domingo, 26 de enero de 2014

¿Podemos convertir la indignación en cambio?

La izquierda social del Estado español demanda desde hace meses –en ocasiones a gritos– un vector capaz de remover la situación actual y desencadenar un proceso de refundación de la izquierda.

Durante los últimos meses las oligarquías económicas y políticas se esfuerzan por trasladar insistentemente una idea a la opinión pública: lo peor ya pasó. Así, la crisis económica ya habría tocado fondo y la crisis política –condensada en el hundimiento del bipartidismo– estaría comenzando a superarse.

La realidad sin embargo es tozuda. Mientras persistan el elevadísimo desempleo, los recortes salariales, la emigración de nuestros jóvenes y la pérdida de derechos, la inmensa mayoría de la ciudadanía seguirá viviendo en crisis. Mientras perdure “la vieja política”, el actual régimen de representación permanecerá impugnado. De hecho, las últimas encuestas siguen reflejando una enorme indignación popular: según datos de intención directa de voto, únicamente el 12,5% de los encuestados votaría al PP, el 12,9% al PSOE y el 9,9% a IU. Lo verdaderamente relevante es que el 19,4% se abstendría y el 20,8% aún no lo ha decidido o no lo sabe. Es más, la fidelidad de voto (factor por el que se pondera, entre otros, la intención directa de voto para ofrecer las estimaciones del resultado electoral que habitualmente vemos en las encuestas), arroja un hundimiento duradero y estructural: ha pasado del 70-80% para los votantes de PP y PSOE entre 2000-2009, a oscilar actualmente en torno al 45% en ambos casos.

En definitiva, la situación política sigue siendo completamente excepcional. Los electores tradicionales del bipartidismo y, particularmente, los electores de izquierdas, han dado la espalda a los partidos mayoritarios para, en buena medida, pasar a integrar ese 40% de población que carece de referente político en este momento. Las razones son de sobra conocidas: PSOE y PP han gobernado al servicio de los intereses de las oligarquías económicas y financieras, incumpliendo sus programas electorales, socializando los costes de la crisis e imponiendo con ello un sufrimiento generalizado. Y lo han hecho además en un contexto atravesado por numerosos y gravísimos casos de corrupción.

Una primera respuesta a esta crisis política ha venido de la mano de la movilización ciudadana contra los recortes sociales y la pérdida de derechos. El autismo social de los gobiernos de Zapatero y Rajoy ha evidenciado la necesidad de ir más allá de la protesta, generalizándose en los distintos movimientos la convicción de que sólo una alternativa política –un frente amplio, unitario y plural contra las medidas neoliberales– podrá desatascar la situación actual. Se ha extendido de este modo entre diversos sectores sociales el convencimiento de que la superación de la crisis pasa por la construcción de un nuevo referente político que refleje la indignación popular, catalice las aspiraciones de ruptura democrática y dispute la mayoría social.

Izquierda Unida, por su programa político y por su imbricación en las luchas sociales, estaba (y está) llamada a jugar un papel central en la articulación de dicha alternativa (que, desde luego, excede su perímetro). Sin embargo, el tiempo transcurre sin que veamos movimientos relevantes en el seno de la coalición. El paulatino ascenso en las encuestas electorales ha proporcionado a los dirigentes de IU una innegable comodidad, permitiéndoles confiar en que la supuesta pasokización del PSOE haría el trabajo por sí solo. No obstante, dicho ascenso, además de resultar limitado para disputar la mayoría social, comienza a frenarse. Es más, la posibilidad de reeditar en las futuras elecciones generales el acuerdo de gobierno actualmente vigente en Andalucía con el PSOE –en esta ocasión a escala estatal–, parece constituir la apuesta velada de parte de estos dirigentes.  

Ahora bien, la política, como la naturaleza, tiende a ocupar los espacios vacíos. La izquierda social del Estado español demanda desde hace meses –en ocasiones a gritos– un vector capaz de remover la situación actual y desencadenar un proceso de refundación de la izquierda. Si la dirección de IU ha decidido dejar pasar ese tren, será necesario (e inevitable) que otras iniciativas lo intenten.

En este sentido, Podemos –la iniciativa política nucleada en torno a la figura del profesor Pablo Iglesias–, puede jugar un papel interesante. Su nacimiento no deja de ser contradictorio, desde luego. Este proyecto pretende encauzar la ola de indignación social que nació con el 15M, aunque eso no le ha impedido quebrantar uno de los principios fundacionales de dicho movimiento: el rechazo a los liderazgos individuales así como a las decisiones “ cocinadas” a espaldas de quienes tienen que ser los "representados".

