Indignados unos,
decepcionados otros, se sorprenden de que el Estado contemporáneo
despliegue su fuerza y poderío contra las clases explotadas y oprimidas
de las sociedades en la defensa incondicional de los intereses generales
del capital. Intelectuales, politólogos, sociólogos, militantes de
partido y expertos en estos asuntos, ponen el grito en el cielo al
constatar esta realidad, que expresa la profunda contradicción, y lucha,
entre las clases sociales donde, hasta ahora, el gran ganador de la
contienda desigual ha sido el gran capital que despliega sus políticas
de ajuste estructural y de austeridad social en la defensa de sus tasas
de lucro, de sus empresas y del sistema que reproduce sus intereses como
clase dominante en lo económico, lo político y lo social.
Es esta
una política global, una política de clase, que no conoce límites más
que los que delimita los intereses del capital y de las clases
dominantes que recurren a todo tipo de recursos, incluyendo la
violencia, para conseguir sus objetivos. Hoy en día, esto se ve
claramente en los países de la Unión Europea (UE), en especial, en los
del Sur, en donde se han impuesto severas medidas de austeridad contra
la población trabajadora y la ciudadanía en general en una verdadera
orgía de incremento de los impuestos, como el impuesto al valor
agregado, reducción de los sueldos y salarios, despidos masivos de
personal, reducción del monto de las pensiones y aumento del tiempo para
la jubilación; aumento del tiempo de trabajo, reducción de las
prestaciones sociales, ataques a la educación y a la salud; disminución
de los créditos para la adquisición de vivienda, liquidación y/o
privatización de empresas públicas en ramos vitales como telefonía,
electricidad, correos, etcétera.
Los clásicos del marxismo
establecieron una concepción general, abstracta, del Estado capitalista
como un instrumento de dominación y de sojuzgamiento de las clases
explotadas y oprimidas de la sociedad por las fracciones minoritarias de
las clases dominantes que —mediante distintos aparatos ideológicos,
instrumentos e instituciones como son las cárceles, los destacamentos
militares y paramilitares, las leyes y los ordenamientos judiciales, la
escuela y los medios de comunicación de masas —, lo mantienen en su
poder y le imprimen su lógica hasta el grado de sobredeterminar la vida
cotidiana de las personas.
Frente a aquéllas concepciones
ideológicas, conservadoras y liberales del Estado, hay que subrayar que
el sistema capitalista, en tanto modo de producción, de dominación y
formación social, ideológica y jurídico-política, no podría existir sin
la existencia y la permanente intervención del Estado. Este tiene como
función esencial mantener el orden y extirpar a todos aquéllos
individuos, fuerzas, poderes y contrapoderes que auspicien su caída o lo
pongan en peligro.
Si bien el Estado, en determinadas
coyunturas histórico-políticas, asume —y puede asumir una cierta
autonomía relativa frente a las clases sociales o, aparentemente, por
encima de ellas (a lo que aluden las nociones de cesarismo y
bonapartismo)—, sin embargo, históricamente su papel es mantener
funcionando, aunque contradictoriamente y con dificultades, al sistema
del capital mediante la reproducción de sus componentes básicos como son
la propiedad privada de los medios de producción y de consumo, la
garantía de mantener el régimen de explotación del trabajo por el
capital, la preservación de las economías de mercado y del trabajo
asalariado; en una palabra, para decirlo sintéticamente con István
Mészáros, con el fin de garantizar las mediaciones de segundo orden del
modo de control metabólico social del capital , que corresponden a la
reproductibilidad esencial del capitalismo para la producción de valor,
de plusvalía y de ganancias. El autor concluye que, a través de estas
mediaciones de segundo orden, todas las funciones primarias (como por
ejemplo la naturaleza, la población, la familia y la comunidad, la
cultura, el arte y el ocio) del metabolismo social en general, se ven
alteradas con el fin de ajustarlas y someterlas a las necesidades de
autoexpansión del sistema, que es un sistema fetichista y alienante que
debe subordinar absolutamente todo al imperativo de la acumulación y
reproducción del capital. De aquí que el sistema político y económico de
éste último es absolutamente intolerante con todas aquéllas formas de
producción, de organización de la vida social y comunitaria,
autogestivas, que no se dobleguen a las "reglas del juego" que dictan el
mercado y el Estado, que es también un Estado capitalista. Ciertamente,
pueden "coexistir en determinados tiempos y espacios con él; pero tarde
o temprano, éste reacciona y termina por subsumirlas realmente bajo sus
condiciones mercantilistas y depredadoras. Pero cuando éstas no se
logran imponer por métodos "persuasivos", de consenso, entonces utiliza
la violencia física, psíquica y la represión hasta que las logran
controlar y desvanecer.
