domingo, 9 de octubre de 2011

Es que ya no nos queremos

Las protestas juveniles suelen producir consignas imaginativas, como ya sucedió en el mayo del 68 francés. En el movimiento nacido el 15-M no faltaron consignas como “No es una crisis, es que ya no nos queremos”, que en parte da título a este artículo. Una crisis es por naturaleza un estado transitorio, que puede resolverse de una forma u otra, pero que no permanece indefinidamente en el tiempo y que incluso puede tener un resultado positivo. Una crisis de pareja puede ayudar a superar desencuentros, pero si sus integrantes ya no se quieren no se puede hablar de crisis: el desencuentro es definitivo.

No faltan voces que pretenden presentar la crisis que estamos viviendo desde hace más de tres años como un paréntesis en el Estado del bienestar, un traspié que será superado y que incluso nos permitirá gestionar la sociedad sobre bases económicas más sólidas, sin tocar sus fundamentos. Pero creo que lo que ha ocurrido en estos años ha hecho salir a la luz algunas preguntas que no se limitan a nuestra situación económica sino que ponen en cuestión el mismo concepto de democracia. Hasta el punto de preguntarse si el sistema capitalista, tal como hoy se entiende, es compatible con el sistema democrático.

La democracia es un concepto utópico, como la felicidad: es tan excesivo hablar de países democráticos como de hombres felices. Pero hay que apresurarse a aclarar que esto no implica desvalorizarla ni arrojarla al reino de las ilusiones inoperantes: pocas cosas tienen tanta vigencia en la realidad como las utopías, que suelen orientar acciones concretas que muchas veces ni siquiera saben que se dirigen hacia ellas. Las utopías no son un punto de llegada –cuando lo son hay que echarse a temblar–, sino un horizonte que se aleja en la misma medida en que nos dirigimos hacia él. Y esa dirección es la que importa.

Son muchos los aspectos de las democracias actuales que demuestran la distancia que existe entre ese supuesto gobierno del pueblo y la realidad de sus instituciones. Por ejemplo, la imposibilidad que tienen los ciudadanos de controlar al poder político durante el tiempo que dure el gobierno. El sistema representativo de nuestras democracias es en realidad un sistema “delegativo”: la participación popular se limita a votar cada cuatro años y no existe ningún mecanismo que permita influir decisivamente en las medidas que se tomen durante ese período, aun cuando las decisiones del gobierno contradigan el programa que mereció el voto de sus electores. Tampoco es compatible con la democracia la contradicción que existe en el ámbito judicial entre la supuesta igualdad de los ciudadanos ante la ley y la desigualdad entre quienes pueden permitirse contratar un carísimo despacho de abogados y quienes deben conformarse con un abogado de oficio, mal pagado y abrumado de trabajo. Por no hablar de la institución de la fianza, que permite cambiar la cárcel por dinero.

Pero lo que la crisis actual ha puesto de manifiesto es que el camino de la democracia y el del capitalismo financiero que domina la vida económica son radicalmente divergentes. La democracia de nuestros países renuncia a buena parte de sus competencias en el terreno económico. Mientras las leyes se discuten públicamente y las decisiones del gobierno son fiscalizadas por la oposición, las medidas económicas más importantes –de las cuales dependen muchas decisiones políticas– se toman en anónimos despachos dirigidos por personas a las que nadie conoce ni elige, y por lo tanto nadie les pide cuenta de sus actos. ¿Puede afirmarse que un Estado está gobernado democráticamente cuando en un sector tan importante como la vida económica las decisiones se dejan en manos de poderes que no cuentan con ninguna representatividad popular?

La hegemonía actual de los mercados financieros, capaces de imponer decisiones políticamente tan importantes como la legislación laboral, la regulación de las pensiones o la misma redacción de la Constitución, implica un paso más en la distancia entre la voluntad de los ciudadanos y la vida económica. En sus comienzos, el capitalismo al menos mostraba su rostro: sus gestores eran conocidos y sus ganancias provenían en su mayor parte de la economía real. Hoy ese poder gana cada día en abstracción y por consiguiente en impunidad: si en algún momento fue posible cuestionar las decisiones de los gestores del capital, hoy ese cuestionamiento golpea en el vacío. Y conviene recordar que el poder creciente de esos mercados financieros se realiza utilizando los mismos instrumentos que han surgido del esfuerzo cotidiano de millones de trabajadores: las finanzas no son otra cosa que el producto de ese trabajo convenientemente despojado del recuerdo de su origen y cuyos activos superan varias veces el PIB de todos los países del mundo.

¿Sería un atentado contra la libertad individual la democratización de las finanzas, de modo que en lugar de ser manejadas por las decisiones arbitrarias de sus gestores actuales confiáramos su gestión a los poderes públicos, no exentos de arbitrariedad pero al menos sujetos a la publicidad y al control de sus decisiones? Este objetivo es seguramente tan utópico como la misma democracia: no bastaría la decisión de unos pocos países ni la buena voluntad de algunos políticos. Pero creo que mientras no se plantee seriamente la incompatibilidad entre capitalismo financiero y democracia, lo que llamamos crisis será en realidad un desencuentro insuperable. A menos que supongamos, como lo hacen ilustres políticos y economistas, que el orden económico del actual capitalismo financiero goza de la misma necesidad que las leyes de la naturaleza, y que lo único que podemos hacer los habitantes de este mundo es obedecer sus reglas, implorar su confianza y resignarnos a sus caprichos.

Augusto Klappenbach
Filósofo y escritor
Público
http://blogs.publico.es/dominiopublico/4088/es-que-ya-no-nos-queremos/

No hay comentarios: