Llamar “crisis” a la guerra económica que estamos viviendo es una
forma de hurtarnos la realidad. Sirvan de muestra los recortes, que se
nos dan ya masticados y rumiados con el viejo silogismo tramposo del no hay alternativa
: los hechos son los que son, y siendo los hechos los que son, hay que
hacer lo que hay que hacer. El mensaje de los tecnócratas está claro:
solo hay un relato posible, y nosotros lo administramos. Por eso nos
hablan de la crisis como se habla del tiempo; suben o bajan las
temperaturas y sube o baja la prima de riesgo, como si todo esto fuera
un tifón o una helada que cayó sin avisar para arruinarnos la cosecha.
La ventaja de este relato es su esterilidad. No hay cualidades, no hay
culpas, no hay razones ni responsabilidades. Hay un presente blindado,
romo, irrespirable, sin historia ninguna ni futuro posible.
Por eso lo más importante que ha pasado en los últimos tiempos es que
ese relato por fin ha empezado a politizarse. Politizar un relato quiere
decir abrirlo, desvestirlo, afirmar la necesidad absoluta de volver a
pensar lo que se cuenta para encontrarle razones y conclusiones
diferentes, para ver otras escenas a partir de los mismos hechos. Y
resulta que, en efecto, basta excavar un milímetro en la superficie de
la crisis para que aparezca algo bastante diferente. Dicho mal y pronto,
lo que aparece es un casino financiero de una complejidad endiablada,
que se dedica a la conversión permanente de riqueza social en beneficios
privados. Es un pillaje sistemático, que ha convertido la economía real
en un inmenso mecanismo de garantías para cubrir las apuestas
demenciales de un puñado de jugadores invisibles e irresponsables. Las
cartas están trucadas. Cada vez que la banca salta por los aires, los
poderes públicos corren a drenar las pérdidas a nuestro cargo. Es otra
forma de explicarlo.
A cualquiera que intuya siquiera el
funcionamiento de esta maquinaria le sucede algo bien curioso: casi por
arte de magia, el sentido común se le vuelve revolucionario. Por eso se
ideó el siguiente mecanismo de blindaje: culpar de todo a unos cuantos
seres de madera, gente despiadada a la que, en su búsqueda febril del
beneficio a corto plazo, no le duelen prendas en condenar un país entero
a la miseria con tal de multiplicar su tasa de ganancia. Pero la
moralización de la crisis -esa historia de villanos codiciosos que
devoran entre risas los restos de sus víctimas- tampoco sirve para nada:
la codicia es una consecuencia, no la causa del problema. Lo que
debería interesarnos no es la ceguera moral de unos cuantos
sinvergüenzas, sino los mecanismos y las herramientas sociales,
económicas y políticas que han permitido que su codicia se convierta en
el último árbitro y decisor de las grandes cuestiones de nuestro tiempo.
Aunque se decapitara mañana mismo al peor puñado de banqueros, el
problema seguiría siendo el mismo. Lo que hay que cambiar no son los
banqueros, sino la máquina que los produce y los engorda a nuestra
costa.
El problema es que apenas tenemos palabras para nombrar
siquiera la existencia de esa máquina. Cada vez más gente manifiesta
una clara voluntad de ruptura con lo que existe; cada vez está más claro
que ese maridaje más o menos feliz entre un capitalismo más o menos
redistribuidor y una democracia más o menos representativa, que
supuestamente servía de esqueleto a nuestro tiempo, ha dejado de
funcionar (hace apenas unos años, se predicaba que ahí iba a terminar la
Historia: otro silencio mortecino, por fin nada que opinar ni que
contar). Pero es que hablamos de cosas que ya no son; hace tiempo que la
lógica del sistema partió ese esqueleto en pedacitos y se puso a vender
sus vértebras al mejor postor. Ese horizonte ideológico ha colapsado, y
ya nadie se esmera siquiera en defender sus ficciones: ya no hay que
prometer Europa, ni paz social, ni derechos ni protecciones; no hace
falta siquiera tener un futuro del que hablar. La política de la
“crisis” no ofrece nada, solo sorbe la sangre y se reparte las migajas
hasta que no quede nada más que esquilmar. El resultado es que la
distancia entre nuestras capacidades (nuestros saberes y talentos, todo
lo que podríamos hacer) y nuestras expectativas (lo que la realidad nos
ofrece como posibilidad) es cada vez más insoportable. El país tira cada
día toneladas de riqueza humana y social por el desagüe. El mantra de
que el mercado es el mecanismo de asignación de recursos más eficiente
jamás inventado por el hombre nos ha dejado enterrados en un desierto de
sueños castrados y ambiciones imposibles. Y ahí, en silencio, nos
morimos de la rabia.
Esa rabia plantea un problema parecido al
de la codicia de los banqueros. En realidad da igual lo que sintamos;
lo único importante, interesante y decisivo es descubrir qué
herramientas nos permitirán dar salida a toda esa energía
desaprovechada, transformarla en algo diferente, hacerla sólida y real. O
lo que es lo mismo: hay que decir la verdad sobre el origen del
problema, enfrentarse a esa máquina sin nombre, arrancarle espacios
donde vivir de otra manera. Por supuesto, la mejor forma de ahogar esta
conversación en el silencio (o peor, en un ruido de voces viejas) es
hacer un par de preguntas sencillas: ¿enfrentarla cómo, y sustituirla
con qué? Lo normal es no tener respuesta. Pero eso es precisamente lo
que se necesita: más ideas por pensar, más preguntas sin respuesta, más
intentos fallidos, más frustración por la complejidad de lo que se
avecina. Es una buena señal: todo lo que no sabemos hacer es porque no
nos lo hemos planteado. Que surja la pregunta significa que queda una
cuestión menos por politizar, y que hay una cosa más de la que hacerse
responsable.
Pablo Bustinduy
Rebelión
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