Todo el mundo está obsesionado con el crecimiento, pero bien mirado,
en un organismo maduro todo crecimiento se corresponde en esencia con un
tumor". Esto lo dice Walter, uno de los personajes de Libertad,
la fabulosa novela de Jonathan Franzen que ha sido saludada por la
crítica estadounidense, y por buena parte de la española, como la novela
más importante del año pasado. Walter explica a la familia de su novia,
en una bochornosa escena que se desarrolla en un restaurante de
Manhattan, en los años setenta, los pormenores del informe Los límites del crecimiento, que promovía entonces el Club de Roma.
La escena resulta bochornosa porque a nadie le interesa lo que ese
joven intelectual, preocupado por el destino del planeta, se empeña en
contar; la familia de su novia está más bien por beber vino y repetirse
los chistes verdes de costumbre y la cuñada, después de la esforzada
intervención de Walter, pregunta: el Club de Roma. ¿Eso es como un Club
Playboy italiano?
La obsesión por el crecimiento, sobre la que sin
ningún éxito ensaya Walter en esa cena de novela, y sobre todo el
cuestionamiento de si todo lo que crece va necesariamente a mejor, viene
muy a cuento en estos tiempos en los que el ciudadano común vive
expandiéndose, cada vez con más frenesí, en ese territorio fragmentado,
vasto y resbaladizo, que son las pantallas electrónicas. Como si todos
estuviéramos capacitados para ello, nos entregamos a la multiplicación
de las tareas que nos ofrece toda la gama existente de instrumentos
electrónicos, y a ir consumiendo la información multiplicada,
multifragmentada, que estos nos brindan, como si eso fuera, en efecto,
una manera de crecer y de expandirse.
Un reciente estudio
publicado por la Universidad de Stanford, nos cuenta que los estudiantes
multitarea, esos que hacen los deberes mientras envían e-mails, o SMS o revisan su timeline
en Twitter, "reducen su capacidad y efectividad, pierden concentración y
tiempo, y terminan haciendo distintas cosas a medias". Además de que
tienen dificultades para distinguir la información relevante de la que
no lo es.
Vamos a obviar la parte en que esa obsesión colectiva
por el crecimiento y la expansión desemboca en la virulenta crisis
económica que ahora nos carcome, sin olvidar la exagerada atención que
últimamente, y llevado de la mano por los medios de comunicación, está
obligado a poner el ciudadano común en el crecimiento de la economía de
su país. Los indicadores de este fenómeno se han convertido en el nuevo
barómetro: cuando hay crecimiento económico del país, la gente sale
contenta como si le hubieran pronosticado un día de sol, y cuando no lo
hay parece que el hombre del tiempo hubiera pronosticado una borrasca.
Desde la suspicacia podríamos pensar en lo mucho que conviene a los
Estados tener en vilo al ciudadano con las noticias sobre el crecimiento
o decrecimiento de la economía; el estrés que generan termina
facilitando la implantación de medidas correctivas, de recortes,
despidos e impuestos que la población, debidamente amedrentada, aceptará
sin rechistar.
Las noticias sobre el pulso diario de la economía
no solo han venido a amargarnos la existencia, también han consolidado
esa idea de que lo que crece está bien, muy vivo y con mucho futuro, y
en cambio lo que no crece adolece de algo, está enfermo y con un pie
fuera de este mundo. Este planteamiento puede ser cierto pero no siempre
ni en cualquier circunstancia, porque en un organismo ya crecido el
crecimiento significa, como bien apunta Walter en la novela de Franzen,
un elemento que perturba la vida en lugar de hacerla más rica.
Veamos
lo que sucede en el ámbito cotidiano y doméstico, con ese crecimiento a
partir de la multiplicación de una serie de actividades que hasta hace
muy poco no existían: hoy una persona normal puede ir conduciendo su
coche, con la radio de fondo, mientras habla por teléfono con el manos
libres y, con la mano izquierda, vigilando con el ojo derecho que no lo
mire un policía, escribiendo un tuit. La multiplicación de estos actos
aparentemente mínimos afecta todos los estratos de la vida. Los niños,
que ya han nacido con el chip de la multitarea, hablan entre ellos
mientras juegan al FIFA en la PSP y simultáneamente ríen los gracejos de
Bob Esponja en la televisión.
