"Hoy, los españoles ya no somos mercado sino que nos postulan como alternativa a lo que ya no son los chinos: mano de obra barata".
¿Recordáis que el ministro Solchaga explicaba al mundo “lo mucho que a
los españoles les gusta consumir”? Esto pasaba a finales de los
ochenta: aquella sociedad de pobretones, de quiero y no puedo,
se transformaba en mercado. Así se pactó nuestra integración en Europa.
Nuestro destino parecía sellado: democracia y mercado, sinónimos. Tras
el milagro español la Europa de los 27 se convertiría, sacando pecho, en el mayor mercado del planeta. Y allí estábamos, satisfechos. Hay que hacer memoria.
El enorme mercado europeo ayudó a sacar a los chinos y a otros de la
miseria: Europa exportó desarrollo, dio trabajo y consumió productos
(baratos) de la otra punta del mundo. Esto sucedía en la economía real
y, obviamente, era la parte aparentemente buena de lo que acabó
llamándose globalización.
En paralelo se producía otra globalización: en 1997 las transacciones
financieras ya superaban 15 veces las de la economía productiva. Hoy
las transacciones financieras equivalen a 70 veces la economía real
(datos de Le Monde Diplomatique, Francia, febrero 2012). La
globalización de lo real se diluía en la vorágine del dinero futurible.
El cuento de la lechera se hacía realidad. Era el triunfo de la cultura
del beneficio económico sin fin: las novísimas tecnologías, pura magia,
multiplicaban el dinero virtual y lo transformaban en poder real. Desde
hacía 30 años crecía imparable una cultura hegemónica y contagiosa:
¿cómo no querer ser rico? ¿No lo dejó claro Margaret Thatcher al
señalar, con su capitalismo popular, que "sólo son pobres los que quieren serlo"?
Con la excusa de la democracia y del crecimiento (el progreso se
medía cuantitativamente, en negocios financieros) esta cultura de
fantasía transformó (realmente) la realidad y la vida de todos. El
dinero que otorgaba pizcas de libertad pasó a ser pura obligación:
quiero más, cada día más. Tan brillante idea acaparó la creatividad
contemporánea, conformando un pensamiento hegemónico: el verdadero
artista era un genio de los negocios, veía negocios en todas partes, los
individuos eran, en sí mismos, oportunidades de negocio. El business ¿no estaba claro? es tan neutral como Dios.
¿Arte? no lo era si no producía rentas. ¿Libros? su valor estaba en
cuántos se vendían. El arte se expresaba en audiencias, mercados,
beneficios, cifras, derroche. Los grandes creadores se dedicaban al
marketing, a estrategias para venderse y ganar.
¿Relaciones humanas? puro comercio, como cualquier mafia. Fabulosas
escuelas se dedicaron a producir artistas de los negocios, enseñando lo
útil que es "ser fuerte con los débiles y débil con los fuertes". ¿Era
compatible este pensamiento homogéneo con la pluralidad de la sociedad?
Naturalmente, decían los maestros: ahí estaban las oportunidades,
cualquier cosa podía ser negocio. Crear riqueza era una obra social: la
gente ha nacido para consumir. Ante tal evidencia, pareció normal que
incluso la socialdemocracia europea quedara prendada.
Era una pirueta fabulosa, cultura de fantasía, un proceso delirante: donde esté el business
y su eficacia que se quite todo lo demás. De vocación homogénea y
fortaleza imbatible, se logró que la economía controlara la democracia,
la política, y se declaró la guerra al pensamiento crítico allá donde
todavía existiera, para que el exotismo de lo público (sanidad y educación, el mismo Estado) se rindiera a la cultura del business global.
Europa, reticente al delirio, era un objetivo fascinante, reto
difícil. Había que abordarlo con sutileza envolvente, deslumbrando,
atando corto y en espera del momento adecuado, ese de los líderes
débiles con ideas confusas. Ignorando las trampas, los avisos reiterados
de que lo real y lo fantástico tienen poco que ver cuando se trata de
que la gente coma cada día, unos líderes europeos no muy listos se
entregaron a la glamurosa causa. Así, el dinero público
procedente de la economía real se desvaneció en la nube voraz del gran
casino financiero. Y ya se sabe la continuación: "todos somos culpables
de la crisis económica", "hay que despedir para crear empleo", "cobrar
menos y consumir más". El siguiente paso es fácil de adivinar: "la
enorme bolsa de parados es la culpable del fracaso del Estado de
bienestar". Nacen los artistas de los recortes. Y así parece que hoy,
los españoles ya no somos mercado sino que nos postulan como alternativa
a lo que ya no son los chinos: mano de obra barata. ¿No es este el
ultrarrealismo que acaba de descubrir nuestro Gobierno de la mano de la
señora Merkel? Si el sueño del consumo y los mercados europeos se ha
terminado ¿adónde nos llevan?
¿Dónde acaba la fantasía y comienza la realidad? Algunos dicen que la fantasía era cosa de la izquierda, otros se burlan de los intelectuales melancólicos,
pero los hechos estaban y están en otro sitio. Basta con observar,
ahora mismo, donde está el sufrimiento para saber qué sucede en la
realidad. Los delirios de la contrarreforma antidemocrática y su cultura
están bien a la vista. Sobran ejemplos.
Margarita Rivière es periodista y escritora.
El País
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