martes, 26 de febrero de 2013

Desmercantilizar la vivienda

En el Estado español se ha apostado por entender la vivienda como mercancía y por el mercado como el mecanismo más eficiente para conjugar la oferta con la demanda de viviendas, sea a través del alquiler o, sobre todo, la compra.

Pero queda cada vez más patente que no existe tal equilibrio: cientos de desahucios son confrontados cada semana con una barrera de cuerpos, la ocupación de viviendas vacías se dispara, las calles se llenan con una movilización creciente y también los suicidios son cada vez más frecuentes. Esto no pasa con la mayoría de mercancías, uno no se quita la vida por no poder comprarse un par de zapatos, tampoco es común okupar tu propio coche si no puedes pagar las letras.

Estas cuestiones quedan excluidas del análisis económico ortodoxo, relegadas en todo caso a pequeñas distorsiones o externalidades negativas mencionadas a pie de página. Pero no es así desde otras aproximaciones en la economía.

La vivienda se encuentra en la intersección de dos mercancías ficticias: el trabajo y la tierra. Este es el término que Karl Polanyi utiliza para aquellas mercancías que no acaban de encajar en su definición más común, eso es, la de un objeto producido para su venta en el mercado. El trabajo es indisociable del individuo humano portador de esta peculiar mercancía y la tierra no es más que otro nombre para la naturaleza. Según Polanyi, forzarlos en un formato mercantil y permitir que el mecanismo del mercado sea el único director del destino de los seres humanos y de su entorno natural es un proyecto utópico y peligroso. Ninguna sociedad podrá soportar sus excesos y vaivenes y saldrá necesariamente a defenderse de ellos.

Otro Karl, en este caso Marx, analizó la forma que toman las mercancías en el capitalismo y las tensiones que existen entre sus valores de uso y valores de cambio. En cuanto a la vivienda, el valor de uso se refiere a sus características de refugio, de lugar de descanso, de espacio de privacidad en el que se desarrollan relaciones afectivas, en el que se construye un hogar, etc. Este es el valor que la inmensa mayoría de las personas le otorgamos a nuestra vivienda. Pero por otra parte está su valor de cambio, el valor que se calibra en el mercado y se expresa en términos cuantitativos por el dinero, en este caso el precio del alquiler, la hipoteca o la compra.

En las últimas décadas, más y más personas también han estado relacionando su vivienda con una forma de ahorro, de tenencia de un activo, para realquilar, para revender, como garantía para un crédito, en definitiva, por su valor de cambio. Inversores y empresarios también han estado invirtiendo crecientemente en el mercado inmobiliario, pero no por su valor de uso, no con la intención de formar un hogar o hacer vida de barrio, sino por su valor de cambio, con la intención de vender en un futuro y obtener beneficio.

Esta dinámica, como ya sabemos, desató una deriva especulativa en la que el elevado precio de la vivienda generaba exclusión en el acceso para mucha gente y excesivo endeudamiento para mucha otra. En otras palabras, el comportamiento acelerado del valor de cambio dificultaba cada vez más el acceso al disfrute del valor de uso de la vivienda.

En el capitalismo, el valor de cambio de las mercancías acaba dominando sobre su valor de uso, y cuando la mercancía en cuestión es la vivienda, las consecuencias sociales son especialmente nefastas. Así, mientras que Polanyi remarcaba la necesidad de proteger espacios de la vida social del molino satánico del mercado, Marx reivindicaba relacionarnos con las cosas por sus valores de uso.

Estas aportaciones apuntan a la necesidad de un modelo de vivienda desmercantilizado y centrado en el uso. Pero cuando el gobierno busca asesoramiento para trazar sus políticas públicas de vivienda, no se apoya en el análisis de estos dos clásicos economistas, sino que tira de sus particulares “expertos”: los mismos economistas cuyos desarrollos teóricos no captan la conflictividad social que al resto nos resulta tan obvia y visible.

Pensando en dos frases típicas que se repiten sin cesar: “los economistas dicen que…” ¿Qué economistas?; “según los expertos…”, aquí merece especial mención Ada Colau de la PAH en su intervención en la Comisión de Economía del Congreso frente a un supuesto erudito en el tema: “No es un experto. Este señor es un criminal, y como tal deberían ustedes tratarle”.

Lorenzo Vidal
Miembro del colectivo econoNuestra
Público.es
http://blogs.publico.es/econonuestra/

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