lunes, 2 de julio de 2012

Cooperativismo

El cooperativismo ha sido desde el siglo XIX una práctica obrera y popular colectivista para lograr ventajas materiales, que se presenta como una modalidad alternativa de organizar ciertas actividades económicas (trabajo, comercio, vivienda) al margen de la economía capitalista.

Hoy en día la Alianza Cooperativa Mundial, fundada en 1895, da constancia del fenómeno atribuyéndole una cifra global de negocio de 1,6 billones [1012] de dólares, 120 millones de empleos, mil millones de beneficiarios (entre trabajadores y clientes o usuarios de los productos y servicios proporcionados por estas empresas). En España, según la Confederación Empresarial Española de la Economía Social (CEPES), existen unas 35.000 cooperativas y sociedades laborales que emplean a más de 355.000 personas. La llamada “economía social” agrupa, además de las cooperativas, más de 6.000 asociaciones y fundaciones, 500 centros especiales de empleo, 200 empresas de inserción, 400 mutualidades y un centenar de cofradías de pescadores. En conjunto, las más de 42.000 entidades de la economía social arrojan unos ingresos equivalentes al 10% del PIB español.

Estas cifras contrastan con el escaso papel que las cooperativas parecen tener, e incluso con su invisibilidad en el panorama económico. ¿Cómo interpretar su papel en la economía y su potencial transformador? Por un lado, la cooperativa de trabajo asociado es un tipo distinto de empresa, participativa, transparente y no orientada al máximo beneficio. La cooperativa cancela el divorcio entre trabajo y capital: los trabajadores-socios son a la vez propietarios del capital de la empresa como bien indiviso. El interés dominante de los socios es conservar los puestos de trabajo como fuente de vida, de modo que deben encontrar nichos estables de mercado y evitar aventuras arriesgadas, como las que buscan a veces empresarios ansiosos de máximo beneficio. Por esto la cooperativa tiende a satisfacer necesidades de una clientela próxima en un mercado previsible. Claro que esto no excluye ni la exportación —y los riesgos del mercado mundial— ni la gestión calamitosa o arriesgada ni los golpes de un mercado siempre imprevisible, sobre todo en situaciones muy dinámicas y cambiantes (como las que derivan de un cambio técnico acelerado, que provoca la obsolescencia de los productos y los métodos).

El principio de cooperación, cuando se hace extensivo a conjuntos de empresas entre sí concertadas, puede aportar mecanismos de seguridad. Se habla de intercooperación. En Mondragón Corporación Cooperativa rigen, por ejemplo, acuerdos para disponer de un fondo colectivo de apoyo a empresas en dificultades o para absorber unas empresas a trabajadores sobrantes de otras empresas asociadas cuando las ventas flaquean. Esto indica que el cooperativismo sólo puede florecer en contextos adecuados y con la ayuda de la intercooperación o de mecanismos públicos de redistribución, planificación y reasignación de recursos entre empresas. El cooperativismo puede, así, ser la estructura empresarial de referencia de sociedades socialistas, aunque no tiene por qué ser la única: ciertos servicios fundamentales y ciertos sectores estratégicos (energía, ferrocarriles, telefonía, agua...) seguramente requieren una gestión pública (estatal, regional, municipal, corporativa...) y una propiedad también pública. El socialismo, por otra parte, no tiene por qué excluir la empresa privada, siempre que existan cautelas legales para evitar que los intereses particulares se sobrepongan a los públicos [1].

Pero ¿qué se puede esperar en un contexto sociopolítico como el actual? Al gran capital no le interesa que el modelo de la empresa cooperativa se difunda y se convierta en polo de atracción. Sólo permite su existencia mientras sea minoritaria o residual, y trata de ponerle toda clase de obstáculos para desanimar a quienes opten por ella. Las cooperativas hoy existentes a veces responden a una voluntad transformadora consciente. Otras veces son experiencias de autodefensa para conservar el trabajo en empresas desahuciadas por sus dueños, como ha ocurrido en la España postfranquista y en la Argentina durante la crisis de 2001: las conocidas como “empresas recuperadas”. En estos casos el punto de partida suele ser poco favorable, pero algunas de estas experiencias han tenido éxito para evitar quedarse en la calle. En la crisis posterior a 2008 están surgiendo en España cooperativas y sociedades laborales de nueva planta, impulsadas por gente que desespera de encontrar empleo en el “mercado de trabajo” capitalista. La ministra de Empleo y Seguridad Social, Fátima Báñez, decía recientemente que la destrucción de empleo desde la crisis ha sido menor en 6 puntos entre las cooperativas que entre las empresas convencionales, y que en el primer trimestre de 2012 ha crecido el número de cooperativas por primera vez desde 2007. Es un lugar común que las cooperativas resisten mejor las crisis que las empresas privadas. Mondragón resistió la crisis industrial del País Vasco de los años ochenta y noventa no sólo sin perder puestos de trabajo, sino aumentándolos.

