De entre los muchos animales que todavía pueblan el planeta, hay dos que
siguen aumentando su número de modo alarmante: La rata y el hombre.
Aunque no lo parezca, hay muchas similitudes entre ambos: Son quienes
mejor se han sabido adaptar al medio, se multiplican de modo irracional,
son los primeros en abandonar el barco en cuanto barruntan que se puede
hundir, son depredadores voraces, transmiten enfermedades infecciosas
de difícil curación y tratamiento, viven agrupados, en gremios, en
enormes comunidades, tienen un genoma bastante parecido y muerden. Pero
no hay que alarmarse, si existen rasgos comunes irrefutables, no son
menos aquellos diferentes que vienen a demostrar, por mucho que nos
moleste, que la rata es un animal mucho más desarrollado y hábil que el
hombre: Hay cuatro ratas por cada ser humano, lo que evidencia que su
capacidad de adaptación cuadruplica a la del hombre capitalista; la rata
no ataca a sus semejantes, los protege con uñas y dientes, incluso con
el rabo, por el contrario, el hombre capitalista aético, que es el que
más abunda en los llamados países desarrollados, vive de atacar a sus
hermanos, de practicar el genocidio, de explotar a los que no son de su
tribu selecta; la rata se conforma con alimentarse de la mierda que el
hombre produce y esparce por toda la faz de la tierra, el hombre, no, el
hombre capitalista tiene que comérselo todo, lo que le pertenece, lo
que no le pertenece, lo que necesita y lo que le sobra; la rata es mucho
más fecunda, se multiplica a la velocidad de la luz pese a la
persecución de los homínidos y, por último, la rata es más justa que el
hombre, abunda más en los lugares dónde el hombre acumula más basura, en
los países ricos, le gusta vivir en la riqueza: Allá dónde no hay nada
que comer, dónde no existe la basura, dónde campea el hambre, la rata
apenas hace acto de presencia, sabe que no hay nada que hacer y que
podría ser devorada.
Al hombre capitalista, le importa un bledo vivir en los sitios más pobres pues tiene los instrumentos necesarios para sacar toda la riqueza oculta, para provocar guerras civiles que le permitan robar acompañado de la paz que dan los cementerios, para construirse mansiones y llenarlas de esclavos, para hacer películas románticas que hablen de esos tiempos y de estos. El hombre capitalista puede vender miles de Kalashnikov a personas que no tienen para comer y creen que con ese artilugio mortífero podrán conseguir una parcela de poder que les permita ser alguien en el infierno. Es un ser despiadado, no tiene escrúpulos, no distingue entre el bien, el regular y el mal. Todo le está permitido, todo es lícito siempre que su acción, caiga quien caiga, proporcione beneficios económicos sustanciales. Siguiendo los dictados de su codicia, el hombre capitalista se inventó a Dios, y en su nombre invadió países que decía ignotos, cuando en ellos vivían otros hombres menos codiciosos desde antes del Diluvio. Extrajo de ellos sus materias primas más valiosas, dejando como marca de la casa la muerte, la desolación y su presencia sempiterna. No tuvo problemas para destruir buena parte de América, Asia, África y Oceanía, incluso su propia morada; no tuvo remordimiento alguno para arrojar sobre el país díscolo las bombas que le apetecieron pretextando las excusas más inverosímiles, no tuvo regomeyo para talar bosques hermosísimos que no le pertenecían, ni a él ni a nadie sino a todos, para dejar hueca las entrañas de la tierra, para mantener tiranos en todos los países en los que puso su garra, para extender el hambre por doquier mientras su barriga crecía en proporción geométrica.
El hombre capitalista sigue teniendo a Dios de su lado, por eso casi nunca muere, y cuando uno lo hace, salen cien como él para ocupar su puesto. Al contrario que el rey Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba, el hombre capitalista es capaz de convertir en ruina todo lo que toca. Así lo hizo en México, Perú, Brasil, Colombia, La India, Vietnán, Camboya, Sudáfrica, Mozambique, Indonesia, el Congo, Marruecos, Chad, Argelia, Irak, Afganistán, Irán, Egipto, Sudán, Etiopía, Somalia, Honduras y todos aquellos territorios que tuvieron la desgracia de tener algo que se podía vender. Así lo hicieron y así lo siguen haciendo, sólo que ahora, en los albores del siglo XXI su nivel de crueldad despiadada, de eficacia depredadora se ha disparado al calor del desarrollo de las nuevas tecnología y de la falta de una contestación articulada por parte de los ciudadanos de pueblos que otrora supieron levantarse contra la injusticia y hoy duermen la paz de los injustos sin preocuparse siquiera de que ocurrirá mañana con su techo, con su familia, con sus fines de semana, con sus vacaciones pagadas, con su seguridad social, con su burguerkings, sus parques temáticos, su televisión de plasma, su navidad, con sus privilegios obtenidos del saqueo del mundo entero. Son pueblos descuidados, embriagados por el laudano mortífero del dinero, con la música envenenada que sale de las flautas que tocan en Wall Street o la City londinense. No, no hay motivo para sentirse orgulloso de pertenecer a esa especie degenerada que arrasa con los bosques y las selvas, que vive del trabajo de sus semejantes, que fomenta la discordia y la guerra entre hermanos, que encumbra al ambicioso y margina a quien no lo es, que inventa enfermedades experimentando con los más pobres, que luego inventa el medicamento y lo vende jugando con la vida, que acaba con la respiración de los mares, que manda bombas a los más necesitados si osan alzar la voz, que es incapaz, y eso es lo peor, de vivir con las demás especies animales y vegetales del planeta, que está dispuesto a acabar con él, a devorarlo con tal de alimentar su codicia.
