La brutalidad de los efectos que la
crisis está teniendo sobre la mayor parte de la población eclipsa la
realidad de algunos colectivos cuya situación es particularmente
complicada. No se trata de minimizar la magnitud del “desastre general”,
ni de diluir el importante denominador común que comparte la mayoría
social frente al 1%; denominador del que debe surgir una resistencia
fuerte y cohesionada. Pero sí de llamar la atención sobre las
condiciones especiales, y por tanto los costes específicos, que
arrastran algunos colectivos particularmente vulnerables. El colectivo
de mujeres jóvenes es uno de ellos.
Comencemos recordando lo evidente: es la
gente que vive de su trabajo (con todas las letras: la clase
trabajadora) quien está pagando a cuenta de sus salarios, sus pensiones,
y el deterioro del acceso a servicios públicos, una factura que no le
corresponde. Pero si descendemos al detalle de cómo se reparte esta
factura comprobamos que no da lo mismo tener nacionalidad española que
no tenerla; ser joven -con un 50% de tasa de desempleo-, que ser mayor;
ser hombre o mujer; así como las condiciones laborales, más o menos
precarias, de las que se parta. No da lo mismo. Por ejemplo, según datos
del Consejo de la Juventud referidos a 2011, una mujer joven con
contrato temporal recibe, en promedio, un salario que equivale al 39,4%
del de un hombre mayor con contrato indefinido. Un 39,4%: ¡bastante
menos de la mitad!
Prácticamente todos los indicadores
socioeconómicos registran peores resultados para las mujeres jóvenes que
para los hombres de la misma edad. Esa diferencia se mantiene a lo
largo de la vida, pero es grave el hecho de que ya exista entre la
población joven, porque nos anticipa un futuro donde la desigualdad se
consolida.
Decíamos “prácticamente” todos los
indicadores, porque la tasa de desempleo registra valores algo
superiores en los chicos (54% en el primer trimestre de 2012 según la
EPA) que en las chicas (49,8%). La excepción se explica porque hasta
ahora han sido sectores altamente masculinizados, la construcción o la
automoción son ejemplos claros, los que han destruido más empleo. Con
toda probabilidad, según los recortes en servicios públicos avancen en
sectores como la educación, la sanidad, o los servicios sociales, con
presencia mayoritaria de mujeres, la situación se revertirá. Pero al
margen de esta excepción, probablemente coyuntural, los resultados son
sistemáticamente desfavorables a las mujeres frente a los hombres
jóvenes. A continuación se ilustran tres aspectos concretos.
La población inactiva es aquella que, aun
teniendo condiciones para incorporarse al mercado de trabajo,
desestima hacerlo. En nuestro país, es mucho más frecuente que sean
mujeres las que ni entran en el mercado laboral formal ni lo intentan:
casi la mitad de la población femenina, un 47,1% del total según datos
de la EPA para 2011, está en esa situación (frente al 32,6% de los
hombres). El dato es significativo: supone que casi la mitad de las
mujeres españolas “optan” por ni siquiera tratar de vincularse al
principal mecanismo de generación de ingresos y derechos: los salarios y
las cotizaciones.
Esta diferencia también se constata entre
hombres y mujeres jóvenes, pero presenta un aspecto particular muy
interesante. En general la juventud registra mayores tasas de
inactividad que el resto de la población, fundamentalmente a causa de
los estudios. El comportamiento de los chicos, en este sentido, es el
que cabría esperar: según los jóvenes van creciendo las tasas de
inactividad se reducen, porque van tratando de incorporarse al mercado
laboral. Lo sorprendente es, sin embargo, el comportamiento de las
jóvenes: en los primeros años de la juventud su comportamiento es
similar al masculino, pero al acercarse a la treintena la reducción de
la tasa de inactividad se detiene. Así, mientras que entre la gente
joven de 16 a 29 años la diferencia de la tasa de inactividad entre
chicos y chicas se mantiene estable en torno los a 7-8 puntos
porcentuales, entre los 30 y 34 años esta diferencia se dispara: se
multiplica por dos. Como resultado, en esa franja de edad menos del 5%
de los jóvenes pero más del 20% de las mujeres, ni se vinculan al
mercado laboral ni lo intentan. Según el Consejo de la Juventud, el
44,6% de estas jóvenes alegan “tareas domésticas”, “cuidados de niños/as
y mayores” u “otras responsabilidades familiares”, como causa
principal de su situación. Entre los varones de la misma edad, el
porcentaje no llega al 7%.
