Hay una ética subyacente tras la cultura productivista y consumista,
hoy ampliamente en crisis por causa de la huella ecológica del planeta
Tierra, cuyos límites hemos sobrepasado en un 30%. La superabundancia de
bienes y servicios como hasta hace poco tenía la Tierra necesita de un
año y medio para reponer lo que le extraemos durante un año. Y no parece
que la furia consumista esté disminuyendo. Al contrario, el sistema
vigente, para salvarse, incentiva más y más el consumo que, a su vez,
requiere más y más producción que acaba estresando todavía más todos los
ecosistemas y al planeta como un todo.
La ética que preside este
modo de vivir es la de la maximización de todo lo que hacemos: maximizar
la construcción de fábricas, de carreteras, de coches, de combustibles,
de ordenadores, de teléfonos móviles; maximizar programas de
entretenimiento, novelas, cursos, reciclajes, producción intelectual y
científica. La producción no puede parar, de lo contrario ocurriría un
colapso en el consumo y en el empleo. En el fondo es siempre más de lo
mismo y sin el sentido de los límites soportables por la naturaleza.
Imitando
a Nietzsche preguntamos: ¿cuánta maximización aguanta el estómago
físico y espiritual humano? Se llega a un punto de saturación cuyo
efecto directo es el vacío existencial. Se descubre que la felicidad
humana no está en maximizar, ni en engordar la cuenta bancaria, ni en el
número de bienes en la cesta de los productos consumibles. El hecho es
que el ser humano tiene otras hambres: de comunicación, de solidaridad,
de amor, de trascendencia, entre otras. Éstas, por su naturaleza, son
insaciables, pues pueden crecer y diversificarse indefinidamente. En
ellas se esconde el secreto de la felicidad. Pero en palabras del
filósofo Ludwig Wittgenstein citando a San Agustín: «hemos tenido que
construir caminos tormentosos por los cuales hemos sido obligados a
transitar con multiplicados cansancios y sufrimientos impuestos a los
hijos e hijas de Adán y Eva».
Lógicamente necesitamos cierta
cantidad de alimentos para mantener la vida. Pero los alimentos
excesivos, maximizados, causan obesidad y enfermedades. Los países ricos
maximizaron de tal manera la oferta de medios de vida y la
infraestructura material que destruyeron sus bosques (Europa sólo
conserva el 0.1% de sus bosques originales), destruyeron ecosistemas y
gran parte de la biodiversidad además de gestar perversas desigualdades
entre ricos y pobres.
Debemos caminar en dirección a una ética
diferente, la de la optimización. Ella se funda en una concepción
sistémica de la naturaleza y de la vida. Todos los sistemas vivos
procuran optimizar las relaciones que sostienen la vida. El sistema
busca un equilibrio dinámico, aprovechando todos los ingredientes de la
naturaleza, sin producir residuos, optimizando la calidad e incluyendo a
todos. En la esfera humana, esta optimización presupone el sentido de
autolimitación y la búsqueda de la justa medida. La base material sobria
y decente posibilita el desarrollo de algunos materiales que son los
bienes del espíritu, como la solidaridad hacia los más vulnerables, la
compasión, el amor que deshace los mecanismos de agresividad, supera los
preceptos y no permite que las diferencias sean tratadas como
desigualdades.
Tal vez la crisis actual del capital material,
siempre limitado, nos enseñe a vivir a partir del capital humano y
espiritual, siempre ilimitado y abierto nuevas expresiones. Él nos
posibilita tener experiencias espirituales de celebración del misterio
de la existencia y de gratitud por nuestro lugar en el conjunto de los
seres. Con esto maximizamos nuestras potencialidades latentes, aquellas
que guardan el secreto de la plenitud, tan ansiada.
Leonardo Boff es teólogo y filósofo
Alai-amlatina
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