Cuando deviene la crisis económica, y empeoran las condiciones
materiales de vida de la población, es natural que se exija a las
instituciones políticas una respuesta que consiga detener ese proceso.
Eso es lo que ha pasado en España en los últimos años. Sin embargo, la
sensación generalizada es que en este tiempo estas instituciones
políticas no han sido capaces, o no han querido, dar una solución al
problema. Como respuesta, instintivamente la población las declara
inútiles e ineficaces. Es ahí precisamente donde encontramos la
explicación fundamental de la creciente desafección por la política y
sus instituciones. La política institucional es considerada una
herramienta no válida para poder dar soluciones a problemas tan
acuciantes como el desempleo, los desahucios y el hambre. Se cuestiona a
las instituciones políticas y se cuestiona la democracia.
No obstante, el problema nace en considerar que realmente vivimos en
una democracia. Nada más lejos de la realidad. Vivimos en una democracia
aparente, en una ilusión política a la que hemos convenido en llamar
democracia. Porque el poder, en esencia, no se encuentra en las
instituciones políticas para las cuales elegimos a nuestros
representantes. El poder está más allá, descontrolado, irresponsable y
privado. El poder está en el dinero, en esas grandes empresas y grandes
fortunas –a las que a veces llamamos mercados- que son capaces de
doblegar los intereses de los parlamentos nacionales a través del
chantaje y la extorsión. El poder real es fundamentalmente poder
económico, y éste último no está sujeto a elección ninguna. Manda quien
más tiene y no quién más votos recibe.
Así pues el problema no es que la democracia y sus instituciones
políticas no funcionen. El problema que es que no tenemos democracia y
por lo tanto las instituciones políticas actuales son un espejismo de lo
que debieran ser. Tenemos una democracia simulada que, como afirma el
filósofo Žižek, hace en política las veces de cuento de los reyes magos;
todos sabemos que no existe pero mantenemos la creencia por respeto a
otros. Votamos cada cuatro años en un procedimiento litúrgico que ni
siquiera garantiza que los programas electorales se cumplan, pero que sí
logra conceder legitimidad a esta ilusión democrática. Una legitimidad
que en cualquier caso se va deteriorando porque ninguna farsa puede
continuar eternamente.
Este país necesita una democracia real. Pero para ello es necesario
un nuevo sistema político y unas nuevas instituciones que sí sean
capaces de resolver los problemas reales de la gente. El modelo del 78
está caducado y necesitamos construir un modelo nuevo y eficaz. Ello
requiere, necesariamente, poner coto al poder no democrático; es decir,
hacer que el poder económico esté subordinado a la democracia y sus
justas leyes. No podemos permitir que las decisiones sobre nuestro
futuro sean tomadas por individuos o empresas que únicamente buscan
maximizar sus beneficios sin importarles cuáles sean las consecuencias
sobre nuestras vidas. No podemos permitir, en última instancia, que no
exista democracia.
Son muchas las voces que han percibido el engaño y que denuncian que
efectivamente ni esto es una democracia ni tampoco un Estado de Derecho.
Son muchas las voces que reclaman una verdadera transición, una que nos
lleve desde la actual dictadura del dinero hacia la democracia de los
ciudadanos; desde la apariencia de democracia hacia la democracia real.
Para ese viaje colectivo necesitamos muchas manos, pero sobre todo
partir de un hecho incontestable: el problema actual no es la democracia
sino su ausencia.
En los próximos meses nos enfrentaremos a ese dilema. Tendremos que
elegir entre más democracia, apoyando un proceso de cambio institucional
radical, o mantenernos en esta falsa ilusión que amenaza con llevarnos a
una nueva edad media en la que la ausencia de democracia estará
aparejada a unas viejas y denigrantes condiciones de vida.
Alberto Garzón Espinosa
agarzon.net
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