Los exasperados
ataques gubernamentales, mediáticos y judiciales contra los huelguistas del
pasado 29-M y el anuncio de medidas criminalizadoras de la protesta reflejan una
indudable deriva autoritaria de estos sectores. Pero también evidencian su inquietud
ante la creciente resistencia social y popular a la eliminación de unos derechos
y libertades arduamente ganados a la cultura política y jurídica franquista.
Conscientes
de que las últimas movilizaciones reflejan un malestar social que irá en
ascenso, el gobierno y sus aliados han desplegado una doble actitud frente a la
jornada. Para no alterar a los mercados y a las instituciones europeas, han
intentando minimizarla, resaltando la “normalidad” de la jornada y la escasa
efectividad de la huelga en los ámbitos más precarizados de la economía. Al
mismo tiempo, han exagerado y distorsionado los disturbios producidos,
proyectando una imagen de caos y violencia que autorice una mayor dureza
punitiva de cara al futuro. En una complicidad que evoca momentos turbios de la
historia, el ministro del interior del Partido Popular, Jorge Fernández Díaz, y
su homólogo en Catalunya, Felip Puig, denunciaron de consuno que el 29-M se había producido un “salto cualitativo”.
Dicho salto no radicaba, obviamente, en las masivas y pacíficas manifestaciones
de la tarde, sino en el “vandalismo callejero” a cargo de unos grupos “antisistema”
integrados cada vez más por “extranjeros” y mirados con “simpatía” y “connivencia”
por muchos intelectuales y políticos.
Esta construcción
xenófoba de un enemigo ajeno al país, apoyado por críticos frívolos carentes de
todo realismo, tiene desde luego su sentido. De entrada, sirve para desviar la
atención sobre los nuevos recortes de derechos exigidos por el Directorio
europeo y que tanto por el gobierno español como por el catalán están
dispuestos a aplicar con obediencia, resignando blandamente toda flama patriótica.
Pero sobre todo, contribuye a crear un clima de alarma social favorable al
anuncio o la adopción de medidas de “mano dura” contra quienes se resistan a
plegarse al curso de las cosas: desde la limitación de los piquetes
informativos y del derecho de manifestación, hasta la exigencia de una mayor
contundencia policial y judicial contra violentos reales o imaginarios, pasando
por la asimilación de las protestas a conductas terroristas o
proto-terroristas.
Como es
usual, tanto el diagnóstico de los hechos como la terapia exigida parten de una
descripción deliberadamente distorsionada del fenómeno de la violencia. Ante
todo, porque pretende que la precarización, los desalojos, los recortes
sanitarios, educativos y salariales, el aumento en los precios del transporte público,
la asunción pública de la deuda privada de grandes empresas y entidades
financieras, o los privilegios otorgados a los evasores fiscales, no sean
vistos como un obsceno ejercicio de violencia pública y privada sobre gran
parte de la población, sino como medidas técnicas, como la única alternativa
para obtener financiamiento externo y evitar el rescate. Lo cierto, sin
embargo, es que hasta los propios miembros del gobierno comienzan a reconocer
que dichas medidas no han beneficiado a la mayoría de la población o a la
recuperación económica ni lo harán en el futuro inmediato. Por el contrario, han
ahondado el clima recesivo, han colocado a los más jóvenes en una situación inédita
de vulnerabilidad (el desempleo juvenil superó en febrero el 50%) y han
condenado a miles de personas a la exclusión, la depresión y a enfermedades físicas
y mentales de diferente tipo. No es extraño, de hecho, que estas políticas se
hayan impulsado de manera furtiva, bordeando el delito y en contra, a menudo,
de la legalidad internacional y europea en materia de derechos humanos, así
como de la propia Constitución española, modificada sin sonrojo para garantizar
la “prioridad absoluta” del pago de deuda a los acreedores. En realidad, la
reciente reforma laboral podía verse como el último capítulo, acaso uno de los
más flagrantes, de una larga serie de ilegalidades denunciadas por la sociedad
civil y constatadas, cada vez más, por diferentes órganos institucionales [1].