Dentro de la dominación general que
garantiza el Estado, cabe destacar el papel de la ideología y de los
medios de comunicación como verdaderos artífices y trasmisores de la
ideología de las clases dominantes, nacionales e internacionales. El
objetivo de la primera es domesticar y/o neutralizar la conciencia de
clase de las masas para amoldarla e identificarla con los valores
centrales y principios de la sociedad burguesa, de tal manera que las
personas pierdan la iniciativa de transformación del orden, porque
piensan que éste es, en sí mismo, "suficiente" para "resolver" y
"satisfacer" sus problemas y necesidades.
En tanto que los
medios de comunicación e información de masas —controlados y manipulados
electrónicamente— tienen como fin construir y presentar mediáticamente
al mundo capitalista como el único posible, sin el que no son, siquiera,
concebibles otras formas de vida, de trabajo y de existencia humana. Se
trata de convencer a la gente de que los principios de la competencia
entre los seres humanos, la "destrucción creativa" de empresas, hombres y
naturaleza, el individualismo, el egoísmo, el racismo y el instinto de
supervivencia, constituyen los ejes motores de toda acción humana que
son perfectamente compatibles con el orden establecido por el sistema
capitalista. ¡Que todo es cuestión de tiempo y de paciencia!
Es
este el contexto general que justifica que la crisis del capital
—producto de fuertes contradicciones y desequilibrios macroeconómicos y
sociopolíticos— es una condición necesaria, aunque "dolorosa", para
preservar el desarrollo del capitalismo. En este sentido, los ideólogos
del sistema, sean miembros del Estado o de la burguesía, de sus aparatos
de dominación o de los partidos políticos, siempre hablan de esta
crisis y la caracterizan como un "mal necesario" de la humanidad; pero
que, sin embargo, es controlable y factible de ser superada. De esta
manera se empañan los proyectos y las iniciativas de las clases
subalternas, populares y obreras, para luchar por una alternativa frente
a una crisis que es sistémica e inexorable. Aquí el Estado burgués
desempeña, junto con los organismos protocapitalistas e imperialistas,
como el FMI y el BM, un papel esencial durante las crisis que son cada
vez más recurrentes, profundas, prolongadas y, como hoy se estila decir,
sistémicas: porque operan como un mecanismo consubstancial de su
funcionamiento.
La crisis actual del capital, como hemos
sostenido en otras ocasiones, se deriva de las dificultades para
producir plusvalor en la escala suficiente que requiere el sistema para
reproducirse en escala ampliada. Al no conseguirlo, masas crecientes de
recursos financieros y humanos se concentran en las arcas de los bancos,
de las bolsas de valores, en las inmobiliarias y compañías de seguros,
etc. para conseguir su "valorización" ficticia ampliando, de este modo,
la concentración y centralización del capital en unas cuantas manos (el
1% de la humanidad) que se enriquecen día a día a costa de castigar
severamente las condiciones generales de vida, ambientales y de trabajo
de la población.
Entre otros autores que se han ocupado del
tema, David Harvey menciona que el capital ficticio tiene un valor en
dinero nominal y respalda su existencia en documentos —como pueden ser
los bonos del tesoro— pero que, en un momento dado en el tiempo, carece
de respaldo en términos de la actividad productiva real o de activos
físicos colaterales. Sin embargo, para un capitalista especulador su
riqueza es tan tangible y material como la que produce millones de
trabajadores, los cuales, por supuesto, no la poseen ni la hacen en su
beneficio, sino para los intereses de los no trabajadores.
En
la coyuntura actual de la crisis internacional del capital, el papel del
Estado ha sido, ¡y es!, la de dejar intocada esta situación —incluso:
salvaguardarla— para coadyuvar a fortalecer al capital ficticio con una
serie de medidas y políticas de cuño neoliberal que protegen los
intereses de las clases parasitarias del mundo y castigan los ciclos
productivos y los procesos de trabajo encaminados a la producción de
valor y de plusvalor.
Se preguntará, entonces, a quien conviene
un esquema de esta naturaleza, y la respuesta es que para el capital en
general no es importante donde se invierta, sino estratégicamente en
donde puede hacerlo para obtener beneficios ilimitados, no importando si
esto lo hace en la industria de armamentos, en la destrucción de la
naturaleza o en la producción de transgénicos o, finalmente, en la bolsa
de valores o en la venta de cosméticos.
El sistema capitalista
neoliberal actual es enteramente favorable para alcanzar estos
objetivos en la economía mundial, porque es justamente el capital
ficticio, es decir, el capital financiero especulativo, el que mantiene
el predominio —frente a otras fracciones del capital. Y si bien no crea
riqueza, ni empleos productivos, ni remuneraciones para los
trabajadores, y es enteramente responsable de las bajas tasas de
crecimiento del capitalismo en su actual fase neoliberal, sin embargo,
sí produce ganancias para sus ricos poseedores y para ello cuenta con el
apoyo incondicional del Estado.
Adrián Sotelo Valencia
Rebelión
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