El cooperativismo ha sido desde el siglo XIX una práctica obrera y
popular colectivista para lograr ventajas materiales, que se presenta
como una modalidad alternativa de organizar ciertas actividades
económicas (trabajo, comercio, vivienda) al margen de la economía
capitalista.
Hoy en día la Alianza Cooperativa Mundial, fundada en 1895, da
constancia del fenómeno atribuyéndole una cifra global de negocio de 1,6
billones [1012] de dólares, 120 millones de empleos, mil
millones de beneficiarios (entre trabajadores y clientes o usuarios de
los productos y servicios proporcionados por estas empresas). En España,
según la Confederación Empresarial Española de la Economía Social
(CEPES), existen unas 35.000 cooperativas y sociedades laborales que
emplean a más de 355.000 personas. La llamada “economía social” agrupa,
además de las cooperativas, más de 6.000 asociaciones y fundaciones, 500
centros especiales de empleo, 200 empresas de inserción, 400
mutualidades y un centenar de cofradías de pescadores. En conjunto, las
más de 42.000 entidades de la economía social arrojan unos ingresos
equivalentes al 10% del PIB español.
Estas cifras contrastan con el escaso papel que las cooperativas parecen tener, e incluso con su invisibilidad
en el panorama económico. ¿Cómo interpretar su papel en la economía y
su potencial transformador? Por un lado, la cooperativa de trabajo
asociado es un tipo distinto de empresa, participativa, transparente y
no orientada al máximo beneficio. La cooperativa cancela el divorcio
entre trabajo y capital: los trabajadores-socios son a la vez
propietarios del capital de la empresa como bien indiviso. El interés
dominante de los socios es conservar los puestos de trabajo como fuente
de vida, de modo que deben encontrar nichos estables de mercado y evitar
aventuras arriesgadas, como las que buscan a veces empresarios ansiosos
de máximo beneficio. Por esto la cooperativa tiende a satisfacer
necesidades de una clientela próxima en un mercado previsible. Claro que
esto no excluye ni la exportación —y los riesgos del mercado mundial—
ni la gestión calamitosa o arriesgada ni los golpes de un mercado
siempre imprevisible, sobre todo en situaciones muy dinámicas y
cambiantes (como las que derivan de un cambio técnico acelerado, que
provoca la obsolescencia de los productos y los métodos).
El principio de cooperación, cuando se hace extensivo a conjuntos de
empresas entre sí concertadas, puede aportar mecanismos de seguridad. Se
habla de intercooperación. En Mondragón Corporación Cooperativa
rigen, por ejemplo, acuerdos para disponer de un fondo colectivo de
apoyo a empresas en dificultades o para absorber unas empresas a
trabajadores sobrantes de otras empresas asociadas cuando las ventas
flaquean. Esto indica que el cooperativismo sólo puede florecer en
contextos adecuados y con la ayuda de la intercooperación o de
mecanismos públicos de redistribución, planificación y reasignación de
recursos entre empresas. El cooperativismo puede, así, ser la estructura
empresarial de referencia de sociedades socialistas, aunque no tiene
por qué ser la única: ciertos servicios fundamentales y ciertos sectores
estratégicos (energía, ferrocarriles, telefonía, agua...) seguramente
requieren una gestión pública (estatal, regional, municipal,
corporativa...) y una propiedad también pública. El socialismo, por otra
parte, no tiene por qué excluir la empresa privada, siempre que existan
cautelas legales para evitar que los intereses particulares se
sobrepongan a los públicos [1].
Pero ¿qué se puede esperar en un contexto sociopolítico como el
actual? Al gran capital no le interesa que el modelo de la empresa
cooperativa se difunda y se convierta en polo de atracción. Sólo permite
su existencia mientras sea minoritaria o residual, y trata de ponerle
toda clase de obstáculos para desanimar a quienes opten por ella. Las
cooperativas hoy existentes a veces responden a una voluntad
transformadora consciente. Otras veces son experiencias de autodefensa
para conservar el trabajo en empresas desahuciadas por sus dueños, como
ha ocurrido en la España postfranquista y en la Argentina durante la
crisis de 2001: las conocidas como “empresas recuperadas”. En estos
casos el punto de partida suele ser poco favorable, pero algunas de
estas experiencias han tenido éxito para evitar quedarse en la calle. En
la crisis posterior a 2008 están surgiendo en España cooperativas y
sociedades laborales de nueva planta, impulsadas por gente que desespera
de encontrar empleo en el “mercado de trabajo” capitalista. La ministra
de Empleo y Seguridad Social, Fátima Báñez, decía recientemente que la
destrucción de empleo desde la crisis ha sido menor en 6 puntos entre
las cooperativas que entre las empresas convencionales, y que en el
primer trimestre de 2012 ha crecido el número de cooperativas por
primera vez desde 2007. Es un lugar común que las cooperativas resisten
mejor las crisis que las empresas privadas. Mondragón resistió la crisis
industrial del País Vasco de los años ochenta y noventa no sólo sin
perder puestos de trabajo, sino aumentándolos.
