Blindados por vallas, protegiéndose de aquellos que hace
siete meses les votaron, los diputados exhiben sus temores. ¿Por qué no
les quieren?. “Así no podemos seguir, porque estamos provocando desafección”, clamaba hoy Rubalcaba en el Congreso,
como si el problema fuera la desafección y no sus causas. El Gobierno
aprobaba en solitario la última tanda de recortes, la más heavy
hasta el momento y que previsíblemente no será la última, dado que los
intereses de la deuda siguen engordando, la prima de riesgo bate
tétricos récords y la confianza de los inversores huye tan despavorida
como los ahorros de miles de españoles
-¿qué hago con el dinero?, es pregunta habitual-. La calle ocupada les
inquieta pero el miedo a dejar de ser políticos supera cualquier otro
temor.
Ellos consideran que hacen su trabajo. Y más allá de los enfrentamientos coreografiados en el hemiciclo, los diputados comparten un interés por no perder su estatus.
Desde hace más de un año, coincidiendo con las primeras protestas del
#15M, vengo preguntándoles cuándo van a reaccionar ante el descontento.
Al principio, prefirieron ignorarlo descalificándolo y exigiéndo que las
soluciones partieran de los que protestaban. Ahora lo ven como un
ataque frontal para derrocarles. A nadie le parecerían elevados sus ingresos si estuviera satisfecho con el trabajo que realizan.
Pero se niegan a cambiar el sistema, a sacrificarse. No se trata de
renunciar a la paga de Navidad como gesto de solidaridad con quienes no
tienen opción a decidir. Que los ciudadanos perciban que se la han
ganado. El problema es que desde fuera del búnker de los leones, la
gente ignora a qué se dedican pero intuye que su labor responde a
intereses contrapuestos a los suyos. Porque el descontento no es sólo
con el Gobierno, sino también con una oposición amarrada a su pequeña
cuota de poder, incapaz de renovarse, ni de ilusionar con acciones que
recogan las demandas de la calle. Es también hastío hacía el resto de
partidos, a egocéntricas demandas que hoy suenan miserables.
Ya no contestan cuando les preguntas. Sólo si es off the record, si
su nombre no va a ser relacionado con sus palabras. “Ahora no puedo”,
“¿cómo te voy a contestar a eso?” o “esto lo hacemos para solucionar la
situación” se han convertido en respuesta habitual. Como si hablases
con un robot. Seleccione la respuesta A, B o C. No vayan a meter la
pata. Cuesta imaginarse a un estadista temeroso de expresar su propios
principios, sus ideas, su política. Genera una inseguridad tremenda mirar a los ojos de un ministro y que te confiese que ya han hecho todo lo que está en sus manos,
o que los demás partidos comenten contigo lo mal que va todo como si
estuvieses en el bar charlando con los parroquianos mientras sueñan con
el BCE nos socorra. Más que líderes parecen ciudadanos asustados.
Sienten que el crédito también se les ha acabado pero no saben que
hacer. Los últimos cuatro años, desde que empezó la crisis, han
resultado una sucesión de medidas económicas inconexas. La ineficacia de
la anterior propiciaba la siguiente. No ha existido más estrategía que la del cortoplacismo unido al miedo, miedo a que la improvisación no diera frutos inmediatos.
Y como los brotes verdes, si es que alguien más que Salgado los vio
alguna vez, no prosperaron y la esperanza en salir a flote se va
perdiendo, ahora tratan de contagiar su miedo. “Si no sube la
recaudación está en riesgo el pago de las nóminas”, repite Montoro en
público. “Os vaís a cargar la democracia y la alternativa es peor”,
apuntan en privado como si algunos periodistas tuviésemos una
responsabilidad con tan nefasta gestión. Que los lectores se enteren de
lo que sucede, es y será siempre la responsabilidad de un periodista. La
de gobernar conforme al interés general, la de los políticos sin miedo.
¿Hay alguno en la sala?
Pilar Portero
Tudosis.es
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