lunes, 20 de febrero de 2012

Cómo será el futuro

En nuestros locos intentos, renunciamos a lo que somos por lo que esperamos ser 
William Shakespere

Un 29 de octubre de 1919, hace ahora más de 92 años, se aprobó en la OIT [1] el primer convenio internacional por los derechos de los trabajadores (C1). Era el que acordaba establecer entre los firmantes la jornada de ocho horas, o de la semana de cuarenta y ocho horas en la industria. En 1928 llegó el salario mínimo (C26), poco después, la edad mínima para trabajar (C33), y dos años más tarde llegaron las prestaciones por desempleo (C44). Hace 80 años ya, que se limitó la jornada semanal a 40 horas con carácter general. ¿Sorprendente, verdad?
Hasta antes de la guerra IIGM los derechos de los trabajadores fueron ganando terreno. Unos sindicatos con músculo, y unas convicciones férreas, iban derribando todos los muros de tradiciones y pasado. Y eso era solo el principio, se miraba al futuro con esperanza, y no solo desde el proletariado. 

Qué tiempos aquellos en los que el destino se auguraba desde una lógica social, incluso desde ciertas corrientes capitalistas. El desarrollo tecnológico cautivaba los sentidos, la modernidad se podía tocar con la punta de los dedos. El mismo John Maynard Keynes (un capitalista recuperado de las estanterías desde el comienzo de la crisis como figura válida incluso por gran parte de la izquierda contemporánea), presagió jornadas laborales de 15 horas semanales para el 2030. El hombre ocupaba por entonces el centro del universo intelectual. La economía iba a estar a su servicio, y pronto disfrutaríamos de tiempo para lo importante, relegando las duras tareas de la obtención de lo imprescindible al fruto de nuestra inteligencia como especie; las máquinas. 

Estas previsiones no eran ni mucho menos el resultado de la imaginación desbordada de unos cuantos idealistas soñadores. Se trataba de una prospectiva basada en fundamentos válidos, y adelantada por las mentes más prestigiosas del establishment de la época. Todo estaba calculado, bueno, todo no; solo dejaron de incluir en sus cálculos el hecho de que la codicia no puede permitir la igualdad, ni la libertad. Y por lo visto tampoco habían perdido mucho tiempo en estudiar dónde se encontraban realmente. Hoy ocurre exactamente lo mismo, pero con mayor delito, porque la tendencia es la opuesta. 

Lo dicho, todo era muy sólido (aún no había nacido Marsall Berman), y desde ese prisma la argumentación incontestable. Entonces… ¿Cómo llegamos a aceptar un mundo en el que un medio superase el valor del fin para el que se creó? 

No es demasiado complejo explicarlo (ahora), pero para empezar vamos a tener que hacer acto de contrición con/contra nuestra inteligencia, y admitir que hemos sido estafados. Nos han colado un timo de la estampita generacional elevado a la googolésima potencia. 

Un estudio reciente de un investigador de Princeton – Iain Couzin–, estima que la democracia necesita un elevado número de personas ignorantes para funcionar. Desconozco si el estudio con grupos de animales es extrapolable al ámbito de la psicología social y la sociología como él conjetura, pero es indudable que la conclusión es fácilmente aceptable si por democracia, se refiere Couzin, a este nuevo paradigma en el que unos dicen que existe, y el resto se lo cree. 

Sin medias tintas; incluso la mayoría de los críticos reputados desconocen el funcionamiento del sistema. Están condicionados por él. Es por esto que algunos siguen apelando a fórmulas reformistas, sin perjuicio de aquellos que lo hacen por adecuarse a una realidad incontestable. Es mucho más llamativo en cualquier caso el “hasta entrañable” esfuerzo de algunos autodignificados y sobrios academicistas, siempre henchidos de doctrina y seudocientífico empirismo económico. Estos contertulios habituales de cómicas emisiones televisivas disfrazadas de debate riguroso son, los que aún siendo carne de cañón, defienden tesis que a muchos nos provocan, una vez superada la indignación, una sonrisa condescendiente. 

Profesores y expertos en economía con una capacidad intelectual tan precaria como el modelo que los dejará con una mano delante y otra detrás excepto que acepten su rol de mascotas: el siempre elástico libre mercado ¿Es o no entrañable? 

Si esto llama la atención, no lo hace menos ese sector que les replica defendiendo el reformismo; sí al libre mercado “pero regulado”. ¿No han visto el oxímoron, o no lo quieren ver? 

Para empezar, los defensores del libre mercado son por naturaleza y por lógica, partidarios de la desregulación, es su credo, lo dice su propia definición (a veces no queremos leer, ya lo dijo Cervantes), y por si fuera poco, para ello incluso han creado una figura imaginaria que se conoce como “la mano invisible”, que es el eufemismo para nombrar sin definir, el presunto automatismo que aplica la propia estructura basada en la competencia: el mejor domina, el apto sobrevive. Darwinismo en estado puro, o cómo aplicar el equilibrio sin considerar que el todo es más que la suma de sus partes. 

Hay alguno de estos correligionarios que incluso han criticado duramente el salvataje público a la banca privada. Los hay muy puristas, muy ortodoxos, “gente seria”. Estos son precisamente los que han olvidado (o no quieren recordar) que todo lo que existe en este planeta es de todos y de nadie, y no de los que sean capaces de dedicar más tiempo a satisfacer su enfermiza codicia acaparándolo. Si esto no se acepta, el modelo no deja de ser una estafa (lo es). Por esto, y sobre el papel, a título estético, para evitar que nos matemos entre nosotros por apropiación indebida, se firma tácitamente al nacer un “contrato social”, que viene a significar lo mismo que un “vamos a llevarnos bien”. El problema es que hemos olvidado que existe, y que está basado en contraprestaciones por usufructo. 

