El mundo está ya en lo
que deberíamos ir llamando la Segunda Gran Depresión. Mientras Estados
Unidos entra de lleno en una nueva recesión, la crisis en Europa va de
mal en peor. La economía china pierde velocidad y los mal llamados
mercados emergentes comenzarán a sufrir las consecuencias de la crisis
dentro de pocos meses.
Una referencia pertinente es el libro de Peter Temin, historiador de la economía y del cambio técnico. En su libro Lecciones de la Gran Depresión Temin examina la evolución de los gobiernos de la alemana República de Weimar (1919-1933) y sus esfuerzos por enderezar una economía devastada por la guerra y los altos costos de las reparaciones impuestas por los aliados en el Tratado de Versalles. Tal y como había anunciado Keynes, las reparaciones impuestas sobre Alemania resultaron ser impagables. En 1921 Francia y Bélgica enviaron 70 mil tropas para ocupar el valle del Ruhr en represalia por la falta de pago y los efectos fueron desastrosos. En reacción, el gobierno alemán hizo un llamado a una huelga general. La resistencia fue sofocada con lujo de violencia por las tropas francesas.
La economía se colapsó. La producción se redujo drásticamente y el desempleo se disparó (a más de 23 por ciento). La recaudación se desplomó y el gobierno recurrió a financiar su déficit a través de la monetización. Estaban dadas todas las condiciones para el episodio de hiperinflación que dejó una profunda cicatriz en las percepciones del pueblo alemán.
Para 1923 era evidente que la economía alemana estaba a punto de explotar. Estados Unidos e Inglaterra presionaron para aliviar la situación. En 1924 el famoso comité Dawes presentó sus recomendaciones para retirar las tropas francesas del Ruhr, recalendarizar el pago de reparaciones y restructurar el banco central. El objetivo era dar un respiro a la economía alemana para que pudiera recuperar un ritmo de crecimiento aceptable. La prosperidad (algo artificial) de los años veinte le brindaba a Estados Unidos suficiente margen de maniobra para intervenir en la reconstrucción de la economía alemana: Washington comprometió una cantidad importante de recursos para invertir en la economía alemana.
Todo esto implicaba que cualquier descalabro en Estados Unidos
significaría el colapso de la economía de la república de Weimar. Por
otra parte, las recomendaciones del comité Dawes eran de corto plazo y
la carga de las reparaciones siguió siendo un gravamen muy pesado. En
1929, poco antes del colapso en Wall Street, se estableció otro
mecanismo para aligerar el peso de las reparaciones. El resultado fue el
llamado plan Young, anunciado en 1930. Pero ya era demasiado tarde pues
era claro que Estados Unidos ya no podría proporcionar el oxígeno que
necesitaba la maltrecha economía de Weimar y Alemania nunca podría pagar
las reparaciones.
Las autoridades en Berlín se manejaban dentro del marco de referencia
de las finanzas ortodoxas y del sistema de pagos internacionales que
imponía el patrón oro. Tuvieron que responder a las restricciones que
este entorno internacional imponía con una fuerte depresión interna.
Hjalmar Schacht, presidente del Reichsbank y su sucesor, Hans Luther,
aplicaron políticas restrictivas y mantuvieron la tasa de descuento muy
por arriba de las tasas de Londres y Nueva York con el fin de reducir la
pérdida de oro. Las autoridades fiscales fueron aún más agresivas en su
afán deflacionario: desde principios de 1930 el canciller Heinrich
Brüning mantuvo recortes fiscales brutales y una política deflacionaria
(reducciones salariales y de la ayuda por desempleo) para restablecer un
equilibrioen el contexto del patrón oro.
En vista de que Alemania tenía que pagar sus cuentas externas con
poder de compra equivalente al patrón oro, el ajuste debía pasar por la
deflación en el plano interno hasta alcanzar ese objetivo. Las políticas
deflacionarias y el revanchismo cristalizado en las reparaciones de
guerra acabaron por hacer añicos la república de Weimar. Entre 1929 y
1932 el partido nacional socialista pasó de 12 a 107 diputados.
Los dogmas de la ortodoxia en materia financiera y fiscal carecen de
sentido económico. Se apoyan en algunas ideas que suenan lógicas pero
que son falsas. Y cuando se les traduce en política macroeconómica, el
resultado es un desastre: no sólo son capaces de hundir una economía en
la depresión más profunda, sino que conducen a destruir el tejido social
y a un paisaje de violencia desoladora. En México y en Europa las
lecciones de la historia no deben olvidarse.
Alejandro Nadal
La Jornada
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