lunes, 4 de febrero de 2013

¿Quién nos defenderá de este progreso?

Tratando de comparar la desvertebración actual con la vivida a inicios de la Era industrial, hablemos de la distinta reacción de los trabajadores: el ludismo y el cartismo[1] supusieron una respuesta temprana al ataque a la dignidad humana que suponía la búsqueda de la maximización del beneficio empresarial asistida por la sustitución del trabajo humano por las primeras máquinas. Comparativamente, y salvando las obvias diferencias del contexto histórico, podríamos afirmar la inexistencia en la actualidad de una respuesta articulada a la altura de las circunstancias, ante las agresiones de los derechos conquistados desde inicios del siglo XX, como sí la hubo en otras épocas cruciales de cambios sociales.

Para entender la pasividad de los más afectados habría que echar la vista atrás y reconocer cómo en las décadas posteriores a la II Guerra Mundial, los poderes fácticos y políticos del mundo industrializado crearon una visión del ser humano basado en su capacidad consumista, dejando a un lado la concepción primaria de ciudadano, definido por sus derechos políticos en una comunidad de iguales.

Paulatinamente, los cimientos de la sociedad posbélica fueron atacados. Se decretó el “Fin de la Historia”[2] desde los centros de poder, lanzando a la sociedad civil la interpretación de haber alcanzado cierto bienestar material y cultural como una situación inamovible. Un llamamiento al abandono del afán de superación, una sentencia de muerte al progresismo como ideología que percibe al ser humano en tanto en cuanto “ser capaz” de mejorar su realidad y la de su comunidad constantemente. A cambio de ese anhelo de progreso casi espiritual, surgido del vencimiento del fascismo, se crea un nuevo patrón de pensamiento único, lanzado al hedonismo y al consumismo sin límites.

Es imposible diagnosticar si fue antes la implantación de este pensamiento lo que llevó a la gente a mirar hacia la actividad política con desprecio, o fue el desprecio hacia la política de las élites intelectuales lo que dejó esta actividad humana en manos de personajes mediocres, que proyectan la imagen de estar aprovechando su estatus para el enriquecimiento personal, tan alejada de vieja visión romántica del sujeto político guiado por sus ideales. El desprestigio global de la política es una enfermedad sin remedio conocido en las democracias más “consolidadas”, como las de EEUU y la UE. Un ejemplo clarificador es la baja participación en las elecciones al parlamento europeo[3] desde su creación o la exigua participación en las elecciones presidenciales de EEUU, salvo momentos de especial trascendencia como fueron las elecciones de 2008 que encumbraron a Barack Obama.

De igual forma, los estados más influyentes del mundo, después de la superación de los enfrentamientos mundiales se erigen como garantes de la paz, degradando progresivamente su imagen al ser focos continuos de conflictos deslocalizados, tratando de intervenir en las decisiones políticas de las antiguas colonias que, aparentemente independizadas durante la segunda mitad del siglo XX (además de los países latinoamericanos), se convierten en marionetas en manos de las grandes potencias mundiales en su afán por conservar o engrandecer su estatus internacional. Las Naciones Unidas, creadas como organismo supranacional para el mantenimiento de esa paz mundial prometida, llega a principios del siglo XXI, y principalmente tras la imposibilidad de impedir la intervención en Irak en 2003, como un ente vacío, desprestigiado y ninguneado por las grandes potencias, y por ende, inútil e inservible a ojos de la opinión pública.

El Estado fue el instrumento creado por los grandes ideólogos de los siglos XVII y XVIII[4] como la estructura capaz de acabar con las arbitrariedades jurídicas, económicas, sociales y culturales del Antiguo Régimen. Centralismo, profesionalización del ejército, burocratización de la Administración, unificación legal y libre intercambio económico, fueron los pilares sobre los que se asienta el Estado-Nación en el siglo XIX. Durante su implantación aparecen dos nuevos componentes: ampliación de los derechos políticos y creación de garantías redistributivas del Estado, al hacerse cargo los poderes públicos de la caridad antes practicada por las instituciones religiosas.

