La idea de bien común, asimilable a la de interés general, está
presente en la teoría política desde la antigua Grecia. Parte de un
presupuesto antropológico previo, la igualdad de los seres humanos. En
la medida en la que los seres humanos somos iguales en naturaleza,
tenemos intereses compartidos que desembocan en un bien común. El
discurso de la Modernidad, al menos de la Modernidad dominante de los Descartes, Kant o Hegel,
desde una posición también de defensa de una esencia humana compartida,
reafirma esta idea de un bien que es común para toda la sociedad,
entendida, a la manera liberal, como agregado de individuos iguales.
Este presupuesto teórico dominante durante siglos en nuestra cultura
se ha convertido en un lugar común casi incuestionable en el discurso
político sistémico. Así, es preceptiva, para todo gobernante la
declaración de que ejerce su acción en busca del bien común. Cualquier
medida que se adopte lo será siempre en defensa del bien común. La
profunda agresión que el gobierno de Partido Popular está perpetrando
contra la ciudadanía es también justificada apelando al bien común, a
los intereses del país. Claro que, en algunos casos, resulta
tremendamente complicado entender cómo el deterioro de los servicios
públicos más básicos, como la sanidad y la educación, puede formar parte
de un proyecto tendente al bien común.
EN REALIDAD, la cuestión tiene bastante de teórica, pues el bien
común no es sino una construcción ideológica que pretende camuflar la
diversidad de intereses que atraviesan las sociedades. Frente a esa idea
de igualdad de los seres humanos que han defendido las filosofías
dominantes desde la antigüedad, hay otra tradición, que nace con los
sofistas, con Epicuro y Lucrecio, se desarrolla con Spinoza
y que, desde presupuestos materialistas, teoriza el carácter
diferencial de los seres humanos. Esa tradición desemboca, en los siglos
XVIII y XIX en una serie de filósofos, con Marx a la cabeza, que
subrayan la diferencia de los intereses de los individuos en función de
su posición social. De manera muy esquemática, argumentan que no son los
mismos los intereses del amo y del esclavo, del señor y el siervo de la
gleba, del capitalista y el trabajador. Y así describen la sociedad no
como un lugar uniforme, sino atravesado por intereses diversos, en
ocasiones contrapuestos. Desde esta perspectiva, el pretendido bien
común no es sino una construcción, una estrategia de quienes ostentan el
poder para gobernar en función de sus intereses presentándolos como si
fuesen de todos. Me parece que no hay descripción más ajustada de lo que
está sucediendo, pues resulta evidente, por poner un ejemplo, que el
interés del banquero no es el mismo que el de la ciudadanía de a pie.
Incluso podríamos decir que son contrarios, pues al beneficiar a la
banca, los Estados no están haciendo sino debilitarse a sí mismos. La
teoría de que si a los poderosos les va bien al resto nos irá bien, pues
podremos mantenernos con las migajas de su banquete, se ha mostrado,
además de tremendamente injusta, falsa.
EL CAPITALISMO es una teoría política solo construible desde el
desprecio a la mayoría social. Incluso cuando funciona más o menos bien
lo hace para un porcentaje ínfimo de la población mundial y, por sus
propios presupuestos, no puede ser desarrollado sin generar una profunda
brecha social. Esa brecha social, esa falla geológica y política que
creíamos alejada de nosotros, está resquebrajando la tierra bajo
nuestros pies. Y la solución de los políticos sistémicos, que, como el
mono ese que se tapa los ojos, las orejas y la boca, se niegan a mirar a
la realidad cara a cara y se refugian en construcciones teóricas
obsoletas, consiste en seguir alimentando a la Bestia, inmolándole cada
vez mayores cantidades de euros, más servicios sociales, más, en última
instancia, seres humanos. Con los resultados que constatamos día a día:
nada de nada.
Frente a ese inexistente bien común, que camufla el interés de los
poderosos, sí que es posible detectar, describir, teorizar y buscar, el
bien de la mayoría. No se trata de reformar el sistema, pues sus
presupuestos lo hacen inviable. Las reglas del juego están hechas para
beneficiar a los menos, por lo que no cabe más que crear otro juego, con
otras reglas. Se trata de construir un nuevo sistema que parta de esa
idea de la mayoría, que busque el beneficio de los más y no tema, para
ello, enfrentarse a los menos. La crisis nos coloca ante esa disyuntiva.
Solo la potencia de la ideología puede mantener viva esa idea del bien
común, el análisis de la realidad nos coloca ante un profundo conflicto
de intereses entre los pocos, muy pocos, y los muchos. La historia de la
humanidad es la de ese conflicto, en el que, casi siempre, los menos se
han impuesto a los más, argumentando, en ocasiones, que representaban a
todos. Ese todos, el bien común, es irreal, falso, ideológico. Pero sí
que hay una amplísima mayoría que puede construir una nueva realidad a
partir de sus intereses colectivos. Ahora bien, para ello hay que
arrancarles los privilegios, y el dominio del pensamiento, la economía y
la política, a aquellos que controlan el sistema.
Juan Manuel Aragüés es Profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.
El Periódico de Aragón
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