Las dificultades del cooperativismo en un contexto capitalista —y más aún neoliberal— tienen que ver con la estructura oligárquica del poder económico-político, que no está interesado en el progreso de las cooperativas porque representan islotes de economía liberada. Es proverbial la dificultad, a menudo insuperable, para obtener créditos en el sistema financiero convencional, que pone a los proyectos cooperativos exigencias desmesuradas. Por eso los proyectos cooperativos ambiciosos —como Mondragón— se dotan a menudo de sus propios instrumentos de crédito: en este caso, la Caja Laboral Popular. En general, la debilidad financiera del cooperativismo dificulta grandes inversiones en capital fijo, de modo que le es difícil entrar en ciertos sectores de la industria (aunque Mondragón, con su floreciente producción de electrodomésticos y su centro de investigación, vuelve a ser una prueba del potencial cooperativista). La oligarquía del dinero acepta una cierta dosis de cooperativismo —sabiendo que a veces funciona como colchón de seguridad para evitar un exceso de paro—, pero cortará cualquier dinámica en que el cooperativismo llegue a alcanzar un espacio considerado excesivo.

La extrema desigualdad promovida por tres o cuatro decenios de neoliberalismo socava el potencial del cooperativismo. La reducción de la masa salarial en el conjunto de la renta nacional dificulta el ahorro popular. Además, la presión consumista logra que predomine entre la población trabajadora la tendencia a emplear en el consumo cada euro ahorrado. A la gente ni siquiera se le ocurre que puede emplear sus ahorros en proyectos de inversión autónomos. Cuando se piensa en inversión individual, se piensa en fondos de inversión gestionados por la banca convencional, con los riesgos y abusos que hoy están a la vista. En países con otra mentalidad y con un reparto menos injusto de la renta nacional, como los europeos septentrionales, hay volúmenes de inversión popular autónoma nada despreciables. Es ilustrativo comparar el empuje de ciertas experiencias populares en materia de inversión en el Norte de Europa y en España. En Dinamarca, Bélgica, Países Bajos o Alemania han tenido cierto éxito las iniciativas ciudadanas para promover las energías renovables en varias modalidades: instalar captadores solares en el propio hogar familiar o invertir ahorros en proyectos colectivos de parques eólicos o fotovoltaicos mediante cooperativas o accionariado popular.

En España se creó en diciembre de 2010 la cooperativa Som Energia —radicada en Gerona y de ámbito español, que reúne ya a 2.800 socios— con el objetivo de comercializar electricidad de fuentes renovables. Esta iniciativa imita otras existentes desde hace años en otros países: Ecopower, de Bélgica, con 40.000 miembros; Enercoop, de Francia, con 10.000 miembros; EWS y Greenpeace Energy, ambas de Alemania, con 110.000 y 100.000 miembros respectivamente. Estas organizaciones, además de vender energía, impulsan instalaciones fotovoltaicas, eólicas, de biomasa u otras, emitiendo títulos participativos para recoger capital con el que financiar estos proyectos. (De paso vale la pena señalar que estas experiencias son alternativas a la financiación de proyectos sin pasar por la banca convencional, de particular interés cuando la banca no suelta ni un duro en concepto de préstamo [2].)