Ante la creciente industrialización, se deja sentir la falta de regulación en las condiciones del trabajo, y obligados por la conflictividad social, los gobiernos optan por la regulación y la aceptación de los sindicatos como agentes sociales ineludibles para el mantenimiento de orden interno. Con la legalización de sindicatos moderados, se neutraliza el amplio seguimiento que, a principios del siglo XX, tenían los anarquistas en los países con mayor población rural y habían tenido durante el siglo XIX los mecanoclastas (luditas) en los núcleos más industrializados. Tras el paréntesis de las guerras mundiales y la derrota de los fascismos -máxima expresión de la vuelta a los regímenes antiguos, donde los derechos laborales y políticos eran sacrificados en el altar del Estado y del mantenimiento en la cúspide de éste de las grandes fortunas nacionales (suponiendo en la práctica la reproducción de una plutocracia)- , la reconstrucción de la posguerra se caracterizó en cuanto a los avances sociales, por el reconocimiento de los derechos laborales como parte fundamental de los Derechos Humanos[5].

La creación del Estado del Bienestar, con origen en los países de Europa del Norte, se convierte en el máximo exponente de la adecuación del sistema capitalista a la realidad incuestionable de que el propio sistema es generador de excedentes humanos[6]. La salud del Estado se convierte en garantía para la supervivencia del individuo. Pero este fenómeno está muy localizado. En Estados Unidos, por ejemplo, dos pilares básicos del Estado del Bienestar europeo, como la sanidad o la educación siguen en gran parte dependiendo de negocios privados. Esta especificidad norteamericana se explica de forma general por el rechazo hacia el patrimonio público, en que se ve la encarnación del comunismo, régimen instalado en la enemiga Unión Soviética.

Dentro del mundo capitalista se va dando forma a la distinción de dos modelos, diferenciados esencialmente por la consideración del papel a desempeñar dentro de la sociedad por los poderes públicos y los intereses privados.

La caída de la URSS provocó de forma automática la proclamación del capitalismo como  único sistema viable para las sociedades humanas. Pequeños reductos de economía socialista subsisten abocados al empobrecimiento paulatino, debido a la carencia de mercados exteriores y la desventaja de su productividad con respecto a las economías capitalistas. El gran gigante chino moldea su sistema originalmente socialista, hasta converger hacia la caída de la URSS en una economía mixta “de Estado”, que en la práctica se convierte en una fábrica de productos baratos que abastecen a todo el mundo, mientras su enorme riqueza derivada de su inmensa población, es capaz de hacerse cargo de la deuda pública de las grandes potencias, como Estados Unidos[7].

El modelo europeo del bienestar dibuja sus primeros pasos en el siglo XXI atenazado por dos gigantes económicos que marcan el camino a seguir en dos direcciones:

-por un lado, el adelgazamiento del Estado en aras de una mayor liberalización de los mercados como garantía última de la libre competencia, se convierte en un credo incontestable del neoliberalismo dominante. Tanto, que los estados se desprenden de empresas dominantes en sectores estratégicos por un precio inferior a su valor real, descapitalizando el enorme patrimonio que era garantía de la protección social. La rebaja de impuestos como demostración inequívoca de la fidelidad a esta nueva religión económica, obliga a los estados a acudir a los mercados de deuda para capitalizarse. Y la irrefutable condición de que quien pone el dinero manda, deja a los estados en manos de los mercados internacionales que, con el nombre genérico de acreedores, esconden la identidad de vastas fortunas capaces de manejar las políticas nacionales desde los mercados bursátiles, en consonancia con los deseos de organismos financieros internacionales como el FMI o el BM.

- el otro lado de la tenaza es la creciente ocupación de mercados tradicionalmente europeos en África, Asia y Latinoamérica por China. Incluso a día de hoy se podría hablar de la invasión de los propios mercados nacionales por productos a precios tan bajos que impiden la competencia de los productos autóctonos. La superproducción a bajo coste del gigante asiático es posible en gran medida por las paupérrimas condiciones laborales de que son víctimas los trabajadores chinos. Interminables jornadas de trabajo para unos sueldos de subsistencia es el combustible para que la máquina china siga acaparando a paso acelerado parcelas estratégicas del comercio mundial.

