En una entrevista concedida al periódico francés Le Monde el pasado
13 de diciembre, Nicolas Sarkozy aseguraba que el acuerdo de Bruselas
adoptado el día 9 para la redacción de un nuevo tratado europeo
intergubernamental crea las condiciones para salir de la crisis, y que
la ratificación de dicho tratado se hará de forma mucho más ágil que en
ocasiones precedentes: “Queremos que todo esté listo para el verano de
2012”, afirmaba el presidente francés con la naturalidad de quien se
sabe legitimado por el discurso dominante de la inmediatez. El tipo de
discurso que también justificaba, unas semanas antes, un violento
editorial del mismo periódico galo contra la intención de Yorgos
Papandreu de someter a referéndum el plan de ajuste europeo para Grecia:
“¿Podemos imaginar un pueblo que aceptaría, unánime, una purga tan
violenta?”, se preguntaba entonces Le Monde. Un discurso en el que se
apoyaba así mismo otro periódico supuestamente progresista, El País,
para denunciar que “el daño que esta iniciativa puede infligir a la UE,
al futuro de Grecia y a la imagen de sus dirigentes resulta
incalculable”. De igual manera, tras las elecciones generales del 20-N
en España, se ha asumido la idea según la cual el nuevo Gobierno deberá
trabajar apremiado por la urgencia de los mercados.
Este discurso de la inmediatez se caracteriza por la abundancia de
palabras contradictorias con la construcción de un proyecto político. La
purga, la crisis, la urgencia, la recesión, los mercados, la deuda, el
gasto… Todas estas palabras impiden proyectarse en un futuro más allá de
las decisiones tomadas por quienes las enuncian mientras que la
particularidad del discurso político debería residir, si seguimos al
filósofo francés Paul Ricoeur, en su capacidad para ofrecer una
escapatoria a la inseguridad del presente mediante un lenguaje
(diferente del religioso, el nacionalista o el ideológico) en el que
pueda intervenir el futuro como lugar utópico. Por eso, los discursos
que afloran cuando la política se muestra incapaz de deshacerse del
presente de la deuda y de los mercados son precisamente el religioso, el
identitario y el ideológico.
A esta dictadura de la inmediatez, que muy bien podríamos llamar
presentismo, le ha dedicado un libro (Ejército enemigo) el escritor
español Alberto Olmos: “La solidaridad ha fracasado”, afirma el
protagonista de la novela (una frase que ya empieza a ser algo así como
un trending topic de la cultura crítica española) antes de puntualizar:
“Habéis creado un mundo sin culpables”. ¿Acaso no es exactamente esto lo
que está ocurriendo en nuestro contexto social y político contemporáneo
en el que ya nadie es culpable de nada porque todos somos responsables
de todo? Del agua que malgastamos, del petróleo que consumimos, de los
préstamos que contraemos, de los plásticos que no reciclamos o del
dinero que no donamos y, de este modo, si dejamos de malgastar y de
consumir, si reciclamos y nos solidarizamos podemos presentarnos libres
de culpa ante el espejo. En efecto, el fracaso de la solidaridad es su
propio éxito: deja de ayudar y nadie ayudará por ti.
El acto político de la solidaridad se ha convertido así en una acción
moral y por eso Alberto Olmos, un escritor profundamente provocador,
reproduce el esquema católico del pecado, la culpa y la penitencia, y su
narrador se pasa las 279 páginas de la novela confesando sus propios
vicios y sus propias pasiones a modo de castigo. Porque, cuando la
solidaridad ha fracasado como institución política, lo que emerge de
nuevo es la confesión, el pecado y, paradójicamente, la culpa: el
descubrimiento del individualismo.
De este modo, así como la solidaridad se ha convertido en el discurso
propio de la moral individualista, la urgencia lo ha hecho en el de la
ética política. La única responsabilidad que realmente debería
construirnos colectivamente, la elección de nuestros representantes,
desaparece en pos de los mercados (Grecia o Italia) o de la
incompetencia (supuesta o real) de los partidos de Gobierno (España), y
la alternancia política actual (ya sea de la izquierda a la derecha o
viceversa) no es democrática, sino comercial, porque no se basa en la
contienda política de la representación, sino en la sumisión al presente
del valor de la deuda. Y así, como todos estamos sujetos a culpa
(porque es lo propio de un mundo sin culpables) aceptamos sin rechistar
(o con silenciosos gritos de indignación) el castigo de los mercados y
nos pasamos nuestra existencia (como el protagonista de la novela de
Olmos) saciando deseos impuros que no harán sino reforzar nuestra culpa y
justificar nuestra penitencia: el rigor presupuestario.
Es sorprendente que los líderes políticos, en vez de denunciar una
situación que transforma su legitimidad de representantes democráticos
en sumisión a los resultados de su gestión se amparen en ella con fines
retóricos para obtener efímeras victorias electorales. Aunque quizás
haya que recordar este espíritu del capitalismo del que habló Max Weber
para explicar el triunfo de un sistema que articulaba moral religiosa y
éxito empresarial gracias a la ética de la austeridad de la religión
protestante. Si es así, la herencia cristiana que tanto dio que hablar
cuando se discutió la posibilidad de una constitución para Europa se
habrá convertido, al fin, en el auténtico discurso europeo y si es así,
el capitalismo entendido como valorización política y moral del tiempo
presente habrá triunfado: la representación ha fracasado.
Toni Ramoneda
Doctor en Ciencias de la Comunicación
Doctor en Ciencias de la Comunicación
Público
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