Hace unos 1.600 años, una tribu polinesia descubrió y colonizó la
isla de Pascua, a 3.700 kilómetros de Chile, sobre la que Kevin Reynolds
hizo una película en 1994 titulada Rapa Nui, en la que cuenta unos
hechos históricos discutibles, pero con un tema central bastante seguro:
la destrucción de los inmensos y ricos bosques de la isla por parte de
sus habitantes.
Al parecer, tal deforestación pudo ser consecuencia de la
construcción de enormes estatuas de piedra (moáis) de hasta ochenta y
cinco toneladas y once metros de altura, que llevaron a los aborígenes a
emplear una cantidad ingente de árboles como rodillos para el
transporte de las piedras y como palancas para su levantamiento. Los
habitantes de la isla de Pascua creían ser los únicos habitantes del
mundo y estar en el centro del universo (de hecho, llamaban a la isla Te
pito o te henua, que significa “el ombligo del mundo”) y seguramente se
sentían orgullosos de su obra: unas mil estatuas ciclópeas, de las que
aún podemos admirar hoy más de seiscientas.
Árbol a árbol, talando sin cesar sus bosques, fueron quedándose sin
fauna, sin flora y sin recursos. Con tal destrucción les llegó la
hambruna, dada la erosión del suelo y la falta de madera, de tal forma
que de 100.000 habitantes apenas llegaban después a 7.000. En Rapa Nui
no quedaron bosques, animales y apenas seres humanos, pero sobre todo
desapareció la identidad de un pueblo: la historia tiene de vez en
cuando silenciosos agujeros negros que engullen todo lo que encuentran
(en este caso, el pueblo y la cultura del pueblo de la isla de Pascua).
En otro orden de cosas, actualmente se está produciendo en nuestro
país un fenómeno análogo: en aras de la reducción de la deuda y del
déficit por orden de los dioses del mercado, se ofrece a la población
como única salida recortar uno a uno, gota a gota, árbol a árbol,
servicios básicos en educación, sanidad y otros ámbitos sociales,
necesarios para hacer realidad unos derechos fundamentales,
constitutivos del estado del bienestar. Como botones de muestra,
reducción o congelación del sueldo y horario del profesorado, ratio
alumnos/aula, personal de atención a la diversidad, refuerzo de la red
privada de enseñanza en detrimento de la pública, amnistía fiscal,
copagos en farmacia y atención sanitaria, rescates bancarios con el
dinero de todos, congelación de pensiones o subida de las mismas por
debajo del coste de la vida, precarización del contrato laboral,
reducción drástica salarial y de los derechos laborales…
Una sociedad puede colapsar también por puro embrutecimiento, por
simple alienación de sí misma. En la Ley de Murphy se aconseja que si se
está dentro de un agujero, se deje de cavar. Por lo mismo, si un país
está en crisis, económica o de cualquier otro tipo, no hay que ir
segando la hierba bajo los pies, talando árboles, perpetrando recortes.
La deuda pública española representa solo el 23% de la deuda nacional,
el resto corresponde al endeudamiento privado, principalmente de las
grandes empresas y entidades financieras. Sin embargo, el peso de las
medidas gubernamentales para atajar la crisis recae fundamentalmente
sobre la ciudadanía trabajadora y asalariada, así como en los millones
de desempleados, disparándose la diferencia entre una minoría muy rica y
los estratos sociales más crecientemente depauperados. También eso
conduce al colapso de un pueblo, al marasmo de su gente.
Dice el presidente del Gobierno español y del Partido Popular,
Mariano Rajoy, que “el crecimiento económico y la creación de trabajo”
exigen muchos sacrificios, pero el pueblo no atisba el menor brote verde
de crecimiento y de trabajo. Rajoy pide un acto de fe: el barco está en
grave peligro de hundirse, pero a medio o largo plazo todo quedará
solucionado. Es decir, espera que el pueblo se crea que vivirá pronto en
un paraíso de exuberante vegetación y riqueza, pero que de momento debe
aguantar que cada mañana vengan con la sierra mecánica a talar más
árboles.
Según el historiador británico Arnold J. Toynbee, la quiebra de una
civilización es producto principalmente del quebranto de lo que denomina
“minoría creativa”, la cual posee una visión de una nueva sociedad,
adecuada para hacer frente a las necesidades y los desafíos existentes, y
que va degenerando en una “minoría dominante”, que fuerza a obedecer a
la mayoría sin merecer ni justificar esa obediencia.
Pocos dudarán ya de que las soberanías nacionales están siendo
suplantadas por una minoría dominante, por una oligocracia económica,
financiera y especuladora, que, como en Rapa Nui, se cree el ombligo del
mundo, pero en realidad depreda y saquea el mundo con violencia y
destrozo. ¿Seremos capaces de destruir sus fábricas de máquinas
aserradoras y hacer frente a quienes están talando nuestros bosques
antes de que llegue la deforestación final?
Antonio Aramayona – ATTAC CHEG Aragón
El Periódico de Aragón
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