Sorprende que la Conferencia Episcopal Española, tan proclive a
pronunciarse no solo sobre lo divino sino también sobre todo lo humano
que no merece su aprobación, no haya hablado sobre una crisis económica
que dura ya casi cinco años y castiga a la mayoría de la población,
incluyendo a muchos de sus fieles. A título personal, el obispo de San
Sebastián, José Ignacio Munilla, ha pronunciado una homilía que contiene
algunas críticas atinadas sobre los escandalosos beneficios de las
instituciones financieras y sus sueldos blindados, a los que califica de
inmorales.
Sin embargo, no puede evitar una explicación del origen de la crisis
que se repite con frecuencia y que es menos inocente de lo que parece.
“En la medida en que Occidente ha ido perdiendo sus raíces cristianas se
invierten sus valores, colocando el tener por encima del ser. Es el
motivo último por el que nuestra sociedad se encuentra al borde de la
quiebra.” Y no se priva de repetir la consabida reprimenda a todos
nosotros, sobre la cual he escrito en Público (1/8/12): “Es obvio que estamos ante un pecado del que todos hemos sido cómplices”.
La raíz del problema habría que buscarla en el avance de la avaricia y
la deshonestidad, que han puesto el afán de lucro por delante del
bienestar de la sociedad. Este enfoque del problema implica la
suposición de que antes de la crisis los valores éticos gozaban de mejor
salud que en el presente y que se han deteriorado con el paso del
tiempo. Porque el término “crisis” alude a un cambio, a una situación
que no es permanente sino que se produce en un momento dado y que se
resuelve bien o mal en un periodo limitado.
La creencia de que la historia consiste en un proceso de decadencia no es nueva. Ya Ovidio en sus Metamorfosis
imaginaba la historia humana como un proceso de progresiva degradación:
de la edad de oro primitiva, en la cual los hombres gozaban de una
inocente felicidad, se pasa a la edad de plata, de bronce y finalmente
de hierro, en la cual reina la discordia y la maldad. Por no citar el
mito bíblico del paraíso terrenal y la expulsión de nuestros primeros
padres en castigo por su pecado.
Basta echar una ojeada a los tiempos pasados para poner en duda esta
creencia en el progresivo deterioro de los tiempos. ¿Será necesario
recordar que nuestros antepasados llevaban la merienda a la Plaza Mayor
para asistir a la quema de un hereje, que la esclavitud era legal hace
poco más de un siglo en uno de los países más avanzados de la tierra,
que en esa misma época las leyes imponían la discriminación racial y la
pena de muerte en muchas naciones occidentales, y que en épocas más
recientes era legal la discriminación de las mujeres y la condena a los
homosexuales? ¿Podría explicar Mons. Munilla cuándo florecieron esas
raíces cristianas que según él se han perdido? ¿Se refiere acaso a la
revolución moral que trajo la aparición del cristianismo y que la
Iglesia se apresuró a negar apenas consiguió asumir un importante poder
político?
Creo que el proceso ha sido inverso: no cabe duda de que en nuestro
mundo actual prolifera lo que entendemos por mal, hasta el punto de que
muchos millones de seres humanos están condenados a la miseria y la
muerte prematura mientras se desarrolla en el resto del mundo una
economía de la especulación y el despilfarro. Pero, aun así, creo que
estamos asistiendo en ese Occidente al que el obispo acusa de haber
perdido sus valores a un proceso que podría calificarse –con todos los
matices y precauciones necesarias– de progreso moral.
Es evidente que ese progreso no puede entenderse de manera lineal, ni
universal, ni mucho menos irreversible. Sería inútil pretender
cuantificar la cantidad de bien y de mal que existe en el mundo. Pero
mientras lo que llamamos mal sigue siendo lo que siempre fue, el
concepto de bien se ha enriquecido cualitativamente entre grandes
sectores de la población. El mal sólo ha conocido “progresos”
instrumentales: si antes se destruía la vida humana de modo artesanal,
hoy la tecnología ofrece sofisticadas maneras de matar, si antes los
abusivos privilegios sociales provenían del nacimiento, hoy dependen del
poder económico. El concepto de bien, por el contrario, ha tenido
cambios cualitativos importantes, desplazando el criterio moral desde
una ley abstracta situada más allá del mundo hacia el respeto del ser
humano de carne y hueso. Se abre paso –trabajosamente y con muchos
retrocesos- el convencimiento del carácter moralmente inviolable del ser
humano, el respeto a su autonomía personal. Platón o Aristóteles no
hubieran comprendido la necesidad de abolir la esclavitud, ni Kant la de
respetar las diferentes opciones sexuales, pese a que se trata de tres
pensadores de incuestionable sensibilidad moral. Pero además se comienza
a comprender –también trabajosamente- que ese respeto a la autonomía
personal no acepta límites basados en diferencias como el sexo, el color
de la piel o el lugar de nacimiento sino que se extiende a todo ser
humano por el mero hecho de serlo: una exigencia de universalidad que
era impensable hace pocos siglos y casi diría decenios y que debemos
sobre todo a esa Ilustración tan denostada por la Iglesia. Creo que la
actual crisis económica no es el resultado de una pérdida de valores que
existieran antes de ella sino un episodio más de los tantos que han
sucedido en la historia y que existen antecedentes de crisis mucho
peores que la actual en esos tiempos que añoran los partidarios de la
teoría de la decadencia
Sin embargo, los nostálgicos de los valores de antaño siguen pensando
que nuestra época ha perdido las virtudes de nuestros antepasados. Y
como sucede con todas las creencias, esta no es inocente. Porque
inmediatamente se propone la solución: para superar la crisis es
necesario que los ciudadanos recuperen los valores perdidos, y la
recuperación económica vendrá por añadidura. Es decir: no se trata de
evitar la especulación financiera ni de combatir el fraude impositivo ni
de denunciar la desigualdad y los paraísos fiscales ni de movilizarse
contra un sistema irracional sino de apelar a una -imposible- conversión
moral de los corazones de los hombres. Lo cual implica desviar la
atención del evidente fracaso del capitalismo financiero como sistema
para centrar nuestras preocupaciones en la moral individual, de tal modo
que una vez que hayamos logrado persuadir al género humano de las
ventajas de la virtud –es decir, nunca- será el momento de establecer un
sistema económico más justo. Mientras tanto, sigamos permitiendo que
los poderes financieros gobiernen nuestra vida.
Dicho lo cual hay que reconocer que esta crisis económica tiene un
fuerte componente moral, ya que más que de una crisis se trata de una
estafa provocada por la avaricia, la deshonestidad y la prepotencia.
Pero no porque antes tales vicios tuvieran una menor incidencia en la
vida pública sino porque son manifestaciones de aquella constante que
Kant llamaba “la insociable sociabilidad de género humano”, y que se ha
manifestado continuamente y de diferentes maneras a lo largo de la
historia. La peculiaridad de nuestra crisis actual consiste en que se
está llevando a sus últimas consecuencias un sistema económico
irracional, que tiende a sustituir la democracia, por la cual se ha
luchado durante siglos, por la dictadura de anónimos mercados
financieros. Pero este es otro tema.
Público.es
http://blogs.publico.es/dominiopublico/5662/crisis-economica-o-moral/
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