“La utopía de 1919 estaba vacía y no tenía fundamento. No tenía
influencia en el futuro porque ya no tenía ninguna raigambre en el
presente. Era una utopía que tenía muy poco en cuenta la realidad.”
E.H Carr (1939)
Habitualmente
empleamos el término utopía para referirnos a la izquierda política,
sin embargo, desde los años setenta del pasado siglo ha sido la derecha
la que ha conseguido el triunfo de su utopía. Una utopía triunfa cuando
se deja de percibir su carácter ilusorio y se convierte en un
convencionalismo. Desde las filas conservadoras se ha revivido la vieja
utopía liberal de finales del siglo XIX y principios del XX con todos
sus componentes: la primacía de lo individual acaba generando beneficios
colectivos; el mundo es un gran mercado infinito y en permanente
expansión; la necesidad de una libertad entendida como ausencia de
regulaciones....
El triunfo, de nuevo, de esta vieja utopía ha
sido tan abrumador que es el aire que respiramos, es la materia que
compone los discursos políticos y económicos. Al convertirse en un
pensamiento institucionalizado oculta su carácter utópico y se presenta
como la única realidad posible. Hemos construido desde entonces
arquitecturas institucionales tan complejas como la UE sobre estas bases
y hoy, cuando nos acercamos a los límites que la realidad marca a esta
utopía, cuando es evidente que los acontecimientos tienen la mala
costumbre de no ajustarse al ideal, construimos las pretendidas
soluciones sobre las mismas ideas. Tomamos medidas que se ajustan como
un guante a lo que el utopismo liberal profetiza pero que se alejan
dramáticamente de lo que la Historia nos enseña que es más probable que
suceda. Esta discrepancia entre lo percibido y lo sucedido es clave.
Construimos soluciones para un espejismo, somos prisioneros de una idea
irrealizable.
Pero mientras nos esforzamos en que el mundo se
ajuste al ideal conservador, los acontecimientos circulan por una vía
paralela, las medidas que se toman agravan el problema y, lo que es
peor, marcan sombríos caminos que ya hemos transitado en otros períodos
históricos. El sacrificio de conceptos como la soberanía popular, la
ciudadanía, los derechos sociales y laborales en el altar de la
competencia y la productividad nos conducen irremediablemente a la
deshumanización, a la consideración del conflicto y la lucha como
valores positivos y a considerar desechables a aquellos que no sepan o
no puedan adaptarse a estas nuevas condiciones. Si adoptamos la
competencia y la productividad como valores fuertes en torno a los
cuales edificar un nuevo pacto social la catástrofe está asegurada, y
las más negras pesadillas se harán realidad.
Y no sólo se trata
de un problema de índole moral, sino que, desde el punto de vista
estrictamente económico tampoco parece una gran idea orientar nuestros
sistemas productivos a una economía basada en las exportaciones cuando,
todo indica, que nos encaminamos a un escenario de dificultades y
tensiones geopolíticas. El colapso de la “pax americana” abre la
puerta a un futuro incierto de conflictos en el que una economía abierta
y globalizada, como la que hemos conocido durante los últimos veinte
años está en franco retroceso. En palabras del sociólogo Richard
Sennett: “la desglobalización ha comenzado”. Si esto es así, ¿qué sentido tiene orientar todos nuestros esfuerzos a globalizar nuestra economía?.
No
necesitamos tecnócratas, necesitamos personas que puedan o intenten dar
respuesta a estas cuestiones. La primera y difícil tarea debe ser
desvelar la utopía, desenmascarar una ilusión que es peligrosa ya que
corremos un serio riesgo de que, persiguiendo un sueño, encontremos una
pesadilla.
Juan Seoane, Federación de Enseñanza CGT Huesca
Rebelión
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