Cuando el gobierno del PSOE, de la mano del PP, reformó la
constitución el año pasado, la mayor parte de las personas que tenemos
una mínima conciencia política no pudimos evitar hacer reflexiones como
“Si les regalamos la constitución a los bancos y especuladores, si
establecemos en la norma suprema que tiene prioridad pagar a la banca
sobre la educación, la sanidad, el trabajo o el derecho a una vivienda
digna, ¿qué nos hace suponer que se conformarán con ello? ¿Cómo nos
pueden decir que se acabarán todos los problemas con la reforma de la
constitución, que los mercados dejarán de especular con nuestra deuda y
se atendrán a razones?”
Evidentemente, la reforma constitucional
fue solo una parte del principio, la forma en que nos han depositado al
comienzo de una pendiente resbaladiza al grito de “¡quien caiga es que
lo merece!” Cuando aquellos que representan a los mercados, aquellos que
tienen el suficiente capital para influir de forma determinante en las
condiciones de vida de las demás personas, consiguen algo tan importante
como poner determinados intereses privados por encima del interés
público (lo que incluye: Derechos Humanos, Estado de Derecho, justicia,
igualdad, fraternidad, libertad, etc.) y lo hacen con sencillez, sin que
la sociedad responda como es debido para impedirlo, parece lógico
esperar nuevas ofensivas en esta dirección. De hecho, es claro y
evidente: si todo gira en torno al cálculo, en torno a la cantidad de
beneficios que se pueda extraer de una determinada actividad, no hay
nada bueno ni malo, solo nos queda el criterio de la rentabilidad. Las
cosas (actividades, empresas, personas, naturaleza) son rentables o no
lo son y nada más. Si la sociedad acepta perder todo lo que ha costado
siglos construir sin plantar cara, en nombre de la rentabilidad, la
competitividad o el crecimiento económico, ¿por qué no iban a dar más
pasos aquellos que quieren reconquistar los privilegios?
Obedientes
ante sus inversores, el PSOE y el PP han aceptado esta lógica hasta las
últimas consecuencias: ayer les regalamos a los tiburones nuestra
constitución. Fue tan sencillo, que los tiburones, que no son tontos,
han olido una nueva oportunidad. Si resultó tan fácil hacer algo tan
grave como supeditar todos los derechos a la banca y demás
especuladores, si además es la presunta izquierda quien inicia ese
camino, ¿cómo no iban a exigir más y más? Recortes en educación, en
sanidad, en ayudas, en becas, aumento de la edad de jubilación,
eliminación del convenio colectivo... Como no somos capaces de defender
lo que es nuestro por derecho, otras personas, mucho más poderosas que
cualquier ciudadano o ciudadana, lo convierten en suyo por apropiación
mediante el chantaje: si no me das esto despediré a gente, o me llevaré
mi dinero a otro país que me ponga menos pegas, o deslocalizaré la
empresa allá donde no existan derechos laborales, etc. Con los
argumentos de la libertad (del empresario) y la competitividad, someten
nuestros derechos al dictado del capital, es decir, a la lógica
mercantil, a perseguir el máximo beneficio por encima de cualquier
interés puramente humano.