Estos personajes, en su demencia, defienden que el más capaz se mantendrá arriba (algunos ilusos creen que son capaces de llegar, que están bien adaptados a ese sistema. Otros sí lo están, a la par que su psicopatía). Es una lástima que esta gente nunca haya contado (es ironía) con la importancia de la posición previa; de partir con ventaja. Y tampoco han exigido en su ortodoxia hacer tabula rasa para empezar su estúpida competición. Que le digan ahora a un “emprendedor” con 3000 € que compita en el mercado de la alimentación con Mercadona; mucha suerte (Eso solo es posible de partida con condiciones similares, lo comento por si algún inspirado se ve tentado de recordar los orígenes de esta empresa). O a un particular que intente igualar a Goldman Sachs. El mercado libre es el caldo de cultivo del oligopolio, cuando no lo es directamente del monopolio. Pero es sobre todo la excusa para perpetuarse haciendo parecer que hay libertad para competir. 

Estos, los puristas con vocación, son “cortitos mayores o jóvenes ambiciosos” que se han tragado el cuento de la lechera de mamá educación dirigida y de papá modelo social. No ven más allá, porque es muy cómodo llegar a la primera meta, y no hacer el esfuerzo de dudar si hay otras. ¿Qué más da que para llegar hasta aquí haya tenido que existir sociedad? Me han enseñado a mirar por mí y nadie me ha dicho que existían otros con los mismos derechos. Hijo mío “tú lo vales”. 

A los otros, a los que pueden tener solución, habrá que preguntarles cómo van a convencer a los todopoderosos amos del mundo para que se dignen a aplicar esas reformas que reivindican. Algunas de esas firmas las publicamos aquí haciéndonos eco, porque son las exigencias de buenas personas. Pero sus propuestas mantienen células del cáncer de la iniquidad que afecta al modelo actual. Y puestos a que no nos hagan ningún caso, vamos a idear un edificio nuevo, y no la reforma de uno con los cimientos destrozados. Puede que hasta ahora tuviera alguna lógica ser conservadores (cautelosos, pragmáticos, realistas), pero eso ya no tiene sentido. 

Han metido el miedo en el cuerpo hasta a la gente digna. Hablar de lo público (lo que es de TODOS), tiene una espantosa prensa, por algo será (los generadores de opinión responden al criterio de sus señores). La iniciativa privada es eficiente, y lo público es un desastre, y sin embargo ha tenido que ser el Estado el que rescate a la banca. Lo ineficiente ha rescatado al eficiente causante privado de la crisis. Qué cosas. En realidad ha sido un expolio y no una crisis, pero eso lo dejamos para otro día. 

No se habla de empezar una sociedad bien regulada, en la que quien no colabore pudiendo hacerlo no disfrute sus ventajas. En la que nos sintamos orgullosos de participar, porque participamos en lo nuestro y disfrutamos con ello. En la que la valía no conduzca a la diferencia de clase sino a la diferencia de satisfacción. En la que todos los bienes y servicios básicos sean del Estado (de TODOS). En la que se facilite la iniciativa cultural. En la que prime el beneficio colectivo sobre el individual, y en la que dispongamos de mucho tiempo para crecer como personas. En la que no creamos que la solidaridad nos perjudica sino que nos beneficia. En la que lo accesorio tenga su valor real, en la que una vivienda, la alimentación, la salud, la educación y la comunicación sean un derecho inalienable, y en la que por poner un ejemplo de estulticia, comerse una naranja en junio precise el salario de un mes para cualquiera. No hay que prohibir nada, hay que ajustarlo a la realidad de un modelo de racionalidad en un planeta de recursos finitos. 

Una sociedad en la que todos conozcan la diferencia entre valor de uso, valor de cambio y valor agregado. En la que se regule adecuadamente la especulación y la codicia. En la que no se permita estafar. En la que el desconocimiento de la Ley sí exima de su cumplimiento, pero en la que ningún ciudadano la desconozca. En la que nadie quiera ser más que nadie, pero especialmente en la que nadie pueda ser más que nadie. En la que las decisiones se tomen entre todos. Una sociedad del bien común. Puestos a pelear por algo, ¿por qué no pelear por esto? 

Y ahora bajemos a la tierra. En el momento en el que nos agitemos ante la imposibilidad de movernos, nos daremos cuenta de dónde estamos. Y no tardará en ocurrir. También les ocurrirá a los que creen que no pasa ni pasará nada. Por eso es importante tener una base. Una revolución sin ideas claras es la placa de agar para regímenes totalitarios. 

Dicho esto, no sé cómo será el futuro. Solo tengo argumentos para desmontar y para proponer, pero estoy tan perdido como cualquiera a la hora de prever el momento del presumible desenlace. No se me ocurre ninguna idea genial, ni tampoco creo que sea posible sumar a demasiada gente (la cultura del individualismo está demasiado arraigada). Pero sí te ruego algo a ti que me lees; que si eres capaz de liberarte de convencionalismos inculcados, les hagas saber a todos que estás harto. Puede que esto cree una corriente positiva. Sé uno más en portar un símbolo de desacuerdo. No te va a hacer menos respetable y no dañará tu imagen. Pásate por el enlace, y súmate al movimiento marrón sobre blanco, no esperes a que los demás lo hagan por ti. Tú eres el que lo inicias todo. 

Lloramos al nacer porque venimos a este inmenso escenario de dementes.  
William Shakespeare

Nota:
[1] Organización Internacional del Trabajo: http://www.ilo.org/ilolex/spanish/convdisp1.htm

 Paco Bello


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