A pesar de ello, entendemos que una iniciativa como esta no debe ser juzgada tanto por sus orígenes como por la dinámica que sea capaz de desplegar en un momento dado. Si la autodesignación de Pablo Iglesias como candidato a las elecciones europeas permite poner su resonancia mediática y su liderazgo social al servicio de un proyecto de cambio democrático, bienvenido sea. Al menos tres elementos permitirán decir, pasadas las elecciones europeas, que la iniciativa resultó útil para el proceso de refundación de la izquierda y para la conformación de un frente amplio contra las políticas neoliberales.

En primer lugar, si esta iniciativa logra situar en el debate político general propuestas relativamente relegadas –como la impugnación a las políticas de la Troika, la dación en pago retroactiva para evitar los desahucios, el cuestionamiento del pago de la deuda, la reforma fiscal progresiva, la reconversión ecológica del modelo productivo, o la necesidad de derogar las últimas reformas laborales para facilitar el crecimiento de los salarios– habremos dado un importante paso adelante.

En segundo lugar, Podemos –recordemos, un "movimiento de ficha" por arriba– debiera ser capaz de desencadenar un proceso de organización política por abajo (con la constitución de comités de apoyo, o colectivos similares). El 15M puso de manifiesto un cambio radical en la forma de concebir la acción política: no habrá identificación con un proyecto colectivo en ausencia de participación activa y democrática de la gente que debe conformar dicho proyecto.

Por último, en tercer lugar, Podemos debiera ser una iniciativa que contribuya a sacudir las posiciones que hasta ahora han mantenido otros actores políticos de la izquierda. Aunque su nacimiento no se presenta "en competencia" con IU –sus promotores señalan que el objetivo es movilizar a quienes, situados en la abstención o en la indefinición, carecen de un referente electoral en este momento–, su desarrollo debiera cuestionar la orientación estratégica de la coalición. En concreto, la iniciativa Podemos podría servir de punto de apoyo para que se refuercen aquellas posiciones que, dentro de IU, plantean la necesidad de avanzar hacia un verdadero proceso de refundación de la izquierda que permita articular una "Syriza española" y terminar con la subalternidad respecto al PSOE.

Estos tres elementos –programa, método y alianzas– son tan viejos como la "vieja política" con la que los promotores de Podemos pretenden acabar. Pero desconocerlos, o ignorarlos, conllevará desilusiones que pesarán sobre las fuerzas sociales, sindicales y políticas que luchan por recuperar y ampliar los derechos perdidos. Del mismo modo, este trinomio resulta plano –y en ocasiones mortecino– si no rompe con la mera aritmética de la estrategia partidaria convencional y desencadena el intangible político más valioso: la ilusión. En cualquier caso, será necesario que la capacidad de emocionar se ponga al servicio de un proyecto común (y no del ensimismamiento personal), y que además se supedite a las decisiones colectivas de quienes finalmente integren la iniciativa de Podemos. Son muchas las manos y los corazones que deben contribuir al éxito de un proyecto como este y, aún más, las que deben sumarse para la necesaria refundación de la izquierda.

Nacho Älvarez
El Diario.es



lunes, 20 de enero de 2014

Lo mismo y desigual

Es propio del capitalismo actual que mientras avanza la igualdad en los patrones de consumo en el mundo: tipo de productos, mismas tiendas, gustos, formas de comunicación y aspiraciones, avanza la desigualdad al interior de las sociedades. La discusión sobre la desigualdad es hoy tema común en la política, la academia y los análisis en los medios. Ignorarla parece asunto de amnesia fingida o, simplemente, cosa vulgar.
 
La cuestión es independiente del hecho de que para mucha gente en todo el globo la situación del consumo y su efecto cotidiano ha mejorado notablemente con respecto a hace apenas poco más de cien años, por ejemplo. Pero la desigualdad no se suprime, aunque puede abatirse durante ciertos periodos, como ocurrió tras la Gran Depresión de 1929 y luego con la destrucción material de la Segunda Guerra Mundial. Es cíclica y para muchos la pobreza, aun en grado extremo, sigue siendo la norma.

Hoy, el fenómeno ha retornado con fuerza, sobre todo la crisis financiera de 2008, la fuerte recesión productiva, la pérdida de empleos y las medidas de austeridad en los países más ricos.

Los ángulos de esta cuestión y la manera en que se enfrenta en el discurso, las teorías y las políticas públicas son muy diversos. En el siglo XVIII cuando Adam Smith postulaba las virtudes del mercado para generar riqueza en medio de la incipiente revolución industrial no dejaba de apreciar los diversos mecanismos que podrían prevenir la distribución de los rendimientos del crecimiento. Para David Ricardo la distribución era un aspecto clave de las posibilidades de la acumulación y contrarrestar el estancamiento, y Marx llevó las contradicciones inherentes de estos procesos a sus consecuencias últimas: la misma destrucción del sistema.

