Cuando las actuales autoridades españolas y catalanas trabajan para
imponer medidas restrictivas extraordinarias en nombre de la protección
de la democracia, precisamente están haciendo todo lo contrario:
desacreditarla.
Nos están diciendo, lisa y llanamente, que todo lo que hemos votado
los ciudadanos para otorgarnos derechos y deberes, con todas sus
garantías, es insuficiente, y que es necesario restringir la libertad
—¡oh, paradoja!— para protegerla. El discurso del miedo. Pero ¿quién
tiene miedo realmente? Porque, ¿de qué libertad nos hablan sobre todo?
¿De la de mercado para continuar estafándonos y empobreciéndonos?
Contra todo aquello que, según nos quieren hacer creer los que se
sientan en las poltronas del poder económico y político, es un atentado
contra la libertad —la queja, la protesta, la resistencia y, en último
extremo, la violencia—, sólo hay un remedio: más libertad, y la libertad
no lo es sin justicia, sin igualdad —social y de género—, sin
distribución equitativa, sin pleno empleo, sin protección social
—educación, sanidad, vivienda, pensiones—, sin el respeto de las
mayorías por las minorías —ideológicas, raciales, lingüísticas, de
opción sexual—, sin una vida digna garantizada... En definitiva, la
libertad no lo es si al menos los derechos constitucionales no son
derechos de verdad y sólo se pueden disfrutar como privilegios que se
obtienen con dinero.
El problema real de que se trata es que la democracia con límites no
democráticos —como lo son los límites ademocráticos o directamente
antidemocráticos del capital empresarial y financiero— enseguida choca
con contradicciones irreversibles cuando no se dispone de bastante
dinero para “comprar” un tanto por ciento suficiente de población para
garantizarse su silencio. Y no nos hagamos ilusiones, hoy día no existe
ningún político en el ámbito parlamentario que sea capaz de plantar cara
a la voracidad del capital nacional y transnacional, que prefiere
arramblar con todo lo que pueda y llevárselo, si las cosas se ponen mal,
a otro lado. Cada reducción de sueldo que nos aplican con el permiso
formal de “nuestros” representantes políticos es una ampliación de la
plusvalía que arrancan de nuestro trabajo mientras les “servimos”, en el
doble sentido del término.
Esto es lo que ahora han descubierto los políticos actuales (los
empresarios ya hace muchas décadas que lo saben): la perfectibilidad de
la democracia llevaría ineluctablemente a la socialización y, por lo
tanto, a la necesaria democratización de la economía. Por ello, ante
unas docenas de violentos, en vez de reconducir las situaciones de
conflicto por vías políticas, han de amplificar el fenómeno como si
fuese el Apocalipsis para poder decirnos que la libertad corre peligro y
de este modo, en un auténtico juego de manos, poder restringírnosla.
Incluso pretenden criminalizar la resistencia pasiva, ese derecho humano
básico contra cualquier tipo de abuso.
Es inútil que detengan a violentos; si acaso tendrían que “detener”
la violencia, y esto sólo se puede conseguir “deteniendo” el sistema que
nos arruina y que, en realidad, con los detenidos, expresa el deseo de
“detener” cualquier posibilidad de transformación de las relaciones de
producción.
Pero, por lo que se ve, todo encargado de Interior de la derecha
española o catalana sufre el “síndrome Fraga” —aquello tan sintomático
de la calle es mía—; por esto da miedo que, con tanta ceguera
política en graves momentos de crisis económica y social, cualquier día
alguien lo pague muy caro, como pasó en Vitoria en 1976. O como le ha
pasado no hace mucho a la Ertzaintza. Las moscas no se matan a cañonazos
sin causar estragos mucho más graves.
Carles Camps Mundó
Mientras Tanto
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