Tratando
de comparar la desvertebración actual con la vivida a inicios de la Era
industrial, hablemos de la distinta reacción de los trabajadores: el
ludismo y el cartismo[1]
supusieron una respuesta temprana al ataque a la dignidad humana que
suponía la búsqueda de la maximización del beneficio empresarial
asistida por la sustitución del trabajo humano por las primeras
máquinas. Comparativamente, y salvando las obvias diferencias del
contexto histórico, podríamos afirmar la inexistencia en la actualidad
de una respuesta articulada a la altura de las circunstancias, ante las
agresiones de los derechos conquistados desde inicios del siglo XX, como
sí la hubo en otras épocas cruciales de cambios sociales.
Para
entender la pasividad de los más afectados habría que echar la vista
atrás y reconocer cómo en las décadas posteriores a la II Guerra
Mundial, los poderes fácticos y políticos del mundo industrializado
crearon una visión del ser humano basado en su capacidad consumista,
dejando a un lado la concepción primaria de ciudadano, definido por sus
derechos políticos en una comunidad de iguales.
Paulatinamente, los cimientos de la sociedad posbélica fueron atacados. Se decretó el “Fin de la Historia”[2]
desde los centros de poder, lanzando a la sociedad civil la
interpretación de haber alcanzado cierto bienestar material y cultural
como una situación inamovible. Un llamamiento al abandono del afán de
superación, una sentencia de muerte al progresismo como
ideología que percibe al ser humano en tanto en cuanto “ser capaz” de
mejorar su realidad y la de su comunidad constantemente. A cambio de ese
anhelo de progreso casi espiritual, surgido del vencimiento del
fascismo, se crea un nuevo patrón de pensamiento único, lanzado al
hedonismo y al consumismo sin límites.
Es
imposible diagnosticar si fue antes la implantación de este pensamiento
lo que llevó a la gente a mirar hacia la actividad política con
desprecio, o fue el desprecio hacia la política de las élites
intelectuales lo que dejó esta actividad humana en manos de personajes
mediocres, que proyectan la imagen de estar aprovechando su estatus para
el enriquecimiento personal, tan alejada de vieja visión romántica del
sujeto político guiado por sus ideales. El desprestigio global de la
política es una enfermedad sin remedio conocido en las democracias más
“consolidadas”, como las de EEUU y la UE. Un ejemplo clarificador es la
baja participación en las elecciones al parlamento europeo[3]
desde su creación o la exigua participación en las elecciones
presidenciales de EEUU, salvo momentos de especial trascendencia como
fueron las elecciones de 2008 que encumbraron a Barack Obama.
De
igual forma, los estados más influyentes del mundo, después de la
superación de los enfrentamientos mundiales se erigen como garantes de
la paz, degradando progresivamente su imagen al ser focos continuos de
conflictos deslocalizados, tratando de intervenir en las decisiones
políticas de las antiguas colonias que, aparentemente independizadas
durante la segunda mitad del siglo XX (además de los países
latinoamericanos), se convierten en marionetas en manos de las grandes
potencias mundiales en su afán por conservar o engrandecer su estatus
internacional. Las Naciones Unidas, creadas como organismo supranacional
para el mantenimiento de esa paz mundial prometida, llega a principios
del siglo XXI, y principalmente tras la imposibilidad de impedir la
intervención en Irak en 2003, como un ente vacío, desprestigiado y
ninguneado por las grandes potencias, y por ende, inútil e inservible a
ojos de la opinión pública.
El Estado fue el instrumento creado por los grandes ideólogos de los siglos XVII y XVIII[4]
como la estructura capaz de acabar con las arbitrariedades jurídicas,
económicas, sociales y culturales del Antiguo Régimen. Centralismo,
profesionalización del ejército, burocratización de la Administración,
unificación legal y libre intercambio económico, fueron los pilares
sobre los que se asienta el Estado-Nación en el siglo XIX. Durante su
implantación aparecen dos nuevos componentes: ampliación de los derechos
políticos y creación de garantías redistributivas del Estado, al
hacerse cargo los poderes públicos de la caridad antes practicada por
las instituciones religiosas.