Según las medidas convencionales de la evolución de las economías, hay una cierta convergencia entre las economías más ricas y las que se llaman emergentes. Pero dentro de las sociedades la exclusión es una fuerza poderosa. Una de sus expresiones es la falta de trabajo, que esté además suficientemente remunerado y más allá de una enorme precariedad que afecta las condiciones de vida. Hasta el concepto de clases medias se ha devaluado como una herramienta de análisis social.

La movilidad social que se dio hacia mediados del siglo pasado se ha obstaculizado. En Estados Unidos se estima ahora que un niño nacido en el 20 por ciento de la población más rica tiene una posibilidad de 60 por ciento de mantenerse en ese grupo; en cambio, un niño nacido en el 20 por ciento más pobre tiene apenas 5 por ciento de llegar al otro extremo de la distribución de la riqueza.

La desigualdad está alcanzando niveles similares a los registrados hacia el final del siglo XIX cuando se crearon, entre otros, los grandes negocios y fortunas de Vanderbilt en los ferrocarriles, de Carnegie en el acero, Rockefeller en el petróleo o Morgan en la electricidad y las finanzas.

En Europa las condiciones de la desigualdad se han extendido en los últimos años por todas partes, excepto tal vez en Alemania. Así, el ritmo lento de la recuperación junto con el dogma del ajuste fiscal y su repercusión en el rezago de la demanda indican que la tendencia para ir cerrando la desigualdad es débil y que un cambio tardará aún mucho tiempo.

En las décadas recientes los inventos y sobre todo las innovaciones tecnológicas han creado enormes posibilidades de acumulación de riqueza y su concentración en ciertas empresas e individuos, como ocurre en el campo de Internet (Microsoft, Apple, Google, Facebook son algunas), en las nuevas formas de satisfacer la demanda del mercado (Amazon) y en el sector financiero con la exuberancia irracional. Hay diferencia entre este tipo de generación de actividad económica y la asociada con las fases de la industrialización, y eso tiene, igualmente, un papel en la forma como crea riqueza y se concentra.

Lo que no hay es una tendencia a que lo que se ha llamado la democratización de la tecnología, que por la vía de su consumo cierre la brecha de la desigualdad como se suponía en las teorías económicas de la mitad del siglo pasado. Tampoco sucede que la proporción de lo que se genera en una economía y que va al capital se estabilice y haya un mayor excedente para distribuir. Thomas Picketty, de la Paris School of Economics, ha mostrado que la parte del capital como proporción del ingreso nacional en Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania se ha elevado de modo casi constante desde la década de 1950.

Todo esto significa un cuestionamiento fuerte de las teorías en boga sobre las pautas del crecimiento económico y, también, de las políticas públicas. En la medida en que no hay trabajo suficiente, generación de ingreso sostenido y creciente, y oportunidades de acceso y participación que ensanche la movilidad de la población de la base pirámide de la riqueza, la desigualdad no puede atemperarse.

Zigmut Bauman se pregunta si la riqueza de unos pocos beneficia a todos. La cuestión es relevante. No se advierte que haya las formas de filtración o de escurrimiento que mitiguen la desigualdad. Pero se abre un tema interesante, pues ha habido insinuaciones de que el crecimiento del producto se asocia con la felicidad de la gente. La riqueza y el ingreso que de ella se derivan pueden hacer feliz a quien la tiene (y eso es bastante discutible), pero extender esto en términos sociales es demasiado e incluso absurdo. Otra vez, la distribución tiene mucho que ver con la decencia de una sociedad.

León Bendesky
La Jornada

lunes, 13 de enero de 2014

La baraja rota

Yo ya no sé si, entre el grueso de la población, muchos se acuerdan de cómo nos regimos, ni de por qué. Cuando se decide convivir en comunidad y en paz, se produce, tácitamente o no, lo que suele conocerse como “contrato o pacto social”. No es cuestión de remontarse aquí a Hobbes ni a Locke ni a Rousseau, menos aún a los sofistas griegos. Se trata de ver y recordar a qué hemos renunciado voluntariamente cada uno, y a cambio de qué. Los ciudadanos deponen parte de su libertad de acción individual; abjuran de la ley del más fuerte, que nos llevaría a miniguerras constantes y particulares, o incluso colectivas; se abstienen de la acumulación indiscriminada de bienes basada en el mero poder de adquirirlos y en el abuso de éste; evitan el monopolio y el oligopolio; se dotan de leyes que ponen límites a las ansias de riqueza de unos pocos que empobrecen al conjunto y ahondan las desigualdades. Se comprometen a una serie de deberes, a refrenarse, a no avasallar, a respetar a las minorías y a los más desafortunados. Se desprenden de buena parte de sus ganancias legítimas y la entregan, en forma de impuestos, al Estado, representado transitoriamente por cada Gobierno elegido (hablamos, claro está, de regímenes democráticos). Por supuesto, dejan de lado su afán de venganza y depositan en los jueces la tarea de impartir justicia, de castigar los crímenes y delitos del tipo que sean: los asesinatos y las violaciones, pero también las estafas, el latrocinio, la malversación del dinero público e incluso el despilfarro injustificado.