A pesar de
la evidencia, el establishment mediático
no ha tenido el menor empacho en presentar la huelga como humus propicio para
la proliferación de burócratas y vándalos. Es verdad que los secretarios
generales de CCOO y UGT pudieron explicar sus razones en diferentes platós de
televisión. Sin embargo, sus puntos de vista recibieron una cobertura marginal
en relación con la que recibieron los partidarios de la reforma, y no hay por
qué suponer que reflejaran los puntos de vista de todas las personas trabajadoras
o de los cinco millones que ni siquiera tienen
un empleo. Esta asimetría informativa y la diferente capacidad de expresión de
unos y otros explican, en todo caso, que la presidenta de la Comunidad de Madrid,
Esperanza Aguirre, se permitiera deslizar, sin contención alguna, que las
huelgas constitucionalmente amparadas eran actos ilegales, o que el periodista Federico Jiménez Losantos pidiera directamente que la policía arrollara a los
piquetes [2].
De la misma
manera, el contexto de precariedad creado permitió a muchos empresarios exigir
a sus trabajadores que declararan días antes, ante sus jefes y compañeros, si
pretendían acogerse o no al derecho a la huelga. En un ordenamiento jurídico
medianamente razonable, estos auténticos piquetes coactivos deberían haber sido
objeto de las sanciones que el art. 315.1 del Código penal prevé para quienes “mediante
engaño o abuso de situación de necesidad impidieren o limitaren el ejercicio de
la libertad sindical o el derecho de huelga”. Lo que ocurrió, no obstante, fue
lo contrario. El apartado 3 de dicho artículo, un precepto heredado de la
legislación franquista y mantenido por el llamado Código de la democracia de
1995, se invocó contra los trabajadores y manifestantes, y sirvió, al igual que
los delitos de desórdenes públicos y atentados contra la autoridad, para
detenerlos y encarcelarlos de forma arbitraria [3].
Durante
las primeras horas de huelga, un empresario hotelero de Torrelavega atacó con
un puñal a una trabajadora de CC.OO que formaba parte de un piquete informativo.
La agresión le produjo un golpe en la frente y dos cortes, uno en la mano
derecha y otro en la nariz, por los que recibió trece puntos de sutura. El
empresario, vitoreado en más de un medio de comunicación, fue detenido y liberado
poco después, sin que la Fiscalía solicitara ninguna medida más. Muy diferente
fue la suerte de tres jóvenes manifestantes detenidos y encarcelados esa misma
mañana, acusados de cruzar contenedores en la calle, quemarlos y cortar el tráfico,
delitos por los que ni siquiera hubieran tenido que entrar en prisión. Dos de
ellos eran estudiantes y no tenían antecedentes penales. El tercero había
participado en las protestas ante el Parlamento catalán del 15 de junio pero no
había sido juzgado aún. Ninguno pudo participar en los incidentes más graves
que se vivieron por la tarde en la ciudad y que acabaron con 80 heridos. A
pesar de ello, la magistrada que instruía el caso decidió, a instancias del
fiscal, dictarles prisión preventiva. Para justificar su decisión alegó que podían
reincidir en otras citas de riesgo, como el día del Trabajador, la reunión del
Banco Central Europeo prevista el 3 de mayo o el partido de fútbol entre el FC
Barcelona y el R.D. Espanyol.
Este doble
rasero, claramente contrario a la presunción de inocencia y al propio ejercicio
del derecho de huelga y de manifestación, refleja la escasa predisposición garantista
de buena parte de los fiscales y jueces penales y su tendencia a tratar la
violencia física sobre una huelguista o sobre un manifestante con mucho menos
severidad que la ejercida sobre un contenedor o que un corte de calles. En todo
caso, es evidente que este tipo de decisiones sería impensable sin el clima de
alarma generado por unos medios que se centran sin pudor en los hechos violentos generados por los manifestantes, al tiempo
que quitan toda responsabilidad a las brutales intervenciones policiales que
los azuzan y que acaban afectando a quienes no intervienen en ellos. El 29-M,
de hecho, la policía catalana recurrió a gases lacrimógenos, un arma que no se utilizaba hace 16 años.
A resultas de la violencia policial, dos personas tuvieron que ser operadas de
urgencia del bazo y otras dos recibieron impactos de balas de goma en un ojo,
con altas probabilidades de pérdida de visión. En total, el servicio de
emergencias médicas atendió a unas 80 personas, de las cuales 23 fueron
derivadas a diversos hospitales [4].
