En Europa, superamos hoy los 19 millones de parados. Este año 2012 va
a ser particularmente cruel y, al mismo tiempo, siguen por doquier las
reducciones de toda índole. Un hecho poco estudiado es el aumento del
número de suicidios en diferentes países en crisis. Una investigación
publicada en febrero de este año por el psiquiatra y profesor de
medicina legal Michel Debout, especialista en suicidios, demuestra que
entre finales de 2008 y 2011, periodo en el que el auge del paro en
Francia llegó a los 6.480.000 parados, hubo también 759 suicidios
directamente vinculados con este aumento. Esa cifra afecta sobre todo a
los que se encuentran entre 35 y 65 años. El movimiento al alza parece
ineluctable: mientras el número de suicidios bajaba desde 1987, ha
vuelto a subir desde comienzo de la crisis: 10.127 en 2007; 10.353 en
2008; 10.499 en 2009. Subraya el profesor que: “Se puede temer lo peor
para 2012 y 2013, particularmente para los comprendidos entre 40 y 55
años” y, tras poner de relieve la ausencia de asistencia a las víctimas
potenciales por parte de los poderes públicos, pregunta: “¿Por qué no se
organiza un apoyo médico y psicológico a los parados? La sociedad
mostraría así a esa gente que todavía cuenta. Un parado se suicida
porque ya está socialmente muerto, y porque ya no tiene más sitio”.
El problema es que —tal y como lo pregonaba Margaret Thatcher
alabando el hecho— para el liberalismo la “sociedad” no existe: lo que
hay son individuos aislados, a menudo opuestos, y autoridades públicas
organizando restricciones. El sistema político tiende, aceptando la
lucha de todos en contra de todos, a volverse solo penal, “vigilante
nocturno” del capitalismo liberal. Y la solidaridad, sacrificada sobre
el altar de la “competitividad”, es un deseo piadoso.
Sabemos que la crisis actual es del mismo o quizá peor tamaño que la
de 1929. Sus efectos se pueden medir cuantitativamente en número de
parados, empleos precarios, bajada de sueldos, aumento de la
competitividad entre los asalariados que sufren el chantaje al empleo.
También sabemos los efectos colaterales sobre el medio ambiente (primera
partida presupuestaria suprimida o drásticamente reducida por todos los
poderes políticos europeos desde 2008), la reducción de inversión en
todo lo que mantiene un vínculo social digno (sanidad, educación,
vivienda, etcétera).
Pero lo que se mide más difícilmente y sin embargo está directamente
ligado a la crisis, es la dimensión subjetiva, humana, psicológica, de
la crisis sobre los seres humanos. Ya en los años treinta, el gran
sociólogo austriaco Paul Hartzfeld publicó una investigación, Los
parados de Marienstrasse, que ha quedado como una obra maestra sobre los
daños del paro en la identidad personal del parado. Sus características
son invariables: el paro de larga duración provoca el desprecio de uno
mismo, la distancia respecto a (y a menudo de parte de) los demás, la
devaluación del estatus en el seno de la familia, la pérdida de
confianza y el debilitamiento en la competición social, la aceptación
cada vez más resignada de la degradación de las condiciones de vida. Lo
más importante es el sentimiento de derelicción, esto es, de desamparo,
abandono, inutilidad social, que invade al ser humano así humillado. Lo
más duro es el despertar diario sin nada que hacer; el vivir otro día
más el fracaso social, no ver el fin del túnel, el fin del ser nada. Lo
más indigno es pedir ayuda, cobrar el paro, cuando uno quiere trabajar.
Las consecuencias políticas de tal situación también pueden a veces
ser desastrosas para la civilización: la exclusión social puede llevar
al auge de movimientos antidemocráticos, xenófobos, y, sobre todo, a una
batalla encarnizada en contra de los que tienen un empleo. Y eso no es
por casualidad, sino más bien porque los responsables de la crisis hacen
todo para desviar la cólera de las víctimas dirigiéndola en contra de
los “privilegiados”, funcionarios públicos, familias asistidas,
trabajadores inmigrantes.
Las políticas asistenciales de los poderes públicos son cada vez más
restrictivas, y ahora en Europa ya hay cientos de miles de parados
echados a la calle, sin ayuda ninguna. El desamparo: esa es la categoría
psicosocial más adecuada para definir la patología dominante en esta
crisis. Los parados europeos, tanto como, en adelante, la población
activa, no tienen a menudo más que un tema de movilización: “¡Basta, no
podemos más!”. No es un grito de reivindicación, sino de extenuación,
salvo si uno se deja invadir por lo peor: desaparecer.
Sami Naïr
El País
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