Como Antonio Machado, yo también espero otro milagro de la primavera, y lo espero para pronto, para mañana si es posible, si ustedes lo quieren, si entre todos lo queremos. Existen medios, hoy más que nunca, para erradicar el hambre, la pobreza, el analfabetismo, el odio, la xenofobia, la incultura y la mayoría de las enfermedades, para reconstruir lo que hemos destrozado, para comenzar a ser justos y así ser más libres y poder vivir verdaderamente satisfechos. Pero para todo eso, es preciso que el hombre capitalista y los teóricos que le dan argumentos, pasen al desván de la historia de la infamia. De no ser así, el hombre, sin tardar mucho, tendrá que librar una de sus últimas batallas, aquella que le enfrente con un animal que lo supera en todo ampliamente: La rata, pues hombres y ratas tendrán el privilegio de disputarse un mundo en agonía. Confío en esa primavera. Está al llegar.
Al hombre capitalista, le importa un bledo vivir en los sitios más pobres pues tiene los instrumentos necesarios para sacar toda la riqueza oculta, para provocar guerras civiles que le permitan robar acompañado de la paz que dan los cementerios, para construirse mansiones y llenarlas de esclavos, para hacer películas románticas que hablen de esos tiempos y de estos. El hombre capitalista puede vender miles de Kalashnikov a personas que no tienen para comer y creen que con ese artilugio mortífero podrán conseguir una parcela de poder que les permita ser alguien en el infierno. Es un ser despiadado, no tiene escrúpulos, no distingue entre el bien, el regular y el mal. Todo le está permitido, todo es lícito siempre que su acción, caiga quien caiga, proporcione beneficios económicos sustanciales. Siguiendo los dictados de su codicia, el hombre capitalista se inventó a Dios, y en su nombre invadió países que decía ignotos, cuando en ellos vivían otros hombres menos codiciosos desde antes del Diluvio. Extrajo de ellos sus materias primas más valiosas, dejando como marca de la casa la muerte, la desolación y su presencia sempiterna. No tuvo problemas para destruir buena parte de América, Asia, África y Oceanía, incluso su propia morada; no tuvo remordimiento alguno para arrojar sobre el país díscolo las bombas que le apetecieron pretextando las excusas más inverosímiles, no tuvo regomeyo para talar bosques hermosísimos que no le pertenecían, ni a él ni a nadie sino a todos, para dejar hueca las entrañas de la tierra, para mantener tiranos en todos los países en los que puso su garra, para extender el hambre por doquier mientras su barriga crecía en proporción geométrica.
El hombre capitalista sigue teniendo a Dios de su lado, por eso casi nunca muere, y cuando uno lo hace, salen cien como él para ocupar su puesto. Al contrario que el rey Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba, el hombre capitalista es capaz de convertir en ruina todo lo que toca. Así lo hizo en México, Perú, Brasil, Colombia, La India, Vietnán, Camboya, Sudáfrica, Mozambique, Indonesia, el Congo, Marruecos, Chad, Argelia, Irak, Afganistán, Irán, Egipto, Sudán, Etiopía, Somalia, Honduras y todos aquellos territorios que tuvieron la desgracia de tener algo que se podía vender. Así lo hicieron y así lo siguen haciendo, sólo que ahora, en los albores del siglo XXI su nivel de crueldad despiadada, de eficacia depredadora se ha disparado al calor del desarrollo de las nuevas tecnología y de la falta de una contestación articulada por parte de los ciudadanos de pueblos que otrora supieron levantarse contra la injusticia y hoy duermen la paz de los injustos sin preocuparse siquiera de que ocurrirá mañana con su techo, con su familia, con sus fines de semana, con sus vacaciones pagadas, con su seguridad social, con su burguerkings, sus parques temáticos, su televisión de plasma, su navidad, con sus privilegios obtenidos del saqueo del mundo entero. Son pueblos descuidados, embriagados por el laudano mortífero del dinero, con la música envenenada que sale de las flautas que tocan en Wall Street o la City londinense. No, no hay motivo para sentirse orgulloso de pertenecer a esa especie degenerada que arrasa con los bosques y las selvas, que vive del trabajo de sus semejantes, que fomenta la discordia y la guerra entre hermanos, que encumbra al ambicioso y margina a quien no lo es, que inventa enfermedades experimentando con los más pobres, que luego inventa el medicamento y lo vende jugando con la vida, que acaba con la respiración de los mares, que manda bombas a los más necesitados si osan alzar la voz, que es incapaz, y eso es lo peor, de vivir con las demás especies animales y vegetales del planeta, que está dispuesto a acabar con él, a devorarlo con tal de alimentar su codicia.
Como Antonio Machado, yo también espero otro milagro de la primavera, y lo espero para pronto, para mañana si es posible, si ustedes lo quieren, si entre todos lo queremos. Existen medios, hoy más que nunca, para erradicar el hambre, la pobreza, el analfabetismo, el odio, la xenofobia, la incultura y la mayoría de las enfermedades, para reconstruir lo que hemos destrozado, para comenzar a ser justos y así ser más libres y poder vivir verdaderamente satisfechos. Pero para todo eso, es preciso que el hombre capitalista y los teóricos que le dan argumentos, pasen al desván de la historia de la infamia. De no ser así, el hombre, sin tardar mucho, tendrá que librar una de sus últimas batallas, aquella que le enfrente con un animal que lo supera en todo ampliamente: La rata, pues hombres y ratas tendrán el privilegio de disputarse un mundo en agonía. Confío en esa primavera. Está al llegar.
Pedro Luis Angosto
Rebelión
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