Por ejemplo, una actividad tan
simple como oír música, que antes consistía en poner un disco, servirse
un trago y sentarse en un sillón a escuchar, hoy ha sido arrollada por
la multitarea, todos la oímos enchufados a unos audífonos mientras nos
desplazamos de un lado a otro ejecutando otras actividades. La música ha
dejado de ocupar la parte central, ahora es un fondo, un ambiente, un
elemento más del paisaje frenético que nos rodea.
Practicando la
multitarea se tiene la impresión de estar haciendo muchas cosas cuando,
en realidad, se hacen muchos fragmentos de cosas, y en este frenesí de
la expansión, nos encontramos con casos como el del blog: hasta hace muy
poco, para publicar una idea por escrito, primero había que escribirla y
después buscar un espacio donde publicarla. Hoy este orden ha sido
subvertido, lo primero que se consigue es un espacio para publicar, y
después se escribe lo que se puede, si es que se puede, para rellenar
ese espacio. Cualquiera posee el instrumental para hacer público un
texto, una idea, un ensayo, un cuento o una novela, el paradigmático know how está al alcance de todos, aunque este con frecuencia se vea anulado por el nothing to say.
El
crecimiento, la expansión, el ejecutar tareas múltiples por la simple
razón de que puedo hacerlas, mirados con un poco de distancia, son
pulsiones que tienen que ver con la ambición, con la desmesura y la
soberbia, con la vieja hýbris griega. El frenesí por el
crecimiento y la expansión conecta, por lo que tiene de inmodestia y de
supuesta rentabilidad, con la obsesión por la vida saludable, con la
educación de los hijos en jornadas histéricas llenas de cursillos para
que sean mejores, más crecidos y expandidos que los demás, o con la
fatigosa corrección política, esa inmodesta pretensión de gustarle a
todos, que en algún caso termina promoviendo, igual que estas otras
ambiciones, el crecimiento, el beneficio, el rendimiento, el dividendo,
la utilidad, el rédito, los intereses y las ganancias, es decir, el
canon económico de la vida, que es el punto al que quería llegar.
Se
impone pensar al margen de este sistema que lo envuelve todo las 24
horas del día y que nos invita ininterrumpidamente a tener más; hay que
bajarse un momento de este viaje frenético y preguntarse, ¿necesito
tantos aparatos?, ¿me hace falta tanta información?, ¿para qué sirve
acumular tanta salud?, ¿no será que tanto cursillo no deja ser niños a
los niños?, ¿será que tanta expansión, que esta apasionada multitarea,
es más que crecer un proceso tumoral que me está conduciendo a la
superficialidad, a la frivolidad, a la realidad alternativa y a la
distopía?
Esto no es un alegato contra la tecnología, ni un
suspiro nostálgico por ese mundo sin pantallas ni enchufes que se nos ha
ido para siempre. Todo tiempo pasado, sin duda, ha sido peor. Sin
embargo, habría que vigilar ese canon que nos ha impuesto la violenta
irrupción de la economía en la cotidianidad. Hace una década ¿a quién le
importaban las páginas de economía de los periódicos?, ¿o la sección de
economía de los noticiarios? Le importaban a los economistas, a los
banqueros y a los empresarios; no a los carniceros, ni a las porteras,
ni a los novelistas, como nos importan ahora. Hay que hacer un alto,
poner a raya la multitarea, privilegiar el pensamiento, hacer un
esfuerzo por concentrarse en una sola cosa, hacer actividades que no
representen ninguna ganancia, ya no expandirse ni crecer y quitarle a la
vida esa nueva connotación dineraria que nos impele todo el tiempo a
crecer y a multiplicarnos. Hay que parar de vez en cuando las máquinas,
sentarse a no hacer nada y desde ahí pensar, sin pantallas alrededor,
qué hacemos con la vida y con la crisis. Hay que generar ese espacio de
silencio, de disponibilidad frente a la existencia, que más pronto que
tarde será llenado por una idea genial.
Jordi Soler es escritor. Sus últimos libros son Diles que son cadáveres y Dalí y la más inquietante de las chichas yeyé (ambos en Mondadori).
El País
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