… y la libertad se construye con nuestras acciones y opciones
cotidianas. No es un supuesto bien social, político o cultural instalado
de forma definitiva en nuestras sociedades. Se construye mediante el
pensamiento libre, la reflexión coherente, la afirmación contundente y
nítida de nuestro derecho a una vida libre y digna, y mediante la acción
pública. La acción política, en el sentido más genérico —o
aristotélico, si así os parece— del término. Libertad para que los seres
humanos podamos acceder a la realización de aquello que nos haga ser
felices, sin obstaculizar ni impedir que los demás seres humanos también
lo hagan. Queda claro, entonces, que esto de la libertad no es tan sólo
un supuesto “negativo” de ausencia de coerción, sino que es, también,
una aplicación “positiva” de nuestra capacidad para convertir en
realizaciones factuales nuestros derechos. Y, para ello, es preciso que
no existan condicionantes ni limitaciones apriorísticas, ni que algunos
tengan —o crean tener— más derechos y menos deberes que otros.
El laicismo, entendido como la fundamentación de la absoluta libertad
de conciencia para todos, que hace posible la ausencia de criterios que
deban ser asumidos acríticamente como verdades finalistas, constituye
un núcleo —creo que insustituible— para que, desde la libertad completa
de conciencia, pueda llegarse a la libertad efectiva en nuestras vidas.
Los planteamientos antisociales, destructores de las mínimas cotas de
bienestar que tanto habían costado construir, propios de la versión más
salvaje del capitalismo financiero contemporáneo, y la mentalidad
restrictiva, anclada en los esquemas del más rancio conservadurismo
clerical, propios de una de las peores derechas del mundo —la española,
el Partido Popular— atacan frontalmente ese derecho. Atacan e intentan
impedir el ejercicio de la libertad efectiva en nuestras vidas. Podrían
ser creyentes o practicantes en lo que consideraran oportuno, pero sin
agredir al personal. Podrían creer que la única ley económica es la de
la selva, que el sexo es únicamente un mecanismo concebible
—precisamente— para la reproducción, que no hay más que una verdad, que
los depositarios de esa verdad tienen legitimidad para impartirles
doctrina, pero no tienen por qué hacernos cargar a los demás con las
consecuencias. La causa de todo ello es la ausencia de laicidad, la
falta del componente laico en la base constitutiva de nuestra sociedad y
de sus instituciones públicas. Ninguna opinión laica les niega su
derecho a someterse a códigos de conducta, personal y privada, de
carácter más o menos sadomasoquista, pero sí les niega que ello deba ser
extensible al resto de los miembros de la sociedad.
La amenaza flagrante contra los derechos sociales y las libertades
civiles que se habían ido adquiriendo en España en los últimos tiempos
—facilidad para el divorcio en caso de mutuo acuerdo, la custodia
compartida, ley de plazos para ampliar el derecho a la salud sexual y la
reproducción, investigación con células-madre contra enfermedades
degenerativas, igualdad de trato jurídico independientemente de la
orientación sexual de las personas, dependencia, ampliación del derecho a
la educación y educación para la ciudadanía, ley de igualdad,
regulación de espacios de culto...—, y que constituían medidas de cierto
avance (siempre insuficiente, no obstante) hacia una mayor civilidad
democrática y unas mínimas cotas de racionalidad democrática, pueden
verse completamente revertidas por la ofensiva neoclerical que se
desprende de las propuestas que se están efectuando en los ámbitos de la
educación, la salud, el bienestar social, la administración de
justicia, y, obviamente, el económico y laboral, que tampoco es ajeno al
mismo tipo de fundamentaciones dogmáticas.
En el actual gobierno del PP se junta lo peor de cada casa:
fundamentalismo de mercado, en su peor versión, y fundamentalismo
filosófico-religioso. No es casual el grado de satisfacción y contento
de banqueros y obispos católicos con sus medidas. Comparten la misma fe,
en sus dos versiones. Han hecho lo que han podido para bloquear los
tímidos avances anteriores, han contribuido a lo que se nos viene encima
y se han beneficiado frívolamente del desgaste y de la crisis para
echarnos más crisis, menos libertades, más doctrinarismo. Frente a ambos
dogmas, necesitamos con urgencia un mínimo de oxigenación. Para poder
vivir, debemos poder respirar. Un compromiso con la laicidad es, ya,
cuestión de supervivencia...