Las dificultades del cooperativismo en un contexto capitalista —y más
aún neoliberal— tienen que ver con la estructura oligárquica del poder
económico-político, que no está interesado en el progreso de las
cooperativas porque representan islotes de economía liberada. Es
proverbial la dificultad, a menudo insuperable, para obtener créditos en
el sistema financiero convencional, que pone a los proyectos
cooperativos exigencias desmesuradas. Por eso los proyectos cooperativos
ambiciosos —como Mondragón— se dotan a menudo de sus propios
instrumentos de crédito: en este caso, la Caja Laboral Popular. En
general, la debilidad financiera del cooperativismo dificulta grandes
inversiones en capital fijo, de modo que le es difícil entrar en ciertos
sectores de la industria (aunque Mondragón, con su floreciente
producción de electrodomésticos y su centro de investigación, vuelve a
ser una prueba del potencial cooperativista). La oligarquía del dinero
acepta una cierta dosis de cooperativismo —sabiendo que a veces funciona
como colchón de seguridad para evitar un exceso de paro—, pero cortará
cualquier dinámica en que el cooperativismo llegue a alcanzar un espacio
considerado excesivo.
La extrema desigualdad promovida por tres o cuatro decenios de
neoliberalismo socava el potencial del cooperativismo. La reducción de
la masa salarial en el conjunto de la renta nacional dificulta el ahorro
popular. Además, la presión consumista logra que predomine entre la
población trabajadora la tendencia a emplear en el consumo cada euro
ahorrado. A la gente ni siquiera se le ocurre que puede emplear sus
ahorros en proyectos de inversión autónomos. Cuando se piensa en inversión
individual, se piensa en fondos de inversión gestionados por la banca
convencional, con los riesgos y abusos que hoy están a la vista. En
países con otra mentalidad y con un reparto menos injusto de la renta
nacional, como los europeos septentrionales, hay volúmenes de inversión
popular autónoma nada despreciables. Es ilustrativo comparar el empuje
de ciertas experiencias populares en materia de inversión en el Norte de
Europa y en España. En Dinamarca, Bélgica, Países Bajos o Alemania han
tenido cierto éxito las iniciativas ciudadanas para promover las
energías renovables en varias modalidades: instalar captadores solares
en el propio hogar familiar o invertir ahorros en proyectos colectivos
de parques eólicos o fotovoltaicos mediante cooperativas o accionariado
popular.
En España se creó en diciembre de 2010 la cooperativa Som Energia
—radicada en Gerona y de ámbito español, que reúne ya a 2.800 socios—
con el objetivo de comercializar electricidad de fuentes renovables.
Esta iniciativa imita otras existentes desde hace años en otros países:
Ecopower, de Bélgica, con 40.000 miembros; Enercoop, de Francia, con
10.000 miembros; EWS y Greenpeace Energy, ambas de Alemania, con 110.000
y 100.000 miembros respectivamente. Estas organizaciones, además de
vender energía, impulsan instalaciones fotovoltaicas, eólicas, de
biomasa u otras, emitiendo títulos participativos para recoger capital
con el que financiar estos proyectos. (De paso vale la pena señalar que
estas experiencias son alternativas a la financiación de proyectos sin
pasar por la banca convencional, de particular interés cuando la banca
no suelta ni un duro en concepto de préstamo [2].)