Ninguno de
estos hechos, sin embargo, impidió al ministro Fernández Díaz anunciar con
afectado aire marcial que su prioridad era impulsar antes de junio una reforma
del Código Penal que igualara las penas de la “kale borroka” con las de la “guerrilla
urbana” aumentando de uno a dos los años de prisión. Esto permitiría a Fiscalía
solicitar medidas de prisión provisional y a los jueces acordarlas. El
consejero catalán Felip Puig, partidario de ir “más allá de la ley” si fuera
necesario, no tardó en plegarse. Su instinto nacionalista le llevó a
distanciarse de la equiparación del “vandalismo catalán” con el “terrorismo
vasco”, pero no tuvo empacho en defender la aplicación de penas equivalentes. En
la rueda de prensa posterior a la reunión del Consejo de Gobierno, Puig se
envalentonó y propuso una andanada de medidas pensadas para afrontar la nueva
hipótesis de conflicto: más unidades antidisturbios, cámaras de vídeovigililancia
en los espacios públicos donde se convocan la mayoría de concentraciones, designación
de un fiscal especializado en “guerrilla urbana”, apertura de un sitio web en
el que los “ciudadanos” puedan delatar a los “antisistema”, reformas a la ley
de enjuiciamiento criminal para que se puedan aplicar a los “radicales” órdenes
de alejamiento y trabajos en beneficio de la comunidad, revisión de leyes como
las de reunión y seguridad pública para tipificar la ocultación de la identidad
o la posesión de elementos de riesgo cuando se participa en las protestas públicas.
Estos anuncios
encierran una buena dosis de cinismo y populismo pour la galerie. Intensificar la vigilancia sobre manifestantes y
exigirles ir a cara descubierta resulta una propuesta hipócrita en boca de un conseller que ha boicoteado de manera
indisimulada los controles garantistas sobre las fuerzas de seguridad, desde la
existencia de cámaras en las comisarías, hasta el deber de los antidisturbios ir debidamente identificados durante las
manifestaciones. También queda por ver cómo piensa financiar estas políticas un
gobierno que hace poco fue abucheado por los propios Mossos d’Esquadra, que
llegaron a encerrarse en comisarías para protestar por sus recortes salariales.
Lo cierto, en cualquier caso, es que las propuestas securitarias del PP y de
CiU reflejan una deriva cada vez más autoritaria reñida con el ejercicio de
libertades básicas y muy poco sensibles al malestar social que comienza a
extenderse en la sociedad. Lo admita o no el gobierno, el 98,8 por ciento de
las manifestaciones del 29-M transcurrieron de manera pacífica y exhibieron una
paciencia social admirable si se consideran los datos objetivos de la situación
económica. Es verdad que los actos de violencia, sobre todo en Barcelona,
crecieron. Pero reducirlos a simple “vandalismo” es una perspectiva errónea,
que explica muy poco lo sucedido. Como el propio gobierno ha reconocido, el
grueso de estos actos consistió en pintadas contra las entidades financieras y
en quemas de contenedores realizadas con el objeto de interrumpir el tráfico.
No se trató, por tanto, de simple “gamberrismo” aislado e indiscriminado, sino
de acciones limitadas que perseguían un objetivo claramente político: llamar la
atención del resto de la población y lanzar un mensaje sobre los causantes
reales de la vulneración masiva de derechos que se está produciendo.