En conclusión, la persecución del máximo beneficio privado se ha convertido en el objetivo último de la humanidad en este comienzo del siglo XXI, al menos en los países industrializados y en las economías pujantes. Poco importan ya cuestiones hace escasas décadas esenciales en el marco general: si un país se declaraba república o monarquía, socialista o liberal. Los objetivos de país se encuentran superados y la interculturalidad es uno de los principales rasgos de la globalización. Los proyectos de sociedades futuras (e inmediatas) no hablan de derechos, dignidad, superación de la pobreza, alfabetización, ni de igualdad. Grandes números, cifras incomprensibles para una mayoría de la población mundial han sustituido al hombre como epicentro del proyecto de civilización.

En medio de toda esta vorágine de cambios frenéticos, el individuo asiste a través de “mass-media” que forman una opinión mundial conformista, como simples víctimas incapaces de jugar un papel activo ni tan siquiera en la construcción de su realidad más inmediata.

Los centros de decisión se alejan cada vez más del ciudadano, degradado al nivel de simple consumidor. El gobierno del mundo parece concentrarse en círculos cada vez más reducidos. La consigna parece clara: hacer que el ser humano se sienta cada vez menos dueño de sí mismo, convertirlo en un simple factor productivo, una fuente de la riqueza ajena; una riqueza que se convierte en el privilegio de unos pocos.

Primero nos dejaron como única opción para ser felices la satisfacción de lo material, para ahora mostrarnos que esa realidad no puede ser conocida más que a través de las pantallas de nuestros televisores. Y ahora, una vez que su mensaje del individualismo a ultranza ha hecho desaparecer casi por completo el sentimiento de pertenencia a la comunidad y la solidaridad como respuesta a las agresiones externas, ¿quién nos va a defender de un destino tan miserable?

Tal vez sea tan sólo el cambio de paradigma, la reestructuración que acompaña a cada crisis. Se podrá argumentar que el cambio tecnológico es una prueba definitiva para interpretar de este modo determinista la coyuntura actual. Lo que parece cada vez más seguro es que asistimos, al menos, al comienzo del fin del mundo tal y como lo hemos conocido hasta ahora. Algo que, por otra parte, no representa mayor novedad en el devenir de la humanidad, puesto que el tiempo siempre ha sido sinónimo de la destrucción de lo existente y la construcción de lo novedoso. La cuestión es cómo hacer para que el progreso, según su propia definición, sea para mejorar. De lo contrario, habremos de inventar una nueva acepción para el progreso que contemple la posibilidad de que éste sea involutivo[8].

¿Quién dijo que habíamos alcanzado el fin de la Historia? La dialéctica humana impide que el tiempo se pueda parar.

David Adolfo Caballero Ortiz
*Licenciado en Historia y Estudiante de Sociología.


[1] Movimientos pioneros en la defensa de los intereses de los trabajadores. El ludismo era contrario a la mecanización del trabajo, que reducía la necesidad de mano de obra. El Cartismo fue un movimiento de un programa más amplio en su reclamación de derechos sociales y políticos universales. Ambos surgieron en la Inglaterra del siglo XIX.
[2] Francis Fukuyama acuñó este término, al que siguieron el fin del arte, de las ideologías, etc., que configuraban un mundo postmodernista caracterizado por un relativismo generalizado.
[3] Valga como ejemplo, el dato de participación en las elecciones europeas de 2009 en España, inferior al 34%. Ver: http://www.abc.es/20090607/nacional-politica/participacion-elecciones-europeas-200906071409.html
[4] Entre ellos cabe destacar a Maquiavelo, Leibniz, Hobbes, Locke, Montesquieu o Rousseau.
[5] “…La Organización asumió su carácter universal, los países industrializados pasaron a ser una minoría ante los países en desarrollo, el presupuesto creció cinco veces y el número de funcionarios se cuadruplicó. La OIT creó el Instituto Internacional de Estudios Laborales con sede en Ginebra en 1960 y el Centro Internacional de Formación en Turín en 1965. La Organización ganó el Premio Nobel de la Paz en su 50 aniversario en 1969”. Ver: http://www.ilo.org/global/about-the-ilo/history/lang--es/index.htm
[6] Citando el ya clásico de Eduardo Galeano: “…el sistema vomita hombres…”. Galeano, E.: Las venas abiertas de América Latina, pag. 19, 2007.
[8] Una amplia reflexión sobre estas cuestiones y otras subyacentes se encuentran en: Sennet, R.: La cultura del nuevo capitalismo, 2007.

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