Dentro del movimiento del 15 de mayo --y dentro de otras muchas
iniciativas-- hay, si así se quiere, dos grandes posiciones. La primera
entiende que el cometido principal del movimiento estriba en elaborar
propuestas que se espera sean escuchadas, en un grado u otro, por
nuestros gobernantes. La segunda, muy diferente de la anterior, aspira,
antes bien, a crear espacios de autonomía en los cuales procedamos a
aplicar reglas del juego diferentes de las que nos impone el sistema que
padecemos. Y a hacerlo, por añadidura, sin aguardar nada de esos
gobernantes que acabo de mencionar.
Mi impresión es que la
segunda de las posiciones ha ido ganando terreno en el 15-M. No se
olvide al respecto que el panorama general en lo que hace a ganancias de
la mano de la primera de las perspectivas enunciadas es manifiestamente
desalentador. Claro que no sólo se trata de eso: hora es ésta de
recordar que en una de sus matrices principales el movimiento del 15 de
mayo nació, un año atrás, al amparo de un propósito expreso de
cuestionar un sistema seudodemocrático en el que al cabo, y de siempre,
son los grandes poderes económicos los que dictan las reglas del juego.
Sobre esa base estaba servida la conclusión de que, aun siendo
comprensibles las demandas de reforma de ese sistema que formulaban
muchos sectores del 15-M, la inercia del movimiento conducía muy a
menudo a lo que cabía entender que era una apuesta por la construcción
de un orden distinto y plenamente autónomo.
No está de más que
proponga dos ejemplos que permiten perfilar el escenario de la
discusión. El primero remite a la muy extendida petición, que algunos
asimilan sin más con el 15-M como si una y otra realidad se solapasen,
de reforma de la ley electoral. Supongamos, que es mucho suponer, que
los dos grandes partidos aceptan la reforma en cuestión y que ésta tiene
un perfil saludable. ¿Qué cambios profundos cabe augurar que se
derivarían de ello? La posibilidad de que PP y PSOE perdiesen una parte,
sin duda menor, de los escaños de los que hoy disfrutan en el
parlamento, ¿modificaría sustancialmente la realidad que palpamos en
estas horas? ¿No es lamentablemente ingenuo suponer que una reforma de
la ley electoral va a resolver alguno de nuestros problemas principales?
El segundo ejemplo que me interesa rescatar es el de la
propuesta de creación de una banca pública. No se trata ahora de
discutir el buen o mal sentido de tal propuesta. Se trata de
preguntarse, antes que nada, cuánto tiempo podemos aguardar para que se
perfile esa fórmula de banca. Lo diré con un punto de ironía: ¿cuánto
tiempo habrá de transcurrir para que Izquierda Unida cuente con 150
representantes en el Congreso de Diputados? ¿Podemos permitirnos esperar
hasta entonces o, como me temo, los deberes son mucho más acuciantes e
imperativos? Mal haríamos en olvidar que la gestación de una banca
pública reclama inexorablemente del concurso de partidos, parlamentos y
leyes, o, lo que es lo mismo, exige el beneplácito de fuerzas políticas y
de grupos de presión que apuestan con descaro, apoyados en las
mayorías, por otros horizontes. Y ojo que no cabe en modo alguno
descartar que populares y socialistas acaben por perfilar una banca
pública con cometidos bien diferentes de los que, cargados de
respetables buenas intenciones, pretenden asignar a aquélla nuestros
economistas socialdemócratas de bandera.
Ante el panorama que
acabo de mal retratar de la mano de los dos ejemplos propuestos, ¿no es
mucho más hacedero y realista el proyecto que nos invita a construir
desde abajo un mundo --unas relaciones económicas y sociales-- nuevo y
desmercantilizado? No estoy hablando, por lo demás, de un proyecto
etéreo. Las realidades correspondientes ya están ahí. Pienso en los
grupos de consumo que han proliferado en tantos lugares, en las
perspectivas que surgen de las cooperativas integrales, en las ecoaldeas
e instancias similares, en los bancos sociales que rehúyen el lucro y
el beneficio o, por cerrar aquí una lista que bien podría ser más larga,
en el incipiente movimiento que plantea el horizonte de la autogestión
por los trabajadores en el caso de muchas empresas amenazadas de cierre.
En todas estas iniciativas lo que despunta es un esfuerzo encaminado
por igual a rechazar la delegación del poder en otros y a alentar la
práctica de la socialización sin jerarquías, las más de las veces sobre
la base de postulados antipatriarcales, antiproductivistas e
internacionalistas. ¿No empiezan a acumularse los argumentos para
sostener que el viejo proyecto libertario de la autogestión generalizada
es, no sin paradoja, mucho más realista que aquel otro que, al amparo
de la vulgata socialdemócrata de siempre, todo lo hace depender de
partidos, leyes y parlamentos?
A menudo me encuentro a personas
que, con argumentos respetables, subrayan que las dos opciones a las
que me refiero en este texto no son incompatibles. Lo aceptaré de buen
grado: no tengo por qué concluir, en particular, que quien legítimamente
pelea por reformar la ley electoral es hostil a la gestación de
espacios de autonomía no mercantilizados (y viceversa). Creo, sin
embargo, que lo suyo es subrayar que esas dos opciones no sólo remiten a
objetivos y métodos diferentes: se materializan también en proyectos
organizativos distintos.
Mientras en el primer caso el movimiento
en que se concretan no es sino un instrumento al servicio de un proceso
que debe discurrir fuera de él, en el segundo --el de los espacios de
autonomía-- ese movimiento se convierte, de la mano de la asamblea, de
la democracia directa y de la autogestión, en objeto con vida propia
que, cabal y autosuficiente, no precisa de representaciones externas. De
cara al futuro, y por su dimensión de demostración de que es posible
hacer las cosas de forma diferente, parece que esta última es una
apuesta más inteligente.
Carlos Taibo
Rebelión
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