El periodo de perturbaciones financieras y sociales que estamos
viviendo muestra muchas carencias y frustraciones. Creo que puede
decirse con razón, como los propios dirigentes más conservadores
reconocen, que el sistema capitalista está registrando una falla de
extraordinaria intensidad. Podría hablarse incluso de su fracaso
histórico. 35.000 muertes diarias por hambre y un sistema financiero
internacional que está al borde de la quiebra generalizada serían
suficientes para mantener con fundamento esa afirmación. Pero, al mismo
tiempo, es imposible dejar de reconocer que se ha producido un fracaso
paralelo de las organizaciones de la izquierda tradicional y de los
movimientos alternativos a la hora de impedir que la crisis del sistema
se haya resuelto con un avance sustancial hacia la superación del
capitalismo y hacia el mayor empoderamiento de las clases trabajadoras
y, en general, de la población que viene sufriendo su incapacidad para
satisfacer las necesidades básicas de los seres humanos.
Es cierto que este segundo fracaso tiene su origen en una contundente
ofensiva previa de las fuerzas del capital que no dudó en acabar con la
vida de miles de personas con tal de soslayar cualquier atisbo de
cambio social que perjudicara a los grandes poderes financieros,
económico y mediáticos. Y que la derrota de las fuerzas de izquierda fue
debida en gran parte a las formas muy antidemocráticas o incluso
fascistas que ha venido utilizando el capitalismo neoliberal de nuestra
época.
Y es verdad también que el fracaso no ha sido total si se tiene en
cuenta que la forma en que se resuelve la crisis está levantado una
oleada planetaria de indignación, una rebeldía que se hace notar cada
vez con más fuerza que quizá sea el origen no solo de protestas más o
menos puntuales y localizadas sino de un nuevo espacio de lucha social y
de sujetos políticos de nuevo tipo y con mucha más capacidad de
impulsar cambios que los tradicionales, como está siendo en España el
15-M.
Pero, en todo caso, es evidente que estos últimos se encuentran
todavía en fase muy embrionaria y que de momento no son capaces de
generar la fuerza necesaria ni para frenar la ofensiva del capitalismo
neoliberal ni para constituir una alternativa deseada, creíble y a la
que se le tenga temor por los poderes dominantes.
Por eso creo que está completamente injustificado continuar actuando
desde las filas de las izquierdas como si nada hubiera pasado, ajenos a
la impotencia efectiva que padece a la hora de proponer alternativas, de
hacerlas atractivas para las mayorías sociales y de frenar los
continuos a ataques al bienestar, a la democracia y a la libertad que se
vienen produciendo.
En mi opinión este fracaso de las izquierdas no tiene que ver solo
con circunstancias coyunturales sino que es la culminación de una serie
de deficiencias y limitaciones históricas muy graves en el discurso y en
la práctica que venimos realizando en las diferentes sensibilidades de
la izquierda.
Creo que estas limitaciones podrían resumirse en un efecto principal:
la incapacidad para influir en las condiciones que generan hegemonía y
consenso social debido a diversas circunstancias que podrían resumirse
en las siguientes.
Los discursos de la izquierdas siguen basándose en categorías
intelectuales y formales que ya no entroncan con los códigos con los que
la mayoría de la sociedad percibe los fenómenos sociales. Puede ser
cierto que eso responde a un empobrecimiento de los modos de analizar el
mundo y a una banalización de los códigos de percepción y socialización
pero la realidad es que la terminología, los tonos, las formas y los
iconos de las izquierdas más o menos convencionales no encajan hoy día
con el lenguaje dominante en nuestras sociedades. La prueba de ello es
que al mismo tiempo que las organizaciones más tradicionales apegadas a
este tipo de discurso se hacen cada vez más ajenas a la población otras
de carácter más abierto, de expresión más plural y lenguaje menos
nominalizado, como pueden ser ATTAC u otras asociaciones y movimientos
de este tipo, como la reciente Democracia Real Ya en el seno del 15-M,
son capaces de desplegar mucha más influencia y capacidad de
convencimiento e incluso movilización social.