Ante
la creciente industrialización, se deja sentir la falta de regulación
en las condiciones del trabajo, y obligados por la conflictividad
social, los gobiernos optan por la regulación y la aceptación de los
sindicatos como agentes sociales ineludibles para el mantenimiento de
orden interno. Con la legalización de sindicatos moderados, se
neutraliza el amplio seguimiento que, a principios del siglo XX, tenían
los anarquistas en los países con mayor población rural y habían tenido
durante el siglo XIX los mecanoclastas (luditas) en los núcleos más
industrializados. Tras el paréntesis de las guerras mundiales y la
derrota de los fascismos -máxima expresión de la vuelta a los regímenes
antiguos, donde los derechos laborales y políticos eran sacrificados en
el altar del Estado y del mantenimiento en la cúspide de éste de las
grandes fortunas nacionales (suponiendo en la práctica la reproducción
de una plutocracia)- , la reconstrucción de la posguerra se caracterizó
en cuanto a los avances sociales, por el reconocimiento de los derechos
laborales como parte fundamental de los Derechos Humanos[5].
La
creación del Estado del Bienestar, con origen en los países de Europa
del Norte, se convierte en el máximo exponente de la adecuación del
sistema capitalista a la realidad incuestionable de que el propio
sistema es generador de excedentes humanos[6]. La
salud del Estado se convierte en garantía para la supervivencia del
individuo. Pero este fenómeno está muy localizado. En Estados Unidos,
por ejemplo, dos pilares básicos del Estado del Bienestar europeo, como
la sanidad o la educación siguen en gran parte dependiendo de negocios
privados. Esta especificidad norteamericana se explica de forma general
por el rechazo hacia el patrimonio público, en que se ve la encarnación
del comunismo, régimen instalado en la enemiga Unión Soviética.
Dentro
del mundo capitalista se va dando forma a la distinción de dos modelos,
diferenciados esencialmente por la consideración del papel a desempeñar
dentro de la sociedad por los poderes públicos y los intereses
privados.
La
caída de la URSS provocó de forma automática la proclamación del
capitalismo como único sistema viable para las sociedades humanas.
Pequeños reductos de economía socialista subsisten abocados al
empobrecimiento paulatino, debido a la carencia de mercados exteriores y
la desventaja de su productividad con respecto a las economías
capitalistas. El gran gigante chino moldea su sistema originalmente
socialista, hasta converger hacia la caída de la URSS en una economía
mixta “de Estado”, que en la práctica se convierte en una fábrica de
productos baratos que abastecen a todo el mundo, mientras su enorme
riqueza derivada de su inmensa población, es capaz de hacerse cargo de
la deuda pública de las grandes potencias, como Estados Unidos[7].
El
modelo europeo del bienestar dibuja sus primeros pasos en el siglo XXI
atenazado por dos gigantes económicos que marcan el camino a seguir en
dos direcciones:
-por un lado, el adelgazamiento del Estado
en aras de una mayor liberalización de los mercados como garantía
última de la libre competencia, se convierte en un credo incontestable
del neoliberalismo dominante. Tanto, que los estados se desprenden de
empresas dominantes en sectores estratégicos por un precio inferior a su
valor real, descapitalizando el enorme patrimonio que era garantía de
la protección social. La rebaja de impuestos como demostración
inequívoca de la fidelidad a esta nueva religión económica, obliga a los
estados a acudir a los mercados de deuda para capitalizarse. Y la
irrefutable condición de que quien pone el dinero manda, deja a
los estados en manos de los mercados internacionales que, con el nombre
genérico de acreedores, esconden la identidad de vastas fortunas
capaces de manejar las políticas nacionales desde los mercados
bursátiles, en consonancia con los deseos de organismos financieros
internacionales como el FMI o el BM.
-
el otro lado de la tenaza es la creciente ocupación de mercados
tradicionalmente europeos en África, Asia y Latinoamérica por China.
Incluso a día de hoy se podría hablar de la invasión de los propios
mercados nacionales por productos a precios tan bajos que impiden la
competencia de los productos autóctonos. La superproducción a bajo coste
del gigante asiático es posible en gran medida por las paupérrimas condiciones laborales
de que son víctimas los trabajadores chinos. Interminables jornadas de
trabajo para unos sueldos de subsistencia es el combustible para que la
máquina china siga acaparando a paso acelerado parcelas estratégicas del
comercio mundial.