Cuando se aprobó la reforma de la
constitución, muchas personas nos preguntamos qué sería lo siguiente, no
nos ha sorprendido lo más mínimo que luego se prohíba el aborto, se
asocie a las mujeres de nuevo a la naturaleza y a la función
reproductiva, hagan una reforma laboral digna del siglo XIX o de la
etapa del fundamentalismo neoliberal a la Pinochet en Latinoamérica, se
privatice todo aquello que se considere rentable y esté en manos del
Estado, se ahogue poco a poco los campos de la sanidad y la educación
pública, etc. Cuando a alguien que tiene un hambre insaciable le das la
mano te cogerá el brazo; si no planteas resistencia, te cogerá también
el torso, y la tripa y los brazos y las piernas. Esto es una prueba más
de que no vivimos realmente en un Estado de Derecho, sino en un Estado
de Permiso: resulta que todos y cada uno de nuestros derechos dependen
de que Estado y grandes empresas los permitan. Es decir, no estamos
hablando de derechos desde el momento en que no se aprecia un cambio de
poder: si el Estado o las empresas tienen el poder de decidir si las
sociedades tienen derecho o no a una sanidad pública, de lo que estamos
hablando es de que durante un tiempo, hasta que se cansen, tanto los
grandes capitales como el Estado que está a su servicio nos permiten
disfrutar de algo público. Es esta capacidad de decidir cualquier cosa
lo que impugna la idea de que vivimos en un Estado de Derecho, porque si
así fuera, no solo se trataría de cumplir con los derechos ya
reconocidos, sino que estos serían intocables, algo que está decidido de
antemano, algo que se tiene que respetar en cualquier situación y sea
quién sea el que gobierne. Esto no es baladí: la legitimidad del Estado y
de cualquier partido con pretensión de gobernar depende enteramente del
cumplimiento, protección y fomento de estos derechos. El Estado no
tiene razón de ser, no es legítima su existencia si no es para hacer que
se cumplan, lo que incluye garantizar las condiciones materiales para
que sean efectivos, es decir que además de hospitales públicos debe
existir una dotación presupuestaria adecuada para que puedan ejercer su
función. Por mucho que al señor Montoro le parezca que 7.000 millones de
euros menos no van a repercutir en la calidad de la sanidad, es
cuestión de tiempo comprobar los efectos de estrangular económicamente
un servicio público: mañana lo señalarán como ineficaz e ineficiente, lo
privatizarán y con ello venderán (o regalarán) la poca legitimidad que
le queda al Estado y a sus dos posibles gobiernos.
El Estado de
hoy no es otra cosa que un agente privado al servicio de los grandes
capitales. Mediante la extorsión, la especulación, el chantaje, la
desinformación y la fuerza bruta, se ha conseguido privatizar el Estado
de forma definitiva. Ahora la policía en una huelga no está para evitar
conflictos o detener a quién ejerza la violencia, sino para garantizar
que el Carrefour y el Corte Inglés se abran, no les veremos perseguir
porra en mano a los empresarios que amenazan a sus trabajadores con no
renovarles su precario contrato de tres meses si hacen la huelga. La
justicia también es sustituida por el criterio de la competitividad y el
crecimiento económico, es decir, por la lógica mercantil.
Pero
la ofensiva de los tiburones y los vampiros no acaba aquí. Como si del
“Talón de Hierro” se tratase, el Estado se ha quitado la máscara y se ha
posicionado definitivamente: ya no basta con sustituir las leyes por
normas arbitrarias dictadas, no por la voluntad general, sino por
aquellos que el sistema socio-económico convierte en poderosos, sino que
también se ha comenzado a desmontar activamente toda aquella
institucionalidad paralela de la que la sociedad ha sido capaz de
dotarse a sí misma al margen de los poderes públicos y privados. Así, la
reforma laboral limita la ya paupérrima situación de los sindicatos y
la negociación colectiva. Los sindicatos mayoritarios, ya absolutamente
desprestigiados por su negativa a la lucha política, ven como aquellos
que les dan de comer reducen todavía más su papel en la sociedad.
Esto,
claro, tiene sus riesgos: a medida que la vieja institucionalidad
obrera es derribada, basta que exista un mínimo de conciencia política
para que surja otra cosa. Así surgió la “spanish revolution”: fue fruto
(entre otras cosas) de la toma de conciencia de que pese a que vivimos
en un sistema representativo, por mucho que votemos, por mucho que nos
afiliemos a sindicatos, no encontramos a nadie que nos represente. Por
eso, miles, incluso millones de ciudadanos y ciudadanas, tomaron las
calles y decidieron representarse a sí mismos. Esta nueva forma de
institucionalidad asamblearia, que se deja ver e invita a los y las
demás a tomar las riendas de nuestro destino desde las plazas públicas,
también debe ser despedazada, si no por lo que es, por lo que en
potencia puede llegar a ser. En esta dirección apuntan medidas como la
de considerar la resistencia pacífica (por ejemplo, sentarse en el suelo
para cortar el tráfico unos minutos) un atentado contra la autoridad
(el equivalente a coger un adoquín del suelo y partirle la cabeza a un
mercenario antidisturbios).
