viernes, 4 de mayo de 2012

Laicismo es libertad...

… y la libertad se construye con nuestras acciones y opciones cotidianas. No es un supuesto bien social, político o cultural instalado de forma definitiva en nuestras sociedades. Se construye mediante el pensamiento libre, la reflexión coherente, la afirmación contundente y nítida de nuestro derecho a una vida libre y digna, y mediante la acción pública. La acción política, en el sentido más genérico —o aristotélico, si así os parece— del término. Libertad para que los seres humanos podamos acceder a la realización de aquello que nos haga ser felices, sin obstaculizar ni impedir que los demás seres humanos también lo hagan. Queda claro, entonces, que esto de la libertad no es tan sólo un supuesto “negativo” de ausencia de coerción, sino que es, también, una aplicación “positiva” de nuestra capacidad para convertir en realizaciones factuales nuestros derechos. Y, para ello, es preciso que no existan condicionantes ni limitaciones apriorísticas, ni que algunos tengan —o crean tener— más derechos y menos deberes que otros.

El laicismo, entendido como la fundamentación de la absoluta libertad de conciencia para todos, que hace posible la ausencia de criterios que deban ser asumidos acríticamente como verdades finalistas, constituye un núcleo —creo que insustituible— para que, desde la libertad completa de conciencia, pueda llegarse a la libertad efectiva en nuestras vidas. Los planteamientos antisociales, destructores de las mínimas cotas de bienestar que tanto habían costado construir, propios de la versión más salvaje del capitalismo financiero contemporáneo, y la mentalidad restrictiva, anclada en los esquemas del más rancio conservadurismo clerical, propios de una de las peores derechas del mundo —la española, el Partido Popular— atacan frontalmente ese derecho. Atacan e intentan impedir el ejercicio de la libertad efectiva en nuestras vidas. Podrían ser creyentes o practicantes en lo que consideraran oportuno, pero sin agredir al personal. Podrían creer que la única ley económica es la de la selva, que el sexo es únicamente un mecanismo concebible —precisamente— para la reproducción, que no hay más que una verdad, que los depositarios de esa verdad tienen legitimidad para impartirles doctrina, pero no tienen por qué hacernos cargar a los demás con las consecuencias. La causa de todo ello es la ausencia de laicidad, la falta del componente laico en la base constitutiva de nuestra sociedad y de sus instituciones públicas. Ninguna opinión laica les niega su derecho a someterse a códigos de conducta, personal y privada, de carácter más o menos sadomasoquista, pero sí les niega que ello deba ser extensible al resto de los miembros de la sociedad.

La amenaza flagrante contra los derechos sociales y las libertades civiles que se habían ido adquiriendo en España en los últimos tiempos —facilidad para el divorcio en caso de mutuo acuerdo, la custodia compartida, ley de plazos para ampliar el derecho a la salud sexual y la reproducción, investigación con células-madre contra enfermedades degenerativas, igualdad de trato jurídico independientemente de la orientación sexual de las personas, dependencia, ampliación del derecho a la educación y educación para la ciudadanía, ley de igualdad, regulación de espacios de culto...—, y que constituían medidas de cierto avance (siempre insuficiente, no obstante) hacia una mayor civilidad democrática y unas mínimas cotas de racionalidad democrática, pueden verse completamente revertidas por la ofensiva neoclerical que se desprende de las propuestas que se están efectuando en los ámbitos de la educación, la salud, el bienestar social, la administración de justicia, y, obviamente, el económico y laboral, que tampoco es ajeno al mismo tipo de fundamentaciones dogmáticas.

En el actual gobierno del PP se junta lo peor de cada casa: fundamentalismo de mercado, en su peor versión, y fundamentalismo filosófico-religioso. No es casual el grado de satisfacción y contento de banqueros y obispos católicos con sus medidas. Comparten la misma fe, en sus dos versiones. Han hecho lo que han podido para bloquear los tímidos avances anteriores, han contribuido a lo que se nos viene encima y se han beneficiado frívolamente del desgaste y de la crisis para echarnos más crisis, menos libertades, más doctrinarismo. Frente a ambos dogmas, necesitamos con urgencia un mínimo de oxigenación. Para poder vivir, debemos poder respirar. Un compromiso con la laicidad es, ya, cuestión de supervivencia...