Estas
acciones pueden criticarse desde muchos puntos de vista. Pero es inadmisible
hacerlo sin tener en cuenta algunos aspectos básicos. Ante todo, que la huelga
es un derecho fundamental con un componente intrínsecamente conflictivo, que no
por casualidad recibe en el sistema constitucional una protección prevalente a
la de otros como la libertad de empresa o como el derecho a circular durante un
lapso de tiempo razonable (ver, por ejemplo, la Sentencia 80/2005 del tribunal
constitucional). Esto quiere decir que dentro del respeto al principio de
intervención mínima y para evitar la punición de ilícitos de bagatela, solubles
en el marco de la legislación laboral, ha de evitarse, ya en sede legislativa,
la tentación de reprimir penalmente los supuestos de intimidación moral sobre
quienes no quieren iniciar o continuar la huelga, como también advertía el
tribunal constitucional en su sentencia 254/1988. Por otro lado, el juicio
sobre el tipo de conflictividad y los desórdenes que la huelga o la protesta puedan
generar no puede deslindarse de la violencia provocada por otros agentes con
una mayor posición de fuerza, como los propios empresarios o como la policía,
proclive a utilizar técnicas de infiltración que no pocas veces tienen por
objeto azuzar a los propios manifestantes. Finalmente, es obvio que muchos de
los disturbios producidos el 29-M están estrechamente vinculados a un escenario
feroz de precarización y de recortes de derechos, en el que acceso a los medios
masivos de comunicación de los grupos más perjudicados, como los jóvenes, es
notablemente restringido. Una visión garantista de la libertad de expresión y
de la doctrina del foro público, con un fuerte arraigo, por ejemplo, en la
jurisprudencia norteamericana, obligaría a tener en cuenta estos elementos a la
hora de abordar estos desórdenes, sobre todo en el ámbito penal [6].
Nada de
esto supone, obviamente, justificar lo injustificable u otorgar una carta
blanca a cualquier acto violento. Por el contrario, son múltiples las razones
que existen, en un contexto como el actual, para defender formas de protesta
creativas y no violentas: desde su carácter más respetuoso con los derechos y
puntos de vista de los demás, sean críticos o no, hasta su capacidad para
generar masividad y atraer a grupos de edad variados y plurales, pasando por su
mayor efectividad para dejar en evidencia la violencia arbitraria del poder. En
todo caso, esta defensa de la no violencia no puede hacerse desde un limbo,
desconociendo, como ya está ocurriendo en Grecia, la existencia de situaciones extremas
que empujan a los más vulnerables a formas desesperadas de protesta y de
expresión del malestar [6].
En un
intento torpe de exhumar las conspirativas teorías del terrorismo y su entorno,
el ministro Fernández Díaz y el conseller Felip Puig pretenden reducir el
enorme drama social producido por las políticas en curso a un simple capricho
de jovencitos “antisistema” que actúan con “impunidad” gracias a una “mal
entendida cultura de la permisividad y la tolerancia” y a la “connivencia” de muchos
“intelectuales y políticos”. Lo cierto, sin embargo, es que son los propios
poderes públicos y los poderes privados a los que amparan los que, de manera
impune, han decidido desconocer de manera abierta el sistema de derechos y
garantías con los que en teoría se han comprometido y a los que no dudan en
apelar para atribuirse legitimidad. Cuando esta auténtica actitud “antisistema”
se convierte en regla, y cuando los propios responsables insisten en que no se
moverán un ápice de su posición porque las políticas que aplican les vienen dadas
de espacios que ni siquiera cuentan con legitimidad electoral, la protesta en
la calle y en las plazas se convierte en la última trinchera de defensa de una
legalidad garantista constantemente atacada [7]. Tras las elecciones en Andalucía
y Asturias, y sobre todo después de la jornada del 29-M, esta línea defensiva,
democrática, se ha ampliado y se ha vuelto más plural. Protegerla contra la
fragmentación y la criminalización, y darle dimensión europea, sigue siendo una
de las tareas vitales del momento.
