En el imaginario colectivo se separa a los antaño llamados ricos del
nuevo agente económico: los mercados, que son anónimos, inidentificables.
El ciudadano de a pie de este
país se había ido acostumbrando a una secuencia que llevaba repitiéndose desde
hace unos meses, y que bien pudiéramos denominar las cuatro fases del
desdecirse.
Primer momento: el partido
llamado a ocupar el poder negaba rotundamente en campaña electoral la
pretensión de la medida X (referida, pongamos por caso, a recortes
especialmente sensibles, como sanidad, educación, pensiones o subsidio de paro,
a la subida del IVA, a la solicitud de rescate a Europa o cualquier otra medida
de gran importancia).
Segundo momento: ya en el
Gobierno, algún miembro del Ejecutivo o un alto cargo deslizaba la posibilidad
de reconsiderar lo negado con vehemencia en campaña electoral. De inmediato se
le desmentía con el argumento de que se trataba de “una reflexión personal en
voz alta” de la persona en cuestión, sin más valor político que ese.
Tercer momento: cuando, al cabo
de no demasiado tiempo, reaparecía el asunto a través de una oportuna
filtración, pasaba a afirmarse que el mismo “no está en este momento encima de
la mesa”. La ciudadanía barruntaba lo peor, al tiempo que empezaba a darlo por
descontado.
Cuarto (y último) momento: el
asunto se ponía, esta vez sí, encima de la mesa del Consejo de Ministros y
terminaba adoptándose la medida rechazada al principio. Las circunstancias eran
otras, argüía el portavoz de turno, y no ha habido más remedio que tomar tan
dolorosas medidas.
Hasta que, a mediados de julio,
llegó el gran recorte, y pasamos directamente de la mentira más o menos
enmascarada a la desfachatez más desenvuelta. La lista de gestos protagonizada
por nuestros políticos desde entonces sería demasiado larga para intentar
siquiera resumirla aquí, aunque hay que reconocer que ha sido el propio
presidente del Gobierno el que mejor ha sintetizado la evolución hacia una
nueva actitud. De aquel “haré lo que sea, incluso lo que he dicho que no iba a
hacer” ha pasado al actualmente en vigor “hago lo que me obligan a hacer,
aunque no me gusta”.
Antes de proseguir, dos
observaciones —casi tan obvias como inapelables— no pueden dejar de hacerse: si
la primera de las dos frases señaladas cuestionaba profundamente el sentido de
la actividad política por entero (¿alguien podrá volver a creerse en el futuro
una sola promesa formulada en campaña electoral?), la segunda convierte en
absolutamente innecesarios a la totalidad de nuestros políticos, que pasan a
presentarse como los gestores de la nueva fatalidad que nos viene de fuera. El
corolario ya lo han empezado a pensar muchos ciudadanos: si las cosas son así,
bastaría con que quienes de verdad deciden enviaran a nuestro país a sus
comisionados.
Consolémonos pensando en que, por
lo menos, esto ha convertido en obsoleto uno de los argumentos favoritos de
Rajoy, a saber, el de que tanto los recortes que imponía como cualesquiera
otras iniciativas que iba promoviendo eran de “sentido común” (incluso, por
cierto, cuando entraban en contradicción con las que él mismo había propuesto
el día anterior, que también habían sido defendidas apelando al “sentido
común”). Está claro que el presidente ya no se puede seguir atribuyendo el
poder omnímodo de fundar, de instituir, el sentido común, convencimiento al que
tal vez se debía que encontrara por completo innecesario proporcionar explicaciones
y efectuar comparecencias públicas. Es de suponer que si ahora no comparte las
medidas que se ve obligado a aplicar, será porque no las considerará “de
sentido común” (aunque la pregunta que se desprende de esta última
consideración es, si cabe, más inquietante que las anteriores: ¿qué hace
entonces este hombre aplicando medidas que juzga, de acuerdo con su propio
razonamiento, como insensatas?).
Señalado esto, valdrá la pena
destacar algunos matices específicos de la situación que nos está tocando
vivir. Un primer matiz, en el que quizá no valga la pena detenerse demasiado a
estas alturas, es el de la generalización del tópico de la responsabilidad
compartida (ya saben: ¿quién, en épocas de presunta opulencia, no se permitió
algún exceso que ahora no nos queda más remedio que pagar?). En cualquier caso,
el viejo tópico según el cual “todos somos responsables”, aplicado a nuestras
actuales circunstancias, además de desdibujar la responsabilidad de los más
poderosos, contribuye a generar insolidaridad entre los desfavorecidos, que
tienden a achacar la culpa de su situación a esos otros iguales —tan
desfavorecidos como ellos— que “vivieron por encima de sus posibilidades” o se
endeudaron más de lo debido.
Otro matiz específico de nuestro
presente, aunque directamente conectado con el anterior, es el de la
invisibilización de los auténticos responsables del caos actual o, si se me
permite formularlo con una cierta verticalidad, la separación, en el imaginario
colectivo, de los antaño denominados ricos y ese nuevo agente económico
constituido por los mercados. Estos últimos son líquidos, anónimos,
inidentificables y, por tanto, en esa misma medida irresponsables. Por
añadidura, en la medida en que los mercados en cuestión acostumbran a ser
ubicados imaginariamente en un fantasmagórico “exterior”, fácilmente pueden
quedar identificados con alguna variante de enemigo exterior y, en la misma
medida, servir para una artificiosa cohesión interna que ponga a los políticos
a salvo de la crítica.
Por su parte, los ricos, aunque
de un tiempo a esta parte prefieren no dejarse ver demasiado, han sido también
en gran medida liberados de casi toda exigencia de responsabilidad por la
irrupción de ese nuevo sujeto anónimo. Sin demasiada explicación, se ha ido
difundiendo la imagen de que han obtenido su riqueza merced a una lógica
(herencia, brumosas cualidades como emprendedores, etc.) distinta a la de los
mercados, pero que , en todo caso, da lugar a análogo resultado, que no es otro
que el de convertir a los adinerados en tan poco responsables como a aquéllos.
La generalización de ambos
convencimientos está contribuyendo a ocultar la realidad alarmante de que
nuestros actuales gobernantes, no solo tenían una agenda oculta, que se
cuidaron muy mucho de mostrar para acceder al poder, sino que disponen de una
hoja de ruta que señala a dónde quieren ir a parar, hoja de ruta que esconden
con el efectista argumento de las urgencias del momento, pero que está
comprometiendo severísimamente el futuro de las próximas generaciones con
decisiones de largo alcance. No la mostrarán ni que les aspen, pero habría que
recordar, como mejor argumento para no cejar en la exigencia, que la medida de
la rebeldía la proporciona la dimensión de aquello contra lo que uno se rebela.
Concédanme, se lo ruego, el exabrupto final: mientras ellos se dedican a
vociferar en sede parlamentaria “¡que se jodan!”, otros, tan cargados de razón
como de ira, empiezan a reclamar en la calle “¡que se vayan!”
Manuel Cruz es catedrático de
Filosofía en la Universidad
de Barcelona y premio Jovellanos de Ensayo 2012 por el libro Adiós, historia,
adiós.
El País
No hay comentarios:
Publicar un comentario