sábado, 23 de febrero de 2013

Una democracia increíble

La comprensión hegemónica de los derechos ha logrado transmitir, hasta hace poco sin excesivas interferencias, el mensaje de la separación de los derechos según sean civiles, políticos o sociales. El propio sistema internacional de los derechos humanos se fundamenta en dos tratados internacionales, de 1966, que realizan tal división. Se trata de una clasificación fundamentada en la llamada teoría de las “generaciones de derechos”, que implicaría una distinta jerarquía para los derechos civiles y políticos –derechos de primera generación– respecto de los derechos sociales, económicos y culturales –segunda generación–. Estos últimos serían derechos difícilmente exigibles, subordinados a la disponibilidad financiera y a la voluntad política de cada momento.

Salta a la vista que tras esta teoría se halla la salvaguarda de intereses de clase: no por casualidad se trata de derechos que cubren necesidades –sanidad, vivienda, educación, trabajo– que las clases dominantes ya pueden satisfacer, y de modo generoso mediante su posición prevalente en el mercado. Por esta razón, muchas voces vienen exigiendo una consideración unitaria de los derechos, su igual jerarquía y su idéntico vínculo con el principio de dignidad.

Quién nos iba a decir que sería la propia casta dirigente la que acabaría por enterrar dicha concepción jerarquizada: la crisis financiera y económica o, mejor dicho, la manera de gestionarla ejemplifica la profunda indivisibilidad e interdependencia de todos los derechos. A partir, en general, de una “extraordinaria y urgente necesidad” de prescindir del debate parlamentario, el Gobierno –el actual y también en buena medida el anterior– ha venido aprobando una serie de normas, en su mayoría decretos-ley, que restringen intensamente, y de manera unitaria, el contenido de un buen número de derechos constitucionalmente reconocidos.

Así es: la profunda restricción del contenido del derecho al trabajo que se deriva de la reforma laboral operada en enero de 2012 ha sido acompañada de inmediato por reformas que cercenan el derecho a la educación y a la sanidad públicas. Y, como sabemos, la restricción de derechos no se ha detenido en los derechos económicos y sociales: recientemente se daba a conocer un anteproyecto de reforma del Código Penal por el que se ampliaría el alcance de los delitos contra el orden público, con indudables efectos sobre el derecho de reunión y manifestación. Otro derecho de “primera generación”, la libertad de información, podría verse gravemente restringido si finalmente se concreta la voluntad expresada por el director general de la Policía, Ignacio Cosidó, de modificar la Ley de Seguridad Ciuda­dana con el fin de sancionar la captación o difusión de imágenes de policías en ciertas situaciones.

No queda ahí la cosa: la reforma de las tasas judiciales impulsada por Ruiz Gallardón (Ley 10/2012) amplía considerablemente su cuantía en los órdenes civil, social y contencioso-administrativo. El acceso a la justicia (artículo 24 constitucional) se convierte en un servicio ‘de pago’: como algunos afirman, del derecho a una tutela judicial efectiva se pasaría al derecho a una tutela judicial ‘en efectivo’. Se trata de un nuevo atentado contra el principio de igualdad (art. 14 constitucional), al margen del reiteradamente incumplido deber de los poderes públicos de “promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas” (art. 9.2 constitucional).

Podríamos referirnos a muchos otros derechos que, de manera interdependiente, están siendo restringidos: la intacta mercantilización del acceso a la vivienda, sin que se aborde seriamente la reforma de la Ley Hipotecaria o sin que las entidades bancarias asuman responsabilidad alguna; el derecho de –pequeña– propiedad de miles de personas que han contraído productos de inversión –la estafa de las participaciones preferentes–; el derecho de huelga, por el uso de los servicios mínimos como herramientas de estrangulamiento de sus efectos y por las explícitas amenazas anunciando la necesidad de su reformulación. O el derecho colectivo a la autonomía de nacionalidades y regiones, tanto por el control estatal de las cuentas públicas en el marco de la “prioridad absoluta” del pago de la deuda privada –impuesta por el nuevo art. 135 constitucional–, así como, en general, por una marcada tendencia de re-centralización competencial. En este contexto, poco debe añadirse respecto de las condiciones de ejercicio del derecho a la libre determinación, del “derecho a decidir”.

Emerge con nitidez el nexo entre gestión de la crisis y restricción del contenido de los derechos así como, en consecuencia, con el desmedro de los elementos necesarios para hacer creíble la condición democrática de nuestro sistema político. En efecto, en este contexto la democracia resulta increíble.

Dicho nexo resulta especialmente intenso cuando nos referimos a derechos demediados, como lo han venido siendo en nuestro contexto los derechos sociales, económicos y culturales. Pero aún lo es más cuando se trata de sujetos demediados. Tal es la situación de las personas inmigradas y de sus derechos, asentados en un permanente estatus de precariedad constitucional. La falta de consistencia jurídica de los derechos de las personas inmigradas no es un producto de la crisis, sino que ha sido consustancial a la entera construcción de un modelo económico y social que ahora entra en crisis. Frente a ello, en lugar de asistir a un replanteamiento de tal precariedad jurídica, las respuestas han ido exactamente en sentido opuesto, al avanzar aun más en la desigualdad, tanto social como jurídica, en especial por lo que respecta a quienes se hallan en situación de irregularidad.

Es en el ámbito de la inmigración donde acaban de mostrarnos una nueva senda del camino del desprecio por los derechos. Se trata de la propuesta de conceder la autorización de residencia, y con ella los derechos que implica, a las personas extracomunitarias que adquieran viviendas por un valor al menos de 160.000 euros. La receta es sencilla: en primer lugar, vaciar de contenido constitucional el derecho a una vivienda digna (art. 47 constitucional)y cerrar las vías para el ejercicio del derecho de libre circulación y residencia para extranjeros (art.19 constitucional). A continuación, añadir restricciones importantes a otros derechos, como el acceso a la sanidad o a la educación, especialmente si se trata de extranjeros en situación irregular. Finalmente, poner en venta, de manera relacionada, el contenido de los derechos que han sido suprimidos: se compra una vivienda –no cualquier vivienda– y con ello se adquiere –parcialmente– la libertad de residencia y circulación, que supone la puerta de acceso al contenido aún subsistente de los derechos previamente condicionados.

Podemos concluir con una buena noticia: al fin nuestros gobernantes asumen la tesis de la indivisibilidad e interdependencia de los derechos. Ya no hay jerarquía entre ellos: todos son igualmente prescindibles, todos están en venta.

Marco Aparicio Wilhelmi. Profesor de Derecho Constitucional, Universitat de Girona
Diagonal 

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