Querida Real Academia Española:
En su diccionario de la lengua española, he visto que define usted la
“revolución” como un “Cambio violento en las instituciones políticas,
económicas o sociales de una nación”. Dado que el mundo vive una época
de profunda crisis de civilización con signos persistentes de revueltas
históricas e innovadoras frente al orden establecido, permítame que le
sugiera algunas actualizaciones a sus definiciones.
La revolución es un sueño, una esperanza. Antes de
llegar a ser cambio social o institucional, la revolución es primero un
viento que recorre nuestros sueños y nuestras mentes: el de un futuro
cercano o lejano, diferente y mejor, para nosotras, las generaciones
futuras, los países del Sur, la naturaleza y sus seres vivos. Es una
parcela de intimidad personal y colectiva que los poderes mercantiles o
institucionales no nos pueden extirpar. Es una válvula de escape que
potencialmente salta al mundo material como una chispa que enciende
nuestros gritos de indignación y reafirma nuestra dignidad. Es el primer
paso hacia la esperanza, la utopía concreta, es decir en tiempos grises
una locura razonable.
La revolución es una incógnita necesaria. Seamos
sinceros y reconozcámoslo, no sabemos cómo hacer la revolución. De
hecho, ¿lo hemos sabido alguna vez? No hay manual ni escuela de la
revolución, aún menos leyes naturales. La revolución no está escrita ni
predeterminada y no responde a ninguna ciencia, aún menos en la era de
la impredicibilidad causada por la crisis ecológica. Según cuáles sean
las condiciones iniciales, nuestros propios actos y las reacciones
hostiles, podrá cobrar una forma u otra y podrá conocer un periodo de
transición tan largo como lo fue la sustitución del mundo feudal por el
capitalismo. En un mundo altamente complejo e interrelacionado, su
práctica es una constante búsqueda y aproximación, crítica y
autocrítica, llena de errores y aprendizajes, un “caminar preguntando”
como dicen los zapatistas. A menudo, ni siquiera sabremos si han sido
exitosas nuestras pequeñas y grandes revoluciones. Quizás lo sepan las
generaciones futuras, a la larga, cuando se den la vuelta y escruten la
tortuosa senda trazada por el homo y la femina revolucionarius del
siglo XXI. Sin duda, esta incertidumbre da vértigo. A su vez el vértigo
nos confiere la humildad necesaria para imaginar, lejos de cualquier
pureza y verdad absoluta, estrategias correctas.
La revolución es un poder-hacer. Tomemos el poder,
sí, pero no cualquier poder: el poder de hacer y de ser autónomos como
sujetos y comunidades. No tendría que ser un poder de control sobre
alguien, ni una sustitución de una imposición por otra, ni tampoco solo
una lucha por el poder institucional. Se trata más bien de un
empoderamiento personal y colectivo desde abajo: del hombre que aprende a
coser, de la mujer que decide parir en casa, de un grupo de amigos que
ocupan y cultivan un huerto en plena ciudad, de una red que implanta una
moneda social, de las personas trabajadoras que transforman su fábrica
en cooperativa, de los que luchan en contra de la privatización del agua
o de los indignados del 15-M que organizan sus asambleas de barrio. Es
una apuesta incierta pero decidida, individual o colectiva, local o
global, pacífica y ética, para tomar las riendas de nuestras vidas y del
gobierno de lo común. Dentro de un proceso constituyente consciente y
subversivo, es un movimiento constante para dejar de producir injusticia
e insostenibilidad y una iniciativa permanente para construir ahora y
aquí justicia social y ambiental. Como decía Paul Éluard, “otro mundo es
posible y se encuentra en este”.
La revolución es grietas. Imagínense una capa de
hielo cubriendo un lago de posibilidades y que gritemos tan fuerte que
el hielo comienza a agrietarse, rápida o lentamente, de forma
imperceptible o explosiva. Imagínense que todas estas grietas pequeñas o
masivas lleguen a encontrarse y rompan la capa para dejar ver el lago.
En estas brechas fractales, se encuentra lo que algunos socialistas
minoritarios y la mayoría de los ecologistas llaman el “reformismo
radical” o la “revolución lenta”, esta política de los pequeños —y a
veces grandes, ¡por qué no!— pasos con objetivos radicales. Es una
apuesta por una multitud de microrrupturas pero que, a diferencia de
Holloway quién teoriza el agrietamiento del capitalismo, no tendría que
rechazar a priori y según la realidad socio-política ninguna
vía de acción como puede ser la institucional, siempre y cuando ésta
esté sujeta a la estrategia del poder-hacer y de sus gentes y
colectivos.
La revolución pertenece a la gente común. Para crear grietas, no hace falta vanguardias,
ni élites profesionalizadas que hablan en nombre del pueblo pero sin el
pueblo. La gente común en su diversidad es la condición sine qua non de
la revolución. Sus actos de rebeldía diarios, no mediatizados,
posibilitan la hegemonía cultural que tanto alababa Gramsci. ¿No nos
dice Eduardo Galeano que mucha gente pequeña en lugares pequeños
haciendo cosas pequeñas puede cambiar el mundo? Sí, al mismo nivel y
juntas —de una forma u otra— con aquellas personas y organizaciones que
alientan huelgas generales, del consumo o de los cuidados. ¡Rompamos de
una vez la división entre activistas y no activistas, de entre los que
han visto la luz y las masas ignorantes! Todas y todos somos gente común
con capacidad transformadora y con algo que enseñar a los demás. No
busquemos por tanto un sujeto revolucionario único y homogéneo, mítico y
inaprensible. Con empatía y modestia, ampliemos nuestra mirada al
“mundo de los mundos” y, como les llama Lipietz, a todas las y los
“artesanos e ingenieros de la felicidad”. Allí fuera está la multitud de
actores y actrices, organizados o no, que, sin ni siquiera a veces
reconocerse como tal, son las semillas del cambio y que ya practican a
diario otros mundos posibles de forma ruidosa o silenciosa.
La revolución es red. Sin duda, para construir en
positivo, perdurar y también superar las contra-revoluciones de todo
tipo, esta multitud y estas grietas tienen que saber y poder confluir,
de forma puntual y a más largo plazo. La revolución será una red de
revoluciones, que teje —entre etiquetas y estructuras tradicionales muy
variadas— relaciones sociales y solidarias, alianzas temáticas, espacios
de diálogo y puntos de encuentro entre nodos de resistencia y de
alternativas. Sin unitarismo exacerbado y hegemonías asfixiantes, es una
sed de cooperación y de apoyo mutuo, combinando flexibilidad y
estabilidad, llena de inteligencia colectiva y de horizontalidad. Es una
red de redes que hace de la resiliencia un factor clave de su éxito
para tener, desde abajo y su radicalidad democrática, capacidad de
adaptarse a los probables cambios profundos y bruscos de nuestro entorno
social, institucional y natural. Dicho de otro modo, un ecosistema
revolucionario —descentralizado, interconectado y biomimético— basado en
la promoción de lo común y respetuoso de la pluralidad y singularidad
de sus componentes.
Querida compañera académica, espero que mis apuntes le sean de
utilidad para la revisión de su obra lingüística. Sin más, le saluda un
lector asiduo.
Florent Marcellesi es activista ecologista e investigador, miembro de Equo.
Público.es
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