Para la izquierda tradicional mayoritaria hay dos grandes agentes
económicos: el Estado y el capital privado. El cooperativismo y otras
actividades económicas impulsadas por la iniciativa de la ciudadanía han
desempeñado un papel modesto en los proyectos de cambio socialista. El
neoliberalismo ha logrado en pocos años reducir el papel económico del
Estado en beneficio del capital privado; pero también ha mantenido una
presión enorme contra el cooperativismo y la economía social, a la vez
que, con un reparto de la renta nacional cada vez más escorado a favor
del capital y en contra de las rentas salariales, socava la capacidad
económica de las clases trabajadoras. El consumismo tiene como efecto
colateral inducir a la gente a gastar todos sus ahorros —y a endeudarse
si hace falta— en bienes de consumo. Se debilita de raíz el potencial
que permite la emergencia de una ciudadanía económicamente activa. Se
trata de reservar al gran capital la exclusividad de la inversión y, por
tanto, el monopolio de la iniciativa económica. Consumir y callar, este
es el lema. Esto excluye la posibilidad de que la gente corriente asuma
la deliberación y la acción en torno al modelo de sociedad y de
economía. La libertad económica queda reducida a la opción entre las
varias ofertas que el gran capital decide lanzar al mercado. El
cooperativismo es también una respuesta a esta jibarización económica de
la ciudadanía, una opción de ouvrier-citoyen —también en el
cooperativismo de consumo asociado al de producción, que hace posible la
emergencia de mercados que el gran capital no fomenta, como las
cooperativas de consumo agroecológico que proliferan en los últimos
años.
Los clásicos del socialismo han subrayado la importancia del
cooperativismo como germen de una nueva sociedad. El propio Marx, a
quien a veces se reprocha haberlo despreciado, dijo lo siguiente en
1864, en el manifiesto inaugural de la AIT:
“[E]staba reservado a la economía política del trabajo el alcanzar un triunfo más completo todavía sobre la economía política de la propiedad. Nos referimos al movimiento cooperativo, y, sobre todo, a las fábricas cooperativas creadas, sin apoyo alguno, por la iniciativa de algunos trabajadores audaces. Es imposible exagerar la importancia de estos grandes experimentos sociales que han mostrado con hechos, no con simples argumentos, que la producción en gran escala y al nivel de las exigencias de la ciencia moderna podía prescindir de la clase de los patronos, que utiliza el trabajo de la clase de los asalariados; han mostrado también que no era necesario a la producción que los instrumentos de trabajo estuviesen monopolizados y sirviesen así de instrumentos de dominación y de explotación contra el trabajador mismo; y han mostrado, por fin, que lo mismo que el trabajo esclavo, lo mismo que el trabajo siervo, el trabajo asalariado no es sino una forma transitoria inferior, destinada a desaparecer ante el trabajo asociado que cumple su tarea con gusto, entusiasmo y alegría”.
Cierto que en el mismo texto señala sus límites:
“El trabajo cooperativo, limitado estrechamente a los esfuerzos accidentales y particulares de los obreros, no podrá detener jamás el crecimiento del monopolio, ni emancipar a las masas [...]. Para emancipar a las masas trabajadoras, la cooperación debe alcanzar un desarrollo nacional y, por consecuencia, ser fomentada por medios nacionales”.
Pero la importancia de la cooperación como vía de emancipación social queda fuertemente resaltada.
Cuando el capitalismo fracasa visiblemente como proveedor de bienes y
servicios necesarios, cuando empieza a no ser capaz de alimentar a las
personas, hay que plantearse seriamente alternativas prácticas, y el
mundo del cooperativismo y la economía social aparece como un espacio en
el que trabajar. Es obvio que el cooperativismo por sí solo no basta
hoy por hoy ni para dar de comer a todo el mundo ni para derribar el
capitalismo, pero tampoco es una vía muerta. Para muchas personas va a
ser —está siendo ya— una salida a corto plazo. Y en conjunto es una
referencia y una escuela de economía alternativa, una escuela de
democracia económica y de socialismo. Vale la pena poner atención y dar
apoyo práctico a los proyectos cooperativos que puedan aparecer y
desarrollarse.
Notas
[1] La Cataluña
revolucionaria (1936-1939) con la ley de colectivizaciones y la
Yugoslavia socialista, cuya legislación se inspiró en la de Cataluña,
son casos en que el cooperativismo jugó un papel central, pero en un
marco estatal favorable.
[2] Som Energia tiene
una cubierta industrial en Lérida equipada con paneles fotovoltaicos
(inversión de 250.000€), ya en funcionamiento,y trabaja en varios
proyectos con fotovoltaica y biogás, aún en fase preparatoria (inversión
prevista de más de 3 millones de euros). A finales de junio 262
socios/as han aportado 829.700 euros para inversión.
Joaquín Sempere
MientrasTanto
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