NOTAS: [1] El Consell de Garanties Estatutàries
de Catalunya, por ejemplo, ha considerado inconstitucionales al menos
dos artículos del decreto ley de la reforma laboral impulsada por el
Gobierno, vinculados con la modificación sustancial de las condiciones
de trabajo y con el derecho a la negociación colectiva. En realidad, el
Consell de Garanties, si bien de manera tímida, ya
había apuntado en un dictamen anterior la posible inconstitucionalidad
de algunos recortes sociales impulsados por el gobierno catalán. Para
hacerlo, tuvo en cuenta el principio de no regresividad arbitraria en
materia de derechos, un principio, en realidad, consagrado tanto por el
Tribunal Europeo de Derechos Humanos como por el propio Comité de
Derechos Económicos Sociales y Culturales de Naciones Unidas [2]
Algunos de estos hechos fueron apuntados por Juan Carlos Monedero en
una incisiva nota de reacción a la criminalización de los huelguistas
aparecida en su blog www.comiendotierra.es [3] Como
recuerdan Antonio Baylos y Juan Terradillos, el actual art. 315.3 CP
proviene del antiguo artículo 496 del viejo Código Penal, introducido
precisamente en medio de la transición política, a través de la reforma
del Código Penal producida en julio de 1976. El objetivo declarado de
la norma era el de "hacer frente a la creciente actividad agresiva de
grupos organizados que se autodenominan piquetes de extensión de
huelga". Bajo ese eufemismo, el objetivo que se buscaba era la
intimidación de las organizaciones sindicales –entonces todavía
clandestinas, recuérdese que la Ley de Asociación Sindical es de abril
de 1977 – y de los trabajadores más activamente comprometidos con ellas y
especialmente reivindicativos, en la organización y desarrollo de los
piquetes de huelga. Vid.http://www.uclm.es/organos/vic_investigacion/centros/celds/LEGISLACION%20Y%20JURISPRUDENCIA/NOTA%20SOBRE%20EL%20ART315.pdf [4] La
arbitrariedad policial se prolongaría durante los días siguientes. En
ocasión de una protesta convocada frente a la prisión para reclamar la
libertad de algunos de los detenidos, José Miguel Esteban Lupiañez, un
hombre con discapacidad física, fue detenido mientras circulaba en
silla en ruedas. Un agente antidisturbios subió a la acera y luego de
golpearlo lo cargó, sin silla, dentro de una furgoneta policial. El
detenido fue trasladado a la comisaría de Les Corts,
donde varias personas tuvieron que llevar la silla de ruedas. Pasadas
las 11 de la noche, siete personas acudieron al juzgado de guardia de
la Ciudad de Justicia para interponer denuncia contra la policía
autonómica por los hechos presenciados. Una vez interpuesta la
denuncia, el juez de guardia les comunicó que requeriría a los Mossos
las llaves de la casa del detenido para que su compañera, que estaba
sola en casa y padecía una grave enfermedad terminal, pudiera ser
atendida por un enfermero. [5] Sobre esta
jurisprudencia, y en general, sobre los diversos argumentos que abonan
la consideración del derecho a la protesta como "el primer derecho",
vid. el excelente trabajo de Roberto Gargarella, El derecho a la protesta, Ed. Ad Hoc, Buenos Aires, 2005 [6]
Cualquier reflexión sobre la violencia y la no-violencia está obligada
a confrontarse, al menos, con el mensaje dejado por el jubilado griego
de 77 años que se suicidó frente al Parlamento para no verse obligado a
sobrevivir rebuscando en la basura: "El Gobierno de ocupación de
Tsolakoglou [en analogía al gobierno colaboracionista nazi durante la
segunda guerra mundial] ha reducido a la nada, literalmente, mi
capacidad de supervivencia, que dependía de una respetable pensión que,
durante más de 35 años, yo solo (sin contribución del estado) he
pagado. Dado que tengo una edad en la que ya no tengo el poder de
resistir activamente (aunque, por supuesto, no descarto que, si
cualquier griego hubiese empuñado un kalashnikov, yo
habría sido el segundo en hacerlo), no encuentro otra solución para un
final digno antes de que me vea reducido a hurgar en la basura para
alimentarme. Creo que los jóvenes sin futuro tomarán las armas algún
día y colgarán a los traidores nacionales en la Plaza de la Constitución
[Plaza Syntagma], igual que los italianos colgaron a Mussolini [en la
Piazza Poreto de Milán]" [7] Esta idea de un derecho a la resistencia constitucional y garantista ha sido lúcidamente defendida por Ermanno Vitale en Defenderse del poder. Por una resistencia constitucional, Trotta, Madrid, 2012.
Gerardo Pisarello es jurista y miembro del Comité de Redacción de Sin Permiso. Jaume Asens
es abogado miembro de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados
de Barcelona. Ambos integran el Observatorio de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales de Barcelona y son autores de No hay derecho(s). La ilegalidad del poder en tiempos de crisis, Barcelona, Icaria, 2012.
Sin Permiso
No hay comentarios:
Publicar un comentario