En
conclusión, la persecución del máximo beneficio privado se ha
convertido en el objetivo último de la humanidad en este comienzo del
siglo XXI, al menos en los países industrializados y en las economías
pujantes. Poco importan ya cuestiones hace escasas décadas esenciales en
el marco general: si un país se declaraba república o monarquía,
socialista o liberal. Los objetivos de país se encuentran superados y la
interculturalidad es uno de los principales rasgos de la globalización.
Los proyectos de sociedades futuras (e inmediatas) no hablan de
derechos, dignidad, superación de la pobreza, alfabetización, ni de
igualdad. Grandes números, cifras incomprensibles para una mayoría de la
población mundial han sustituido al hombre como epicentro del proyecto de civilización.
En
medio de toda esta vorágine de cambios frenéticos, el individuo asiste a
través de “mass-media” que forman una opinión mundial conformista, como
simples víctimas incapaces de jugar un papel activo ni tan siquiera en
la construcción de su realidad más inmediata.
Los
centros de decisión se alejan cada vez más del ciudadano, degradado al
nivel de simple consumidor. El gobierno del mundo parece concentrarse en
círculos cada vez más reducidos. La consigna parece clara: hacer que el
ser humano se sienta cada vez menos dueño de sí mismo, convertirlo en
un simple factor productivo, una fuente de la riqueza ajena; una riqueza
que se convierte en el privilegio de unos pocos.
Primero
nos dejaron como única opción para ser felices la satisfacción de lo
material, para ahora mostrarnos que esa realidad no puede ser conocida
más que a través de las pantallas de nuestros televisores. Y ahora, una
vez que su mensaje del individualismo a ultranza ha hecho desaparecer
casi por completo el sentimiento de pertenencia a la comunidad y la
solidaridad como respuesta a las agresiones externas, ¿quién nos va a
defender de un destino tan miserable?
Tal
vez sea tan sólo el cambio de paradigma, la reestructuración que
acompaña a cada crisis. Se podrá argumentar que el cambio tecnológico es
una prueba definitiva para interpretar de este modo determinista la
coyuntura actual. Lo que parece cada vez más seguro es que asistimos, al
menos, al comienzo del fin del mundo tal y como lo hemos conocido hasta
ahora. Algo que, por otra parte, no representa mayor novedad en el
devenir de la humanidad, puesto que el tiempo siempre ha sido sinónimo
de la destrucción de lo existente y la construcción de lo novedoso. La
cuestión es cómo hacer para que el progreso, según su propia definición, sea para mejorar. De lo contrario, habremos de inventar una nueva acepción para el progreso que contemple la posibilidad de que éste sea involutivo[8].
¿Quién dijo que habíamos alcanzado el fin de la Historia? La dialéctica humana impide que el tiempo se pueda parar.
David Adolfo Caballero Ortiz
[1]
Movimientos pioneros en la defensa de los intereses de los
trabajadores. El ludismo era contrario a la mecanización del trabajo,
que reducía la necesidad de mano de obra. El Cartismo fue un movimiento
de un programa más amplio en su reclamación de derechos sociales y
políticos universales. Ambos surgieron en la Inglaterra del siglo XIX.
[2]
Francis Fukuyama acuñó este término, al que siguieron el fin del arte,
de las ideologías, etc., que configuraban un mundo postmodernista
caracterizado por un relativismo generalizado.
[3] Valga como ejemplo, el dato de participación en las elecciones europeas de 2009 en España, inferior al 34%. Ver: http://www.abc.es/20090607/nacional-politica/participacion-elecciones-europeas-200906071409.html
[5]
“…La Organización asumió su carácter universal, los países
industrializados pasaron a ser una minoría ante los países en
desarrollo, el presupuesto creció cinco veces y el número de
funcionarios se cuadruplicó. La OIT creó el Instituto Internacional de
Estudios Laborales con sede en Ginebra en 1960 y el Centro Internacional
de Formación en Turín en 1965. La Organización ganó el Premio Nobel de
la Paz en su 50 aniversario en 1969”. Ver: http://www.ilo.org/global/about-the-ilo/history/lang--es/index.htm
[6] Citando el ya clásico de Eduardo Galeano: “…el sistema vomita hombres…”. Galeano, E.: Las venas abiertas de América Latina, pag. 19, 2007.
[8] Una amplia reflexión sobre estas cuestiones y otras subyacentes se encuentran en: Sennet, R.: La cultura del nuevo capitalismo, 2007.
EconoNuestra
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