díscolo o disidente, se lo despide (ahora más
barato, con menos papeleo y complicaciones, con mayor rapidez: para eso
están los decretos-leyes). Se procura que haya siempre, incluso en
tiempos de gran bonanza económica, una sustanciosa bolsa de
desempleados, dispuestos a ingresar en el cuerpo de currantes por menor
precio. Y a todo ello se le llama “libertad de contratación”, “mercado
de trabajo”, “modernización de las condiciones laborales”, “adaptación a
la situación laboral europea” o “medidas necesarias para salir de la
crisis al medio plazo”. Viene a ser como una de las viñetas que Andrés Rábago, El Roto,
nos regaló recientemente en El País: un papá, una mamá y un niño están
acodados en una barandilla; el padre pregunta; “¿Os acordáis de cuando
había horizonte?”. Y el niño pregunta, a su vez: “¿Cómo era, papi?”.
Hay también en nuestra sociedad y en el mundo una segunda clase de
personas, a cuyo cargo están encomendadas ingentes arsenales de
destrucción y toda suerte de armamento. También hay policías (nos
quedamos pasmados el pasado 29 de marzo viendo el gran número de
antidisturbios exhibiéndose en las aceras mientras nos manifestábamos
pacífica y cívicamente). Están al servicio de los intereses de quienes
manipulan los hilos del poder y del dinero, se adjudican el nombre de
“seguridad”, aunque sobre todo hacen seguros a los amos del cotarro y
dicen ser “fuerzas del orden”, pero se trata del orden que conviene a
los ricos y los poderosos.
La tercera clase son personas muy poderosas, se indultan y se
amnistían sin reparos. No quieren que se las vea, toque o moleste. Antes
hablaban francés e iban diciendo “laissez faire, laissez passer”.
Ahora, amparados tras el eufemismo “mercados”, hacen y deshacen a su
antojo: cuando les conviene, lo público y el Estado no deben inmiscuirse
en sus asuntos; cuando les interesa, exigen que se hagan cargo de sus
deudas, causadas por su codicia sin limites.
Platón escribió solo para el 15% de los atenienses, los ciudadanos
(un 15% de la población entre los que había también muy ricos y de
limitados recursos). Se “olvidó” del resto: los esclavos (37%), los
inmigrantes legales (5%) y sobre todo, de las mujeres (el resto). Hoy
nos seguimos olvidando de dos tercios de la población mundial, sumida en
la miseria, la carencia de alimentos, agua potable, escuelas, centros
sanitarios…, esquilmados sus recursos por la voracidad de las
multinacionales y los especuladores.
Sin embargo, mal que les pese a los señores del dinero y de los
medios, así como a sus servidores políticos, militares y policiales,
otro mundo es posible y necesario.
Antonio Aramayona – ATTAC CHEG Aragón
El Periódico de Aragón
No hay comentarios:
Publicar un comentario