En tiempos de desempleo masivo resulta
obligado empezar a pensar en fórmulas de reparto del empleo como
mecanismo para distribuir de forma equitativa tanto la totalidad del
trabajo que tenemos que realizar (productivo y reproductivo), como los
ingresos asociados. Podríamos pensar que el recurso al tiempo parcial es
una forma útil de realizar este necesario reparto. Sin embargo, un
análisis de la realidad que se esconde tras el tiempo parcial invita a
replantearse muy seriamente esa posibilidad.
En nuestro país el 76% de los
contratos a tiempo parcial son femeninos (datos de la EPA para 2011). Si analizamos
cómo se distribuye el tiempo parcial entre la juventud volvemos a encontrar no
sólo una diferencia muy sustancial entre chicos y chicas, sino también un
momento decisivo en el cual esta diferencia se dispara. De nuevo los jóvenes,
según su edad avanza, van abandonando los contratos a tiempo parcial y
cambiándolos por contratos a tiempo completo. Así, sólo un 5% de los hombres
sigue con jornadas parciales al llegar a la franja de 30-34 años. Las mujeres
jóvenes, en cambio, dejan de migrar hacia las jornadas completas a partir de
los 25 años, estabilizándose en torno al 20% la proporción de jóvenes empleadas
que tienen contrato parcial. Contrato al que acompañan, no lo olvidemos,
salarios y derechos (presentes y futuros) también “parciales”. De hecho,
resulta paradigmático que entre las mujeres de 30-34 años las tasas de
parcialidad sean incluso superiores a las que registran entre los 25 y los 29.
Esto nos indica que en esa edad una parte de trabajadoras jóvenes realizan, de
hecho, el trayecto inverso: abandonan el tiempo completo para ingresar en el
mundo de la parcialidad. Conviene explicitar que entre las personas jóvenes que
declaran optar por un contrato a tiempo parcial porque realizan también tareas
de cuidados en el ámbito doméstico, el 98,1% son mujeres (datos del Consejo de la Juventud).
La brecha salarial es la diferencia de
salarios entre hombres y mujeres. Los datos hablan por sí solos y son
suficientemente contundentes: en nuestro país el salario promedio de una
mujer es proximadamente el 75% del de un hombre. Sí, actualmente.
Dentro del colectivo juvenil los resultados vuelven a ser reveladores:
la brecha salarial es menor que para el total de la población, ya que el
sueldo de una chica de menos de 30 años es el 85% del que ingresa un
varón de su misma edad. Esto significa que al comienzo de la vida
laboral las diferencias salariales son menores (aunque muy importantes),
y es con el paso de los años cuando la brecha se agranda. ¿Por qué
sucede esto? Bueno, según el desglose de datos salariales que facilita
la Agencia Tributaria, lo que ocurre es que mientras los sueldos
masculinos crecen a lo largo de casi toda la vida laboral, las mujeres,
en promedio, ralentizan severamente su ritmo de crecimiento salarial
precisamente en los primeros años de la treintena. Por eso, a partir de
ese momento crucial, las diferencias entre unos y otras se ensanchan.
El análisis de estos tres aspectos
tendría que completarse con otros. Pero basta para detectar una franja
de edad muy determinada –la de las mujeres jóvenes más mayores, las que
tienen entre veintimuchos y treintapocos años- en la que se gesta la
desigualdad económica. Este “hallazgo” supone, a la vez, una mala y una
buena noticia.