La autodeterminación de las personas, de todos y cada uno de los individuos, su derecho a acceder al espacio público y a los elementos configuradores de los derechos a satisfacer las expectativas de una vida digna —salud, vivienda, educación, seguridad, trabajo— están, ineludiblemente, vinculados a la existencia de una sociedad en la que no existan impedimentos ni represiones para el desarrollo de la libre conciencia, en la que no haya sometimiento de ninguna persona hacia ninguna otra en virtud de una u otra relación de poder. La laicidad —el laicismo— es, pues, el nervio, el sustrato y el vehículo mediante el cual los individuos pueden asumir la libertad que les capacita para elegir sus propios caminos hacia la felicidad. Y es la clave de bóveda de una sociedad que garantice ese derecho, que otorgue igualdad de oportunidades para su ejercicio, que facilite la conversión de los derechos en capacidades para la acción. La laicidad, así, no debe ser entendida tan sólo como garantía de la no injerencia de ninguna cosmovisión particular en el espacio público o en las conciencias ajenas, sino también como la garantía de la ausencia de dominación, es decir, como uno de los ejes vertebradores de la justicia social.

Posiblemente, si intentásemos efectuar una lectura crítica del estado actual de la laicidad en nuestra sociedad, como opción potencialmente mayoritaria —lo es, casi con seguridad, aunque bastante inconscientemente—, una de las conclusiones más claras que obtendríamos es la falta, casi absoluta, de conocimiento social que de ella se tiene. Interesadamente, por parte de quienes continúan defendiendo la imposición pública de alguna cosmovisión privada, o por parte de quienes confunden su propia conciencia particular con el único argumentario posible para desprenderse de dicha imposición, se tiende a confundir laicismo con ateísmo o anticlericalismo. En realidad, el componente filosófico del laicismo se concibe como el trabajo para la defensa de una ciudadanía liberada de dogmas y de tutelas, casi siempre impuestos desde estructuras de poder ajenas a la conciencia personal, o simplemente fruto de una tradicional inercia cultural. Es, además, un esfuerzo de racionalidad para desvelar la capacidad crítica con el fin de reconocer las rutinas de las formas de organización social que perpetúan la desigualdad. Se identifica el horizonte filosófico de la laicidad —la libertad y el derecho a la felicidad para todas las personas, independientemente de sus condiciones y características personales o sociales— con una permanente invitación a reflexionar sobre la coherencia entre aquello que somos —seres humanos dotados de conciencia y con expectativas de acceso a nuestros propios caminos de proyección vital— y aquello que hacemos –los resultados concretos de nuestra acción, de nuestra cotidianidad, de nuestras opciones. Esta reflexión sobre la coherencia es la propuesta de una ética que no se sustenta en ningún fundamento extraconsciente, ajeno a la propia razón autónoma, ni en ningún tipo de fuente de autoridad, y que pretende ser un instrumento útil para la construcción de unas relaciones ciudadanas exentas de sometimiento, exentas de dominación, exentas de cualquier tipo de relación de poder como eje configurador de los vínculos interpersonales. Una ética civil republicana, por lo tanto, como parámetro de concreción de aquello que la fundamentación filosófica del laicismo propone construir.

En ningún momento ni en ninguna de sus auténticas concreciones, el laicismo se opone al libre desarrollo de la investigación, de la búsqueda viva, en el mundo interior de cada cual —que constituye el núcleo de la vida espiritual— ante los interrogantes suscitados por la existencia. Más bien al contrario, el laicismo, la ausencia de prejuicios, de dogmas y de límites al libre pensamiento, es la garantía y la condición de una vida espiritual despojada de toda injerencia y de toda pauta reglada por pretendidas autoridades que aspiren a dirigir aquello que no puede ser susceptible de control ni de limitación. En suma, el laicismo, la laicidad, no niega la espiritualidad. Y, para favorecerla, allí donde debe, como es el caso de España, tiene que luchar contra toda forma de clericalismo o de imposición dogmática sobre las conciencias. Es en dicho sentido que el horizonte laico puede contar con aliados entre posibles creyentes de una u otra cosmovisión religiosa o filosófica que defiendan el respeto a los caminos interiores de percepción de la realidad espiritual, y que no acepten su congelación y esclerotización por parte de las burocracias eclesiásticas de cualquier signo.