Celebrar una asamblea en Sol (¿o
debería decir la Plaza Galaxy Note? Ahora las empresas también pondrán
nombre a los lugares públicos, por lo que parece; no andaban nada
desencaminados en “El club de la lucha” cuando aseguraban que serían las
multinacionales las que pondrían nombre a los objetos del universo: “la
galaxia Microsoft, el planeta Starbucks”...), podrá ser considerado
como pegar a un policía. El mensaje y la intención son claros: escondeos
como antaño los cristianos en las catacumbas, porque la calle no es
vuestra, ciudadanos y ciudadanas, es del capital. Y guardaos muy mucho
de que vuestra institucionalidad paralela, no dependiente del Estado ni
de alguna empresa, adquiera mayores proporciones, porque si pasa del
puro espectáculo os aplicaremos... la ley antiterrorista. Otra de las
medidas estrella que prepara este gobierno es la de poder aplicar las
leyes antiterroristas que ya se aplican a determinadas movilizaciones en
el País Vasco a cualquier manifestación “antisistema” (anti-su-sistema)
en cualquier lugar del Estado español. Esto significa que por hacer una
pintada inconveniente o por inutilizar un cajero automático, las
personas que escoja la policía de entre los manifestantes pu eden acabar
siendo tratados casi como si hubiesen intentado de colocar una bomba.
El criterio de proporcionalidad por los suelos, pero así se genera
confianza en los mercados: si ya exigieron nuestra constitución, ¿por
qué no exigir ahora la paz romana, el orden en las calles, la
silenciación y criminalización de la protesta? Ya que no pueden atacar
el mensaje porque hasta los beneficiados de esta crisis saben que es
algo injusto, algo intolerable, lo que hacen es atacar al mensajero:
criminal, terrorista, violento, antisistema, descerebrado manipulado por
los rusos o lo que sea.
Resulta de lo más sorprendente: un
movimiento tan pacífico como el del 15M, que ha demostrado su civismo
incluso en las situaciones más complicadas, que ha condenado la
violencia en todos los sentidos (desde la patronal hasta la física), ha
provocado que el gobierno cambie la ley para “proteger” a la sociedad
(entiéndase los negocios) de la violencia. Es otra muestra de
totalitarismo: como cuando mantuvieron el alumbrado público encendido
durante la huelga para que no descendiese el consumo eléctrico (no
olvidemos el gasto que supone en tiempos de crisis, para eso sí hay
dinero, por no mentar los problemas que plantea desde el punto de vista
del impacto en el medio ambiente), mediante la creación de leyes que
limitan derechos el gobierno actual pretende construir la realidad, algo
muy distinto a simplemente mentir. Cuando el día de mañana una lata
vacía de cerveza golpee un escaparate en una manifestación, nos llamarán
terroristas y toda reacción de la policía estará justificada de
antemano (incluida la desaparición durante 72 horas). Cabe decir, por
otra parte, que se trata de una actitud muy coherente, como el aumento
de la dotación policial. Ante actitudes totalitarias, lo que cabe
esperar son reacciones desesperadas. Y ante la previsión de medidas
desesperadas, lo que cabe hacer es aumentar la dotación policial y
garantizar su efectividad a la hora de reprimir. La hipocresía está a la
orden del día: en el País Vasco, acaba de morir una persona por el
impacto de una pelota de goma disparada por la policía, lo que se conoce
como “munición no letal”. La culpa, por supuesto, es del azar y del
joven, porque la trayectoria de la bala “es errática” y el joven no
tenía por qué estar allí agrediendo a la policía. Como en Valencia: la
culpa de la violación la tiene la violada, que andaba provocando.