La mala noticia resulta evidente. La
desigual inserción de hombres y mujeres en el mercado laboral es un
elemento central a la hora de explicar otras dimensiones también
importantes de la desigualdad. Tengamos en cuenta que es la inserción
laboral lo que en nuestra sociedad determina en gran medida el acceso a
los ingresos, al espacio público y a los derechos. Descubrir que las
nuevas generaciones están repitiendo el patrón tradicional de “hombre
sustentador / mujer cuidadora (y económicamente dependiente)” es
desalentador. Nos proyecta hacia un futuro que arrastra esa injusticia
elemental: que no es capaz de resolver, a pesar de los indudables
avances, el problema de la desigualdad. La desigualdad económica entre
hombres y mujeres aparece así como una asignatura que sigue pendiente.
Un problema que seguimos y seguiremos teniendo que combatir.
La buena noticia es menos evidente.
Localizar de forma tan precisa la franja de edad en que se gesta esa
desigualdad que se convertirá en una característica estructural en el
futuro, nos facilita detectar las causas que la explican y nos señala
los ámbitos en los que habría que intervenir para evitarla. Sin duda, la
problemática en torno a la maternidad/paternidad -¿no está muy enferma
una sociedad para la cual su propia reproducción supone un problema?-,
se apunta como crucial para abordar el asunto.
Los datos que hemos analizado, así como
las encuestas sobre usos del tiempo disponibles, que muestran cómo
incluso las parejas que reparten las tareas domésticas y de cuidados de
una forma más o menos equitativa dejan de hacerlo una vez que la
maternidad/paternidad llega a sus vidas, lo demuestran claramente. Las
mujeres jóvenes, cuando llega el momento de la maternidad, optan por
abandonar el mercado laboral (inactividad), o por insertarse de una
forma subalterna (tiempo parcial), subordinando su inserción laboral y
el desarrollo de su trayectoria profesional. Y esto tiene para ellas
efectos negativos que durarán toda su vida. Para los hombres, sin
embargo, la paternidad no genera efectos equivalentes. El hecho de que
el salario promedio de las mujeres ralentice enormemente su crecimiento a
partir de los 32-33 años, mientras que los masculinos siguen
incrementándose “tranquilamente”, es buena prueba de ello. He aquí, por
tanto, una franja de edad y una temática específica que se descubre
estratégica dentro del avance hacia la igualdad. Medidas concretas que
incidieran en esta situación tendrían una eficacia extraordinaria de
cara a mejorar la situación de las mujeres jóvenes, de todas las mujeres
y, en realidad, de la sociedad en su conjunto.
Dentro de las medidas que deberían
aplicarse en esta dirección destaca, por su facilidad y su potencial, la
reforma de los actuales permisos de maternidad y paternidad. Si el
asunto de la igualdad nos parece importante, no se entiende que
organizaciones políticas, sociales y sindicales, no tengan entre sus
reivindicaciones prioritarias la plena equiparación de los permisos, de
manera que sean suficientemente largos, iguales, intransferibles y
remunerados al 100%. La desigualdad existente en la configuración de los
permisos de maternidad y paternidad refuerza el mensaje de que son las
mujeres las responsables del cuidado, a la vez que incumple con el
principio de igualdad de trato en el ordenamiento jurídico porque
representa una discriminación directa que afecta a los hombres,
inhabilitados para hacerse cargo de sus responsabilidades reproductivas
en la misma medida que sus compañeras. Además, y esto es muy
importante, provoca un efecto de penalización sobre el empleo de todas
las mujeres (madres o no), al reforzar el mensaje de que tienen menos
tiempo disponible para las responsabilidades laborales. En la
literatura especializada este efecto sobre “todas las mujeres” recibe
el nombre de discriminación estadística.
Precisamente el próximo 30 de junio la Plataforma por Permisos Iguales e Intransferibles de Nacimiento y Adopción
(PPIINA) organiza sus III Jornadas Europeas de Debate abiertas en el
Museo Reina Sofía de Madrid. Será muy buena noticia, para todos y todas,
que el debate sea productivo y contribuya a difundir esta
reivindicación estratégica.
Artículo publicado originalmente en Colectivo Novecento
Bibiana Medialdea
EconoNuestra
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