Aunque pudiera ser cierto que este fenómeno sea el resultado de los
ataques injustos, de la demonización por parte de los grandes poderes
mediáticos o que provenga de otros mucho menos plurales y democráticos,
lo cierto es que la vieja iconografía de la banderas, de las hoces y
martillos o de los discursos de las grandes categorías de la mecánicas
social del XIX no permiten que haya entendimiento, empatía, entre las
izquierdas que se amparan en ellos y las gentes normales y corrientes a
las que se apela.
En particular, las izquierdas tradicionales parecen seguir empeñadas
en entender que los cambios sociales se producen a través de la acción
de sujetos colectivos impersonales (la clase obrera, el proletariado),
sin percatarse de que si bien las clases siguen siendo cada vez más
nítidas y reales, lo más cierto es que los cambios no los realizan las
categorías sociológicas sino las personas.
A las izquierdas les falta humanidad, en el sentido más lato del
término, hablarle a los ojos a las seres humanos, rozarse con ellos
(como, por cierto, pasaba en los primeros hitos de los movimientos
obreros organizados), gozar y sufrir con ellos, en lugar de hablarles
para llamarles a la acción desde la (falsa) seguridad de que conocen sus
destinos y la forma en que pueden conquistarse. Es decir, haciéndose
cómplices y no dándoles órdenes.
La mayoría de las izquierdas están ancladas además en discursos
maximalistas que la inmensa mayoría de la gente considera hoy día
completamente extemporáneos, como consecuencia de esa especie de
disociación cognitiva entre sus respectivas formas de ver la naturaleza
de los asuntos sociales e incluso en las de expresarlos verbalmente.
Por otro lado, las izquierdas vienen mostrándose completamente
incapaces de gobernar la diversidad, incluso su propia diversidad
interna. Sigue estando asociada a depuraciones, batallas cainitas,
divisiones, secesiones y a todo tipo de rupturas. No por casualidad sino
como fruto de lo que acabo de señalar. Cada sensibilidad de izquierdas
se presume dueña de las claves que permiten interpretar lo que ocurre en
el mundo y solucionarlo. La socialdemocracia es traidora para quienes
están a su izquierda, pero la izquierda comunista tradicional es
reformista para la que se cree más anticapitalista y ésta última
perfectamente asociable a la anterior para las anarquistas o
autonomistas, y así sucesivamente. Una patología que a su vez se
reproduce en el seno de cada una como se puede percibir para cualquier
observador incluso lejano de lo que ocurre en la izquierda.
Eso se traduce no solo en una falta de afecto de la sociedad a quien
así se comporta sino también en una desunión me atrevería a decir que
visceral que impide que las respuestas frente a las agresiones del
capital sean eficaces.
Se trata, a mi juicio, de una herencia pesada que sigue haciendo que
la izquierda se deje llevar por el mecanicismo que se transmuta en
totalitarismo cuando se desenvuelve entre algo que tenga que ver con el
reparto del poder por muy insignificante que este sea. No solo en el
nivel operativo o de la acción sino en el de acuerdo sobre cuestiones
básicas que es increíble que aún no estén resueltas de común acuerdo: el
papel de la presencia en las instituciones, del trabajo sindical, etc.
Finalmente, creo que la izquierda paga muy caro también su
incapacidad para “adelantar” a la sociedad lo que le ofrece, para
anticiparle de alguna forma el tipo de mundo que desea alcanzar. Salvo
casos muy excepcionales, y precisamente por ello muy valiosos, y sobre
todo en procesos dirigidos por experiencias de participación popular más
que por la izquierda tradicional, apenas tenemos entre nosotros
experiencias de nuevas formas de organización económica, financiera,
social, urbana… salvo casos, como digo, muy singulares y excepcionales.
Algo muy diferente a lo que ocurría en los primeros pasos de los
movimientos obreros organizados cuando se creaban cooperativas, vínculos
de solidaridad personal y social muy visibles y experiencias de vida en
común que permitían que los trabajadores comprobasen que valía la pena
optar por otro modo de vivir y de actuar.
