La falta de limpieza en la vida pública comienza a desprender un
hedor incómodo. Tenemos centenares de cargos políticos imputados. Han
empezado a dictarse sentencias condenatorias, algunas de ellas seguidas
de indultos sin explicación alguna. Y la ciudadanía contempla con
estupor cómo cada escándalo de corrupción acaba superando al anterior.
¿Se podría sanear tanta podredumbre? Tenemos como ejemplo mitológico el
de uno de los trabajos de Hércules: la limpieza de los establos de
Augías, cuyos excrementos habían alcanzado un nivel tan insoportable que
hacían imposible que se pudiera cumplir el desafío en el plazo
encomendado. Pero Hércules logró desviar el curso de dos ríos para que
el agua arrastrase con fuerza la inmundicia de los establos y pudiera
acabar con semejante suciedad.
En un Estado de Derecho las prácticas corruptas solo pueden ser
combatidas desde el ámbito judicial. La corrupción supone una clara
ruptura de las reglas del juego. Curiosamente, uno de los más
prestigiosos filósofos del derecho, Ronald Dworkin, denominó Hércules a
su modelo de juez ideal, que sería capaz de dar soluciones a todo tipo
de conflictos jurídicos. Y, en un contexto distinto, lo cierto es que la
labor de la judicatura a menudo es titánica para poder afrontar las
investigaciones sobre los asuntos relacionados con la corrupción.
No resultan casuales estas dificultades judiciales, a pesar del
principio de separación de poderes de nuestro Estado Constitucional. Las
posibilidades reales de control de las prácticas corruptas resultan muy
limitadas ante la asfixia en la que se encuentran nuestros juzgados por
la insuficiencia de recursos. Y esta falta de asignación de medios
procede precisamente de nuestros gobernantes, que no parecen sentirse
incómodos ante un poder judicial débil y con capacidad mermada para
afrontar estas situaciones. La gestión del ministro Gallardón está
agravando aún más estas disfunciones, con recortes de gran envergadura
(que están llevando al colapso a nuestra administración de justicia) y
con reformas que pretenden limitar la independencia de los jueces, así
como fortalecer el control político sobre el poder judicial.
Tampoco parece una casualidad que todo esto ocurra en el momento
actual. Durante varias décadas existió cierto equilibrio en la
distribución del poder y en las relaciones sociales. Pero ahora nos
encontramos con un aumento constante de la desigualdad social. Y, al
mismo tiempo, se está produciendo una concentración sin precedentes del
poder en muy pocas manos, con una influencia poco disimulada de los
intereses financieros sobre el ámbito político. Frente a los abusos
previsibles de ese poder, hacen falta espacios de garantías, de
contrapoder y de vigilancia institucional. Y para ello la sociedad
necesita de un poder judicial eficaz. Los citados excesos son
previsibles: como sabía Lord Acton, todo poder tiende a corromper y el
poder absoluto corrompe absolutamente.
Necesitamos órganos judiciales que cuenten con los refuerzos
pertinentes para perseguir con eficacia los delitos vinculados a la
corrupción. Necesitamos una reforma del tratamiento penal de estas
cuestiones, porque no resulta admisible que el inmigrante que coloca el top manta
para poder sobrevivir sea castigado con mayor severidad que el político
corrupto que en determinados supuestos perjudica a toda la sociedad.
Necesitamos medidas específicas y estructurales que vayan más allá de
las declaraciones de intenciones, para que el cargo público que tenga la
tentación de corromperse pueda estar seguro de que será perseguido y
condenado.
Por otro lado, en el ámbito político no resulta aceptable alegar la
presunción de inocencia, que resulta plenamente aplicable al proceso
penal. Hay numerosas conductas que pueden no ser delictivas, pero
representan una inmoralidad impropia de quienes ocupan cargos públicos.
Ante la sociedad no resulta válido guardar silencio, eludir preguntas o
excusarse con la presunción de inocencia. Para los cargos públicos
representa un deber ineludible ofrecer a la ciudadanía todas las
explicaciones requeridas, pues en caso contrario quedará seriamente
dañada la credibilidad de nuestras instituciones.
No será fácil que se produzcan las mencionadas reformas
estructurales, porque no es habitual renunciar a situaciones
privilegiadas sin oponer resistencia. Para limpiar nuestros establos de
Augías haría falta una fuerza hercúlea, capaz de arrastrar las aguas
desde una amplia marea cívica de regeneración ética. La preocupación de
la judicatura es notable, pero nuestra capacidad de actuación se
encuentra limitada. Los magistrados necesitamos el apoyo de la
ciudadanía. Además, los problemas de la Justicia son demasiado
importantes para dejarlos solo en manos de los jueces. Y la corrupción
es demasiado trascendente para dejarla bajo el control de los políticos.
Magistrado y portavoz de Jueces para la Democracia
Público.es
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