La
comprensión hegemónica de los derechos ha logrado transmitir, hasta
hace poco sin excesivas interferencias, el mensaje de la separación de
los derechos según sean civiles, políticos o sociales. El propio sistema
internacional de los derechos humanos se fundamenta en dos tratados
internacionales, de 1966, que realizan tal división. Se trata de una
clasificación fundamentada en la llamada teoría de las “generaciones de
derechos”, que implicaría una distinta jerarquía para los derechos
civiles y políticos –derechos de primera generación– respecto de los
derechos sociales, económicos y culturales –segunda generación–. Estos
últimos serían derechos difícilmente exigibles, subordinados a la
disponibilidad financiera y a la voluntad política de cada momento.
Salta a la vista que tras esta teoría se halla la salvaguarda de
intereses de clase: no por casualidad se trata de derechos que cubren
necesidades –sanidad, vivienda, educación, trabajo– que las clases
dominantes ya pueden satisfacer, y de modo generoso mediante su posición
prevalente en el mercado. Por esta razón, muchas voces vienen exigiendo
una consideración unitaria de los derechos, su igual jerarquía y su
idéntico vínculo con el principio de dignidad.
Quién nos iba a decir que sería la propia casta dirigente la que
acabaría por enterrar dicha concepción jerarquizada: la crisis
financiera y económica o, mejor dicho, la manera de gestionarla
ejemplifica la profunda indivisibilidad e interdependencia de todos los
derechos. A partir, en general, de una “extraordinaria y urgente
necesidad” de prescindir del debate parlamentario, el Gobierno –el
actual y también en buena medida el anterior– ha venido aprobando una
serie de normas, en su mayoría decretos-ley, que restringen
intensamente, y de manera unitaria, el contenido de un buen número de
derechos constitucionalmente reconocidos.
Así es: la profunda restricción del contenido del derecho al trabajo
que se deriva de la reforma laboral operada en enero de 2012 ha sido
acompañada de inmediato por reformas que cercenan el derecho a la
educación y a la sanidad públicas. Y, como sabemos, la restricción de
derechos no se ha detenido en los derechos económicos y sociales:
recientemente se daba a conocer un anteproyecto de reforma del Código
Penal por el que se ampliaría el alcance de los delitos contra el orden
público, con indudables efectos sobre el derecho de reunión y
manifestación. Otro derecho de “primera generación”, la libertad de
información, podría verse gravemente restringido si finalmente se
concreta la voluntad expresada por el director general de la Policía,
Ignacio Cosidó, de modificar la Ley de Seguridad Ciudadana con el fin
de sancionar la captación o difusión de imágenes de policías en ciertas
situaciones.
No queda ahí la cosa: la reforma de las tasas judiciales impulsada por
Ruiz Gallardón (Ley 10/2012) amplía considerablemente su cuantía en los
órdenes civil, social y contencioso-administrativo. El acceso a la
justicia (artículo 24 constitucional) se convierte en un servicio ‘de
pago’: como algunos afirman, del derecho a una tutela judicial efectiva
se pasaría al derecho a una tutela judicial ‘en efectivo’. Se trata de
un nuevo atentado contra el principio de igualdad (art. 14
constitucional), al margen del reiteradamente incumplido deber de los
poderes públicos de “promover las condiciones para que la libertad y la
igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y
efectivas” (art. 9.2 constitucional).
Podríamos referirnos a muchos otros derechos que, de manera
interdependiente, están siendo restringidos: la intacta mercantilización
del acceso a la vivienda, sin que se aborde seriamente la reforma de la
Ley Hipotecaria o sin que las entidades bancarias asuman
responsabilidad alguna; el derecho de –pequeña– propiedad de miles de
personas que han contraído productos de inversión –la estafa de las
participaciones preferentes–; el derecho de huelga, por el uso de los
servicios mínimos como herramientas de estrangulamiento de sus efectos y
por las explícitas amenazas anunciando la necesidad de su
reformulación. O el derecho colectivo a la autonomía de nacionalidades y
regiones, tanto por el control estatal de las cuentas públicas en el
marco de la “prioridad absoluta” del pago de la deuda privada –impuesta
por el nuevo art. 135 constitucional–, así como, en general, por una
marcada tendencia de re-centralización competencial. En este contexto,
poco debe añadirse respecto de las condiciones de ejercicio del derecho a
la libre determinación, del “derecho a decidir”.
Emerge con nitidez el nexo entre gestión de la crisis y restricción
del contenido de los derechos así como, en consecuencia, con el desmedro
de los elementos necesarios para hacer creíble la condición democrática
de nuestro sistema político. En efecto, en este contexto la democracia
resulta increíble.
Dicho nexo resulta especialmente intenso cuando nos referimos a
derechos demediados, como lo han venido siendo en nuestro contexto los
derechos sociales, económicos y culturales. Pero aún lo es más cuando se
trata de sujetos demediados. Tal es la situación de las personas
inmigradas y de sus derechos, asentados en un permanente estatus de
precariedad constitucional. La falta de consistencia jurídica de los
derechos de las personas inmigradas no es un producto de la crisis, sino
que ha sido consustancial a la entera construcción de un modelo
económico y social que ahora entra en crisis. Frente a ello, en lugar de
asistir a un replanteamiento de tal precariedad jurídica, las
respuestas han ido exactamente en sentido opuesto, al avanzar aun más en
la desigualdad, tanto social como jurídica, en especial por lo que
respecta a quienes se hallan en situación de irregularidad.
Es en el ámbito de la inmigración donde acaban de mostrarnos una
nueva senda del camino del desprecio por los derechos. Se trata de la
propuesta de conceder la autorización de residencia, y con ella los
derechos que implica, a las personas extracomunitarias que adquieran
viviendas por un valor al menos de 160.000 euros. La receta es sencilla:
en primer lugar, vaciar de contenido constitucional el derecho a una
vivienda digna (art. 47 constitucional)y cerrar las vías para el
ejercicio del derecho de libre circulación y residencia para extranjeros
(art.19 constitucional). A continuación, añadir restricciones
importantes a otros derechos, como el acceso a la sanidad o a la
educación, especialmente si se trata de extranjeros en situación
irregular. Finalmente, poner en venta, de manera relacionada, el
contenido de los derechos que han sido suprimidos: se compra una
vivienda –no cualquier vivienda– y con ello se adquiere –parcialmente–
la libertad de residencia y circulación, que supone la puerta de acceso
al contenido aún subsistente de los derechos previamente condicionados.
Podemos concluir con una buena noticia: al fin nuestros gobernantes
asumen la tesis de la indivisibilidad e interdependencia de los
derechos. Ya no hay jerarquía entre ellos: todos son igualmente
prescindibles, todos están en venta.
Marco Aparicio Wilhelmi. Profesor de Derecho Constitucional, Universitat de Girona
Diagonal
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