Todo lo anterior no puede ser ajeno al desprecio de las actividades
formativas, a la escasa relevancia que se da a la consistencia
intelectual de la militancia de izquierdas. Es tan significativo como
lamentable que no existan experiencias de escuelas, de seminarios
conjuntos, de medios de comunicación compartidos, de revistas…. de
izquierdas.
La cuestión estriba, pues, en reflexionar sobre si se pueden superar estas deficiencias.
A mi juicio no va a ser una tarea fácil porque se implican muchas
dimensiones del problema y a muchos sujetos y organizaciones pero se
trata de un reto al que están abocadas las diferentes corrientes y
sensibilidades de la izquierda si no quieren ir desapareciendo y quedar
definitivamente convertidas en resquicios de épocas pasadas.
El primer requisito que yo creo que hay que satisfacer es asumir que
esta tarea requiere un esfuerzo gigantesco y muy sincero de
convergencia. Es imprescindible unir fuerzas y llevar a cabo un
acercamiento de análisis de la situación y de propuestas. Hay que
superar la fragmentación, el ensimismamiento y el conformismo con ocupar
una trinchera propia inexpugnable en torno a principios abstractos y
cada vez más vacíos de contenido.
El segundo es el de asumir también que hay que poner en primer plano
la movilización social en su más amplio sentido. El dominio del
capitalismo neoliberal tiene el inconveniente de que es
extraordinariamente agresivo y criminal pero la ventaja, desde el punto
de vista de hacerle frente, que afecta a clases y capas sociales muy
amplias, muchas de ellas ajenas a los espacios a los que
tradicionalmente se ha asociado la izquierda.
Llamar hoy día solamente a las personas de izquierdas, apelar
exclusivamente a la unión de la izquierda, puede ser un prerrequisito
pero no un objetivo final porque esto sería limitarse a querer movilizar
a un porcentaje ya casi ínfimo de la sociedad. Se trata, por el
contrario, de actuar como catalizadores de la respuesta social más
amplia posible, de todos y todas “los de abajo”, teniendo en cuenta que
las agresiones del neoliberalismo se producen no solo a las clases
trabajadoras sino a pequeños y medianos empresarios, a autónomos o
profesionales, a las clases pasivas, o a los jóvenes, a las mujeres, sin
distinción de ideologías e incluso de posición social.
Para ello es preciso que las izquierdas recuperen su capacidad de
interlocución con la sociedad y que no se dediquen a hablar con ellas
mismas, que recuperen el sentido humano de la vida política, como decía
antes, que humanicen sus discursos vaciándolos de categorías
nominalistas para llenarlos de fraternidad, de sentimientos y de
cercanía a la gente que no necesariamente comparte ni va a compartir
jamás con ella los códigos de pensamiento y lenguaje.
La izquierda, además, debe ser consciente de que es imposible llevar a
cabo los cambios sociales solo con sus propios partidarios o fieles, o
jugando el partido “en casa”, sino que hay que hacerlos con los mimbres
que hay en cada momento, con la oposición de buena parte de la sociedad a
la que no se puede hacer desparecer y caminando constantemente contra
la corriente. Percibir que se actúa en un mundo complejo y en medio de
una constante, inevitable y gran diversidad y aprender a actuar en estas
condiciones es la gran tarea pendiente de las izquierdas y sin lo cual
es imposible que puedan salir adelante sus propuestas de cambio.
Yo creo que si avanzamos en esas líneas de convergencia y empatía con
la sociedad será posible abordar otros pasos de los que depende la
quiebra del sistema de dominio en el que estamos: rompiendo su
legitimación, haciendo saltar los consensos básicos del neoliberalismo,
mostrando que sus instituciones no funcionan y presentando a la sociedad
nuevas alternativas.
Los movimientos de indignados, el 15M, demuestran que son muchas las
personas que están dispuestas a afrontar el reto de pensar y hablar de
otro modo a la sociedad para desvelar y combatir las injusticias y la
explotación. Lo harán con o sin las izquierdas tradicionales así que a
éstas más les vale ponerse al día, quitarse los ropajes viejos y meterse
en estos nuevos espacios de la política con inteligencia y humildad.
Juan Torres López
Artículo publicado en Le Monde diplomatique.
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