La extensión de la protesta al mundo del trabajo no es una necesidad
sólo para el 15-M: es una demanda general entre quienes aspiran a
cambiar radicalmente las reglas del juego. Y lo es tanto más cuanto que
el capitalismo que padecemos está retornando a muchas de las fórmulas
más abrasivas que utilizó en el pasado. Cualquier proyecto
consecuentemente anticapitalista tiene que hacerse valer entonces, en
lugar central, en el mundo del trabajo, en el que hoy por hoy, y al
amparo de lo que hacen los sindicatos mayoritarios, falta dramáticamente
el espíritu de rebelión que nace de un impulso como el del 15 de mayo.
Es
verdad, con todo, que las dos instancias que estarían llamadas a
relacionarse -el propio 15-M y los sindicatos- arrastran problemas no
precisamente menores. Por lo que al movimiento se refiere, lo suyo es
recordar que exhibe una condición interclasista -en sus filas se dan
cita ante todo miembros de las clases medias eventualmente desclasados,
con una ausencia llamativa de trabajadores asalariados- y que su
presencia en fábricas, oficinas y comercios resulta menor. Parece
innegable, aun así, que con el paso de los meses en el 15-M ha ido
perdiendo terreno el discurso ciudadanista en provecho de fórmulas que
beben con claridad de la protesta activa, y con vocación de permanecer,
del capitalismo. El “se va a acabar, se va a acabar, se va a acabar la
paz social”, tantas veces coreado en las manifestaciones, retrata bien
esa deriva.
Por lo que respecta a los sindicatos, es sencillo
zanjar la cuestión si estamos pensando en lo que suponen CCOO y UGT:
dramáticamente instalados en la lógica del sistema, dependientes del
erario público y burocratizados, los sindicatos mayoritarios muestran
hoy una nula capacidad y una nula voluntad de respuesta ante agresiones
sin cuento. No puede decirse lo mismo, por fortuna, del sindicalismo
resistente, empeñado a menudo en superar muchas de las cortedades de
miras características de las propuestas estrictamente sindicales. En ese
sindicalismo resistente, que tiene una condición minoritaria, no falta,
con todo, cierto conservadurismo encaminado a preservar los logros
orgánicos alcanzados y remiso a grandes aventuras que puedan poner
aquéllos en peligro. Ello es así por mucho que sea cierto que mantiene
con el 15-M una sintonía general que bebe de la común defensa de la
asamblea y la autogestión.
Aunque las disonancias no escasean,
conviene subrayar, sin embargo, que hay también vías de acercamiento: el
espíritu del 15-M se hace valer, sin duda, en determinados segmentos
del mundo del trabajo, al tiempo que el sindicalismo resistente
transmite al movimiento una dimensión obrera y anticapitalista. En estas
horas el principal instrumento de permeabilización mutua lo aporta, sin
duda, la posibilidad de convocatoria de una huelga general. Aunque uno
entienda el proyecto de “sindicalismo sin sindicatos” que defienden
determinados sectores del 15-M, el criterio más extendido sugiere que al
respecto, y descartada por completo la sintonía con CCOO y UGT, parece
más razonable ir de la mano del sindicalismo resistente.
No está
de más que prestemos atención a un puñado de elementos que rodean esa
eventual convocatoria que acabo de mencionar. El primero es el hecho,
palpable en los últimos meses, de que dentro del sindicalismo resistente
se están registrando esperanzadoras aproximaciones entre fuerzas que
tiempo atrás se daban la espalda. Ello sucede ante todo en el mundo
anarcosindicalista, que configura a buen seguro un núcleo importantísimo
de la resistencia sindical. Sobran las razones para concluir, por lo
demás, que esta última tiene mucho que ganar y poco que perder. Lo que
hoy por hoy parece indiscutible es que el sindicalismo alternativo sólo
pierde si no mueve pieza y no aprovecha una tesitura tan singular como
la que atravesamos.
En un terreno próximo hay que recordar que la
convocatoria de una huelga general colocaría en una situación delicada,
e interesante, a los sectores críticos que trabajan dentro de
CCOO y UGT, obligados a asumir decisiones contra la posición que con
certeza defenderán -también en situación delicada- las direcciones de
esos dos sindicatos. No se olvide al respecto que todo hace pensar que,
habida cuenta de las agresiones que padecen muchos derechos laborales y
sociales, hay una mayoría de la población que simpatizaría con la
perspectiva de una huelga general, tanto más cuanto que parece evidente
que nuestros gobernantes no van a abandonar en ningún momento el guión
que nace de su supeditación al capital y sus intereses.
No parece
razonable, en fin, valorar el éxito o el fracaso de una huelga general
sobre la base exclusiva del número de trabajadores asalariados que se
suman a aquélla. Tanto relieve como ese número tienen otros dos
factores: el efecto disruptivo de la actividad económica que puede
derivarse de la acción de muchos de los jóvenes desempleados o precarios
que se mueven en la órbita del 15-M, por un lado, y el horizonte de que
la huelga, a tono con muchas de las querencias de este último, lo sea
también de consumo, por el otro.
Las cosas como fueren, y dado
que las huelgas anteriores no se han caracterizado precisamente por
éxitos rutilantes, es difícil que la palabra fracaso tenga que
aplicarse, una vez verificada, a la que ahora nos ocupa. Ya he
adelantado que lo que a los ojos de muchos sería un fracaso es no
convocar esa huelga. No olvidemos que estamos hablando de un fenómeno de
dimensión fundamentalmente simbólica que constituye antes el inicio de
un proceso que su objetivo final. Un proceso, dicho sea de paso, en el
que el movimiento del 15 de mayo debe cimentar su expansión orgullosa en
el mundo del trabajo y, con ella, un horizonte que los más ambiciosos
tienen, sin duda, en la cabeza: el de una huelga general indefinida.
Carlos Taibo
Diagonal
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