La autodeterminación de las personas, de todos y cada uno de los
individuos, su derecho a acceder al espacio público y a los elementos
configuradores de los derechos a satisfacer las expectativas de una vida
digna —salud, vivienda, educación, seguridad, trabajo— están,
ineludiblemente, vinculados a la existencia de una sociedad en la que no
existan impedimentos ni represiones para el desarrollo de la libre
conciencia, en la que no haya sometimiento de ninguna persona hacia
ninguna otra en virtud de una u otra relación de poder. La laicidad —el
laicismo— es, pues, el nervio, el sustrato y el vehículo mediante el
cual los individuos pueden asumir la libertad que les capacita para
elegir sus propios caminos hacia la felicidad. Y es la clave de bóveda
de una sociedad que garantice ese derecho, que otorgue igualdad de
oportunidades para su ejercicio, que facilite la conversión de los
derechos en capacidades para la acción. La laicidad, así, no debe ser
entendida tan sólo como garantía de la no injerencia de ninguna
cosmovisión particular en el espacio público o en las conciencias
ajenas, sino también como la garantía de la ausencia de dominación, es
decir, como uno de los ejes vertebradores de la justicia social.
Posiblemente, si intentásemos efectuar una lectura crítica del estado
actual de la laicidad en nuestra sociedad, como opción potencialmente
mayoritaria —lo es, casi con seguridad, aunque bastante
inconscientemente—, una de las conclusiones más claras que obtendríamos
es la falta, casi absoluta, de conocimiento social que de ella se tiene.
Interesadamente, por parte de quienes continúan defendiendo la
imposición pública de alguna cosmovisión privada, o por parte de quienes
confunden su propia conciencia particular con el único argumentario
posible para desprenderse de dicha imposición, se tiende a confundir
laicismo con ateísmo o anticlericalismo. En realidad, el componente
filosófico del laicismo se concibe como el trabajo para la defensa de
una ciudadanía liberada de dogmas y de tutelas, casi siempre impuestos
desde estructuras de poder ajenas a la conciencia personal, o
simplemente fruto de una tradicional inercia cultural. Es, además, un
esfuerzo de racionalidad para desvelar la capacidad crítica con el fin
de reconocer las rutinas de las formas de organización social que
perpetúan la desigualdad. Se identifica el horizonte filosófico de la
laicidad —la libertad y el derecho a la felicidad para todas las
personas, independientemente de sus condiciones y características
personales o sociales— con una permanente invitación a reflexionar sobre
la coherencia entre aquello que somos —seres humanos dotados de
conciencia y con expectativas de acceso a nuestros propios caminos de
proyección vital— y aquello que hacemos –los resultados concretos de
nuestra acción, de nuestra cotidianidad, de nuestras opciones. Esta
reflexión sobre la coherencia es la propuesta de una ética que no se
sustenta en ningún fundamento extraconsciente, ajeno a la propia razón
autónoma, ni en ningún tipo de fuente de autoridad, y que pretende ser
un instrumento útil para la construcción de unas relaciones ciudadanas
exentas de sometimiento, exentas de dominación, exentas de cualquier
tipo de relación de poder como eje configurador de los vínculos
interpersonales. Una ética civil republicana, por lo tanto, como
parámetro de concreción de aquello que la fundamentación filosófica del
laicismo propone construir.
En ningún momento ni en ninguna de sus auténticas concreciones, el
laicismo se opone al libre desarrollo de la investigación, de la
búsqueda viva, en el mundo interior de cada cual —que constituye el
núcleo de la vida espiritual— ante los interrogantes suscitados por la
existencia. Más bien al contrario, el laicismo, la ausencia de
prejuicios, de dogmas y de límites al libre pensamiento, es la garantía y
la condición de una vida espiritual despojada de toda injerencia y de
toda pauta reglada por pretendidas autoridades que aspiren a dirigir
aquello que no puede ser susceptible de control ni de limitación. En
suma, el laicismo, la laicidad, no niega la espiritualidad. Y, para
favorecerla, allí donde debe, como es el caso de España, tiene que
luchar contra toda forma de clericalismo o de imposición dogmática sobre
las conciencias. Es en dicho sentido que el horizonte laico puede
contar con aliados entre posibles creyentes de una u otra cosmovisión
religiosa o filosófica que defiendan el respeto a los caminos interiores
de percepción de la realidad espiritual, y que no acepten su
congelación y esclerotización por parte de las burocracias eclesiásticas
de cualquier signo.