Aún
hay más: también se pretende inculpar de delito a aquellas personas
que, a través de la red, convoquen una manifestación violenta. Parece
lógico, salvo porque no lo es. Cuando alguien convoca una manifestación
en las redes de Internet no lo hace incitando a la violencia, la
violencia surge durante la manifestación, normalmente gracias a la
actividad de la policía, que se dedica profesionalmente a la violencia
“liberados” de la ética (solo cumplen órdenes). Esto significa que, si
la policía carga en una manifestación y en respuesta les cae alguna
piedra, alguna botella, se podrá detener también a los convocantes de
esa manifestación, aunque no tengan nada que ver con el estallido de la
violencia. Objetivo: cubrirse legalmente cuando sea necesario detener a
determinadas personas que, bien por su notoriedad, bien por su capacidad
de movilización, supongan un estorbo para el avance del capital.
Por
otra parte, creo que hoy por hoy todo el mundo tiene claro que una
empresa es una institución privada, es decir, es una institución que
persigue los intereses de quienes la poseen y cuyos beneficios son para
sus propietarios. Ahora bien, en un sistema corrupto en el sentido
aristotélico, donde no se distingue entre lo público y lo privado, lo
que nos deja a merced de los tiranos (uno o varios), se nos dicen cosas
como que el hecho de que en Argentina se haga cumplir la ley y, si así
lo deciden los órganos competentes, se re-nacionalice la petrolera YPF,
hoy filial de Repsol, es como un acto hostil contra España. Que Repsol
viole sistemáticamente las leyes argentinas no parece motivo suficiente
para aceptar algo así como que la sociedad argentina quiera controlar
sus propios recursos. De repente, nuestro gobierno, también filial de
Repsol, aparece no para apoyar al gobierno argentino, por ejemplo,
presionando a Repsol para que respete los acuerdos a los que llegó
cuando se privatizó YPF, sino que aparece para, con lenguaje pre-bélico,
amenazar al gobierno argentino en nombre de toda España. Se nos está
diciendo que los intereses de Repsol (por ejemplo, echar a miles de
indígenas de determinadas tierras para poder contaminarlas a placer
mientras extraen petróleo que venden fuera del país), son los intereses
de España. Se nos dice que los intereses de un grupúsculo de accionistas
y ejecutivos son nuestros intereses, el de la ciudadanía en general.
Como pese a que se privatice, el Estado sigue teniendo una función
pública, lo que significa todo esto es que el gobierno nos hace
cómplices de las barrabasadas que comete Repsol en Argentina, nos hace
cómplices a todos y todas de la presión y el chantaje al que se quiere
someter al gobierno y a la ciudadanía de allá para beneficiar a los
peces gordos de acá. Vivimos en un sistema en el que la corrupción no
solo está generalizada, sino que se pretende ley, simula que tiene forma
de ley, simula que tiene que ver con la voluntad general y no con la
decisión arbitraria de unos pocos presionados por otros pocos.
Mientras,
nos encontramos con otra situación curiosa: a la par que el gobierno
nos trata de convencer que los intereses de los tiburones más gordos son
los intereses de los peces pequeñitos, una serie de “disidentes”
cubanos que el gobierno anterior acogió encantado, han sufrido en un
corto periodo de tiempo un cambio bastante interesante: de odiar con
estómago e imaginación al gobierno cubano, culpable de todos sus males,
pasan a pedir auxilio en España. Con la crisis, les quitaron las ayudas y
de repente, se tienen que enfrentar a la cruda realidad: aquí no hay un
Estado que te garantice vivienda, alimentación y trabajo (pronto
tampoco educación ni sanidad), lo que sí encontramos es un Estado que
construye muros y leyes de extranjería, que pone trabas para convalidar
los títulos que legítimamente adquirieron en Cuba, que mira para otro
sitio si nadie les quiere dar trabajo y se quedan en la calle, sin
dinero ni para comer. Estas personas, que creían escapar del infierno,
se han metido de lleno en él y ya no hay marcha atrás: después de todo
lo que organizaron, ¿cómo van a volver a Cuba? Han sido
proletarizados... bienvenidos al capitalismo: ese sistema que genera
empresarios y capitales “libres” (pueden hacer lo que quieran si tienen
los recursos suficientes) y ciudadanas y ciudadanos “liberados”
(liberados de toda propiedad, de todo derecho, de dignidad...).
Guillermo García del Busto Miralles
Rebelión
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