El PP está llevando a cabo con inusitada presteza lo que parece un
cambio del modelo de Estado en España. Se apoya en la mayoría absoluta
que otorgaron a Mariano Rajoy 10.830.693 ciudadanos, el 30,37% del
electorado. Conviene recordar que con más porcentaje y más votos,
Zapatero no la consiguió en los dos anteriores comicios.
No cabe poner en entredicho la legalidad del Gobierno del PP de
acuerdo con nuestras leyes electorales, pero sí preguntarse –a la vista
de sus actuaciones– si no está aplicando una mayoría “absolutista” para
obtener los fines que persigue. De entrada elude a casi el 70% del
electorado que no apostó por Mariano Rajoy. Tampoco da la impresión de
pensar en cuántos ciudadanos se inclinaron por él creyendo –en el más
estricto sentido de la palabra– que solucionaría la crisis. Lo más grave
sin embargo es la torsión del propio concepto de democracia, no solo en
actitudes, sino en leyes que se han puesto en vigor.
Un Gobierno democrático ha de atenerse a normas y convenios de mayor
rango que los resultados electorales. Para empezar, España es “un Estado
social y democrático de Derecho”, según consagra el Artículo 1º de la
Constitución. Social, no mercantil. Y por tanto asegura una serie de
derechos a los ciudadanos.
El derecho a la sanidad, por ejemplo. Está recogido en la
Constitución española, en la Declaración Universal de los Derechos
Humanos y está declarado desde 2010 por la ONU –de la que formamos
parte– “Derecho Humano esencial”. Pues desde este 1 de septiembre, el PP
deja sin sanidad pública gratuita a más de 150.000 emigrantes y
numerosos españoles que no cumplen los requisitos de una salud pagada en
virtud de contratos de trabajo.
La reforma laboral tampoco parece ajustarse escrupulosamente a varios
artículos constitucionales: el derecho al trabajo (artículo 35), el
derecho a la negociación colectiva (artículo 37) o el derecho a la
libertad sindical (artículo 28). El Gobierno –y su prensa afín– atacan
en particular a los sindicatos.
Por muchos que sean sus errores, su labor también está avalada por la
Declaración Universal de los Derechos Humanos en su artículo 23.4: “Toda persona tiene derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la defensa de sus intereses”.
En este sentido, que hayan dejado de ser vinculantes los convenios
laborales en las negociaciones colectivas sitúa al trabajador en la
indefensión ante el empresario. Agravada de día en día en el país que
ostenta el récord de desempleo del mundo desarrollado.
Estamos viendo cercenado el derecho a la justicia con las leyes de
Gallardón –que prácticamente reservan los recursos a las sentencias a
los más ricos y que han sido protestadas por el propio poder judicial– o
la supresión o restricción de los turnos de guardia de oficio en
algunas comunidades autónomas. Asistimos atónitos a presiones
gubernamentales para adoptar determinada postura como ocurrió para
intentar salvar a Dívar. La separación de poderes es consustancial a la democracia.
Sería prolijo para un artículo enumerar lo que no es sino una
actitud. ¿La que expresó en el Congreso de los Diputados el exabrupto de
la popular Andrea Fabra? Recortes e incrementos nada inocentes.
Copagos, merma de la ayuda a la dependencia y al desempleo, dificultad
de acceso a la cultura como si ese valor esencial fuera accesorio,
colegios segregados por sexo, discriminación de los alumnos en los
comedores según su poder adquisitivo, pavor a las tecnologías de la
información en los textos escolares, el aborto, la mujer tutelada de
nuevo, la familia, la autoridad frente al diálogo… una vuelta
al pasado, en definitiva, con fuertes tintes del capitalismo salvaje al
uso. Un cambio del modelo social.
El flagrante asalto a las radiotelevisiones públicas que han vuelto a
ser “de partido” y con destituciones arbitrarias debidas a la inquina
personal de dirigentes del PP, como ha ocurrido con Ana Pastor en TVE.
Con una gestión económica nefasta hasta límites que ni los más
críticos y conocedores de datos podían anticipar, con un país a las
puertas de un segundo rescate, en el que todas las cifras económicas se
desmoronan y pierden los ciudadanos calidad de vida y derechos en
cascada, el PP se desliza por terrenos peligrosos en el modelo de Estado
en el que está empecinado.
Y, además, la agenda del presidente como secreto inviolable.
Comparecencias parlamentarias –de Rajoy y de todo su equipo– que son
sistemáticamente rechazadas por la mayoría absoluta. O la ausencia de
auténticas entrevistas periodísticas y ruedas de prensa.
Hemos visto inducir conceptos perversamente erróneos que no parecen
basados solo en la ignorancia, al asegurar varios miembros del partido
gobernante que “la soberanía popular reside en el Parlamento”, según
atestigua el vídeo, por ejemplo, de la ministra Fátima Báñez. Es en el pueblo donde reside, y las Cortes la representan.
Un Gobierno ha de gobernar, pero ¿hasta dónde llegan las
prerrogativas de su mayoría absoluta? Si decidiera –que de ningún modo
es el caso– abolir la propiedad privada, ¿sería legítimo también? Pues
muchas acciones en la línea ideológica del PP asisten al mismo
contrasentido.
El ensañamiento con los funcionarios del sector público por ejemplo,
está destinado tan solo a privatizar servicios esenciales de este…
Estado social que costeamos con nuestros impuestos, en beneficio de unos
pocos.
¿Todo vale con las mayorías absolutas? Terribles ejemplos del pasado
hacen temer que no. La relajación actual de los valores democráticos o
la prioridad del pago a la especulación sobre las necesidades de los
ciudadanos dibujan inquietantes escenarios. También se decidió la
inclusión de esa prelación en la Carta Magna, sin más trámite, por la
mayoría de PSOE y PP, en este caso juntos.
Es la inacción de la sociedad la que posibilita estas conductas
desviadas de las que se convierte en cómplice. No basta con acudir a las
urnas. Cuando creemos en fundamentos básicos de nuestra convivencia,
como es el valor democrático del voto, hay que pensar en sus
condicionantes. Nadie como José Luis Sampedro definió mejor lo que nos
ocurre, yendo a las auténticas causas de la situación que nos está
llevando al abismo:
“¿Democracia? Es verdad que el pueblo vota y eso sirve para
etiquetar el sistema, falsamente, como democrático, pero la mayoría
acude a las urnas o se abstiene sin la previa información objetiva y la
consiguiente reflexión crítica, propia de todo verdadero ciudadano
movido por el interés común. (…) Se confunde a la gente ofreciéndole
libertad de expresión al tiempo que se le escamotea la libertad de
pensamiento”.
Vivimos tiempos muy duros que pueden llevar a perversiones
indeseables. Leyes y factores por modificar, de forma apremiante ante el
cariz de los acontecimientos. Pero cuando se ha incumplido el programa y
las promesas electorales, cuando la palabra de Rajoy (y de su equipo)
es papel mojado tras la lluvia de los hechos caída sobre él, y cuando
asistimos al cambio de un modelo de Estado, lo mínimo que se le puede
pedir a un partido democrático es que coteje en las urnas si ésa es la
voluntad de la mayoría real y convenientemente informada. Nuevas
elecciones. ¿Con este panorama político? Esa es ya otra historia que
también habrá que contar.
Rosa Mª Artal
Eldiario.es
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