El laicismo, combate filosófico y político por la razón democrática
en cuanto a la vertebración de una comunidad política libre de
sujeciones y de limitaciones a la libertad de conciencia, conduce a la
laicidad como fundamento común del Estado y de las instituciones
públicas, como base de la construcción de una ciudadanía republicana. La
laicidad política se expresa en el combate por la separación jurídica y
efectiva de la Iglesia y el Estado (de las Iglesias y el Estado, en un
marco potencialmente multirreligioso), por la ausencia de privilegios de
las confesiones religiosas o de cualquier tipo de cosmovisión de
carácter particular que pretenda obtenerlos, o que pretenda
desentenderse del respeto a los derechos de las personas y a los deberes
de ciudadanía. La adscripción a una u otra concepción filosófica o
religiosa, del tipo que sea, no puede, bajo ningún concepto —en un plano
de estricto respeto a la convivencia democrática— ni otorgar derechos
ni restringirlos, porque las relaciones entre las personas y el marco
político de convivencia tienen que articularse en virtud de sus derechos
y deberes en tanto que ciudadanos, no en tanto que creyentes o
confesantes —o no— de ninguna cosmovisión determinada. Es en virtud de
dicho respeto que los poderes públicos —sea cual sea su ámbito de
representación o su marco territorial o administrativo— no deben
vincularse, en tanto que tales poderes, con ningún tipo de
acontecimiento o manifestación pública que se identifique con una u otra
concepción religiosa o filosófica, puesto que deben ser representantes
del conjunto de la ciudadanía, al margen de sus creencias particulares.
La laicidad de un Estado se pone de manifiesto de más de una manera.
Y, en negativo, su ausencia es, también, públicamente evidente. En
España existen múltiples manifestaciones de privilegio de las
confesiones religiosas, especialmente de la católica. Quizás algunas de
ellas son, hasta ahora, más de hecho que de derecho (al menos,
explícitamente) como la doble red de enseñanza pública, en la cual la
privada concertada es mayoritariamente confesional. Y las hay de derecho
—exenciones fiscales, por ejemplo— que transgreden abiertamente el
mismo espíritu del mandato constitucional. Las instituciones públicas,
pues, para ser realmente representativas del conjunto de la ciudadanía, y
no solamente de una parte –aunque se pretexte su mayoría sociológica,
completamente inercial y rutinaria, ateniéndonos a los datos empíricos–
deben basar su acción en la responsabilidad democrática, demostrando su
respeto a la conciencia plural de la ciudadanía. Para ello, la laicidad
constituye el eje de sustentación de una actuación responsable.
Dicha responsabilidad se concretaría en la denuncia de los acuerdos
concordatarios entre el Estado español y la llamada Santa Sede, en el
establecimiento de un trato jurídico igualitario entre las instituciones
y todas las confesiones con cierto arraigo social, en la anulación de
cualquier consideración con respecto a éstas que no las someta al mismo
ordenamiento jurídico que a cualquier otra asociación civil, en la
anulación de cualquier discriminación educativa, fiscal, institucional,
comunicativa, basada en cuestiones de pertenencia comunitaria o
confesional. La responsabilidad implicaría, también, la defensa del
derecho del conjunto de la sociedad a acceder a todas las capacidades
para desarrollar su proceso de emancipación. Proceso claramente
incompatible con la exigencia de un trato basado en una creencia
dogmática de cariz economicista que nos convierte en simples
herramientas al servicio de un supuesto poder extraconsciente (los
mercados) y con el mantenimiento de estructuras educativas que impiden,
en ciertos casos, que el alumnado pueda acceder a toda la formación, a
toda la información, sin límites, sea cual sea el contexto cultural de
pertenencia de sus comunidades de origen o la ideología o convicciones
de sus familiares o responsables. La sociedad democrática debería hacer
prevalecer, ante todo, ese derecho de acceso de los que menor facilidad
pueden tener para defender la plenitud de desarrollo de sus
personalidades. Y todo ello implica, necesariamente, la recuperación,
defensa y potenciación del espacio público —cívico, laico,
republicano...— de todos y todas, de nadie en particular. Y no sólo en
lo que se refiere a la educación, la cultura o la moral pública, sino
también a la economía y las estructuras sociales. Mucho trabajo por
hacer, por tanto. Muchos combates que librar... Muchos compromisos que
adquirir... Mucha inercia que vencer... Mucha vida por vivir, sin
sujeciones. Es decir, en libertad.
[Vicenç Molina es profesor de la Universidad de Barcelona y miembro de la Fundación Ferrer i Guàrdia (www.ferrerguardia.org)]
Sin Permiso
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