A cambio de todo esto, a cambio de organizarse delegando en el Estado –es decir, en el Gobierno de turno–, éste se compromete a otorgar a los ciudadanos una serie de libertades y derechos, protección y justicia. Más concretamente, en nuestros tiempos y sociedades, educación y sanidad públicas, Ejército y policía públicos, jueces imparciales e independientes del poder político, libertad de opinión, de expresión y de prensa, libertad religiosa (también para ser ateo). Nuestro Estado acuerda no ser totalitario ni despótico, no intervenir en todos los órdenes y aspectos ni regularlos todos, no inmiscuirse en la vida privada de las personas ni en sus decisiones; pero también –es un equilibrio delicado– poner barreras a la capacidad de dominación de los más ricos y fuertes, impedir que el poder efectivo se concentre en unas pocas manos, o que quien posee un imperio mediático sea también Primer Ministro, como ha sucedido durante años con Berlusconi en Italia. Son sólo unos pocos ejemplos.

Lo cierto es que nuestro actual Gobierno del PP y de Rajoy, en sólo dos años, ha hecho trizas el contrato social. Si se privatizan la sanidad y la educación (con escaso disimulo), y resulta que el dinero destinado por la población a eso no va a parar a eso, sino que ésta debe pagar dos o tres veces sus tratamientos y medicinas, así como abonar unas tasas universitarias prohibitivas; si se tiende a privatizar el Ejército y la policía, y nos van a poder detener vigilantes de empresas privadas que no obedecerán al Gobierno, sino a sus jefes; si el Estado obliga a dar a luz a una criatura con malformaciones tan graves que la condenarán a una existencia de sufrimiento y de costosísima asistencia médica permanente, pero al mismo tiempo se desentiende de esa criatura en cuanto haya nacido (la “ayuda a los dependientes” se acabó con la llegada de Rajoy y Montoro); es decir, va a “proteger” al feto pero no al niño ni al adulto en que aquél se convertirá con el tiempo; si las carreteras están abandonadas; si se suben los impuestos sin cesar, directos e indirectos, y los salarios se congelan o bajan; si los bancos rescatados con el dinero de todos niegan los créditos a las pequeñas y medianas empresas; si además la Fiscalía Anticorrupción debería cambiar de una vez su nombre y llamarse Procorrupción, y los fiscales y jueces obedecen cada día más a los gobernantes, y no hay casi corrupto ni ladrón político castigado; si se nos coarta el derecho a la protesta y la crítica y se nos multa demencialmente por ejercerlo …

Llega un momento en el que no queda razón alguna para que los ciudadanos sigamos cumpliendo nuestra parte del pacto o contrato. Si el Estado es “adelgazado” –esto es, privatizado–, ¿por qué he de pagarle un sueldo al Presidente del Gobierno, y de ahí para abajo? ¿Por qué he de obedecer a unos vigilantes privados con los que yo no he firmado acuerdo? ¿Por qué unos soldados mercenarios habrían de acatar órdenes del Rey, máximo jefe del Ejército? ¿Por qué he de pagar impuestos a quien ha incumplido su parte del trato y no me proporciona, a cambio de ellos, ni sanidad ni educación ni investigación ni cultura ni seguridad directa ni carreteras en buen estado ni justicia justa, que son el motivo por el que se los he entregado? ¿Por qué este Gobierno delega o vende sus competencias al sector privado y a la vez me pone mil trabas para crear una empresa? ¿Por qué me prohíbe cada vez más cosas, si es “liberal”, según proclama? ¿Por qué me aumenta los impuestos a voluntad, si desiste de sus obligaciones? ¿Por qué cercena mis derechos e incrementa mis deberes, si tiene como política hacer continua dejación de sus funciones? ¿Por qué pretende ser “Estado” si lo que quiere es cargárselo? Hemos llegado a un punto en el que la “desobediencia civil” (otro viejo concepto que demasiados ignoran, quizá habrá que hablar de él otro día) está justificada. Si este Gobierno ha roto el contrato social, y la baraja, los ciudadanos no tenemos por qué respetarlo, ni que intentar seguir jugando.

Javier Marías
El País