El laicismo, combate filosófico y político por la razón democrática en cuanto a la vertebración de una comunidad política libre de sujeciones y de limitaciones a la libertad de conciencia, conduce a la laicidad como fundamento común del Estado y de las instituciones públicas, como base de la construcción de una ciudadanía republicana. La laicidad política se expresa en el combate por la separación jurídica y efectiva de la Iglesia y el Estado (de las Iglesias y el Estado, en un marco potencialmente multirreligioso), por la ausencia de privilegios de las confesiones religiosas o de cualquier tipo de cosmovisión de carácter particular que pretenda obtenerlos, o que pretenda desentenderse del respeto a los derechos de las personas y a los deberes de ciudadanía. La adscripción a una u otra concepción filosófica o religiosa, del tipo que sea, no puede, bajo ningún concepto —en un plano de estricto respeto a la convivencia democrática— ni otorgar derechos ni restringirlos, porque las relaciones entre las personas y el marco político de convivencia tienen que articularse en virtud de sus derechos y deberes en tanto que ciudadanos, no en tanto que creyentes o confesantes —o no— de ninguna cosmovisión determinada. Es en virtud de dicho respeto que los poderes públicos —sea cual sea su ámbito de representación o su marco territorial o administrativo— no deben vincularse, en tanto que tales poderes, con ningún tipo de acontecimiento o manifestación pública que se identifique con una u otra concepción religiosa o filosófica, puesto que deben ser representantes del conjunto de la ciudadanía, al margen de sus creencias particulares.

La laicidad de un Estado se pone de manifiesto de más de una manera. Y, en negativo, su ausencia es, también, públicamente evidente. En España existen múltiples manifestaciones de privilegio de las confesiones religiosas, especialmente de la católica. Quizás algunas de ellas son, hasta ahora, más de hecho que de derecho (al menos, explícitamente) como la doble red de enseñanza pública, en la cual la privada concertada es mayoritariamente confesional. Y las hay de derecho —exenciones fiscales, por ejemplo— que transgreden abiertamente el mismo espíritu del mandato constitucional. Las instituciones públicas, pues, para ser realmente representativas del conjunto de la ciudadanía, y no solamente de una parte –aunque se pretexte su mayoría sociológica, completamente inercial y rutinaria, ateniéndonos a los datos empíricos– deben basar su acción en la responsabilidad democrática, demostrando su respeto a la conciencia plural de la ciudadanía. Para ello, la laicidad constituye el eje de sustentación de una actuación responsable.

Dicha responsabilidad se concretaría en la denuncia de los acuerdos concordatarios entre el Estado español y la llamada Santa Sede, en el establecimiento de un trato jurídico igualitario entre las instituciones y todas las confesiones con cierto arraigo social, en la anulación de cualquier consideración con respecto a éstas que no las someta al mismo ordenamiento jurídico que a cualquier otra asociación civil, en la anulación de cualquier discriminación educativa, fiscal, institucional, comunicativa, basada en cuestiones de pertenencia comunitaria o confesional. La responsabilidad implicaría, también, la defensa del derecho del conjunto de la sociedad a acceder a todas las capacidades para desarrollar su proceso de emancipación. Proceso claramente incompatible con la exigencia de un trato basado en una creencia dogmática de cariz economicista que nos convierte en simples herramientas al servicio de un supuesto poder extraconsciente (los mercados) y con el mantenimiento de estructuras educativas que impiden, en ciertos casos, que el alumnado pueda acceder a toda la formación, a toda la información, sin límites, sea cual sea el contexto cultural de pertenencia de sus comunidades de origen o la ideología o convicciones de sus familiares o responsables. La sociedad democrática debería hacer prevalecer, ante todo, ese derecho de acceso de los que menor facilidad pueden tener para defender la plenitud de desarrollo de sus personalidades. Y todo ello implica, necesariamente, la recuperación, defensa y potenciación del espacio público —cívico, laico, republicano...— de todos y todas, de nadie en particular. Y no sólo en lo que se refiere a la educación, la cultura o la moral pública, sino también a la economía y las estructuras sociales. Mucho trabajo por hacer, por tanto. Muchos combates que librar... Muchos compromisos que adquirir... Mucha inercia que vencer... Mucha vida por vivir, sin sujeciones. Es decir, en libertad.

[Vicenç Molina es profesor de la Universidad de Barcelona y miembro de la Fundación Ferrer i Guàrdia (www.ferrerguardia.org)]
Sin Permiso

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