Para la izquierda tradicional mayoritaria hay dos grandes agentes económicos: el Estado y el capital privado. El cooperativismo y otras actividades económicas impulsadas por la iniciativa de la ciudadanía han desempeñado un papel modesto en los proyectos de cambio socialista. El neoliberalismo ha logrado en pocos años reducir el papel económico del Estado en beneficio del capital privado; pero también ha mantenido una presión enorme contra el cooperativismo y la economía social, a la vez que, con un reparto de la renta nacional cada vez más escorado a favor del capital y en contra de las rentas salariales, socava la capacidad económica de las clases trabajadoras. El consumismo tiene como efecto colateral inducir a la gente a gastar todos sus ahorros —y a endeudarse si hace falta— en bienes de consumo. Se debilita de raíz el potencial que permite la emergencia de una ciudadanía económicamente activa. Se trata de reservar al gran capital la exclusividad de la inversión y, por tanto, el monopolio de la iniciativa económica. Consumir y callar, este es el lema. Esto excluye la posibilidad de que la gente corriente asuma la deliberación y la acción en torno al modelo de sociedad y de economía. La libertad económica queda reducida a la opción entre las varias ofertas que el gran capital decide lanzar al mercado. El cooperativismo es también una respuesta a esta jibarización económica de la ciudadanía, una opción de ouvrier-citoyen —también en el cooperativismo de consumo asociado al de producción, que hace posible la emergencia de mercados que el gran capital no fomenta, como las cooperativas de consumo agroecológico que proliferan en los últimos años.

Los clásicos del socialismo han subrayado la importancia del cooperativismo como germen de una nueva sociedad. El propio Marx, a quien a veces se reprocha haberlo despreciado, dijo lo siguiente en 1864, en el manifiesto inaugural de la AIT:
“[E]staba reservado a la economía política del trabajo el alcanzar un triunfo más completo todavía sobre la economía política de la propiedad. Nos referimos al movimiento cooperativo, y, sobre todo, a las fábricas cooperativas creadas, sin apoyo alguno, por la iniciativa de algunos trabajadores audaces. Es imposible exagerar la importancia de estos grandes experimentos sociales que han mostrado con hechos, no con simples argumentos, que la producción en gran escala y al nivel de las exigencias de la ciencia moderna podía prescindir de la clase de los patronos, que utiliza el trabajo de la clase de los asalariados; han mostrado también que no era necesario a la producción que los instrumentos de trabajo estuviesen monopolizados y sirviesen así de instrumentos de dominación y de explotación contra el trabajador mismo; y han mostrado, por fin, que lo mismo que el trabajo esclavo, lo mismo que el trabajo siervo, el trabajo asalariado no es sino una forma transitoria inferior, destinada a desaparecer ante el trabajo asociado que cumple su tarea con gusto, entusiasmo y alegría”.
Cierto que en el mismo texto señala sus límites:
“El trabajo cooperativo, limitado estrechamente a los esfuerzos accidentales y particulares de los obreros, no podrá detener jamás el crecimiento del monopolio, ni emancipar a las masas [...]. Para emancipar a las masas trabajadoras, la cooperación debe alcanzar un desarrollo nacional y, por consecuencia, ser fomentada por medios nacionales”.
Pero la importancia de la cooperación como vía de emancipación social queda fuertemente resaltada.

Cuando el capitalismo fracasa visiblemente como proveedor de bienes y servicios necesarios, cuando empieza a no ser capaz de alimentar a las personas, hay que plantearse seriamente alternativas prácticas, y el mundo del cooperativismo y la economía social aparece como un espacio en el que trabajar. Es obvio que el cooperativismo por sí solo no basta hoy por hoy ni para dar de comer a todo el mundo ni para derribar el capitalismo, pero tampoco es una vía muerta. Para muchas personas va a ser —está siendo ya— una salida a corto plazo. Y en conjunto es una referencia y una escuela de economía alternativa, una escuela de democracia económica y de socialismo. Vale la pena poner atención y dar apoyo práctico a los proyectos cooperativos que puedan aparecer y desarrollarse.

Notas
[1] La Cataluña revolucionaria (1936-1939) con la ley de colectivizaciones y la Yugoslavia socialista, cuya legislación se inspiró en la de Cataluña, son casos en que el cooperativismo jugó un papel central, pero en un marco estatal favorable.
[2] Som Energia tiene una cubierta industrial en Lérida equipada con paneles fotovoltaicos (inversión de 250.000€), ya en funcionamiento,y trabaja en varios proyectos con fotovoltaica y biogás, aún en fase preparatoria (inversión prevista de más de 3 millones de euros). A finales de junio 262 socios/as han aportado 829.700 euros para inversión.

Joaquín Sempere
MientrasTanto
 

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