Las protestas juveniles suelen
producir consignas imaginativas, como ya sucedió en el mayo del 68 francés. En
el movimiento nacido el 15-M no faltaron consignas como “No es una crisis, es
que ya no nos queremos”, que en parte da título a este artículo. Una crisis es
por naturaleza un estado transitorio, que puede resolverse de una forma u otra,
pero que no permanece indefinidamente en el tiempo y que incluso puede tener un
resultado positivo. Una crisis de pareja puede ayudar a superar desencuentros,
pero si sus integrantes ya no se quieren no se puede hablar de crisis: el
desencuentro es definitivo.
No faltan voces que pretenden
presentar la crisis que estamos viviendo desde hace más de tres años como un
paréntesis en el Estado del bienestar, un traspié que será superado y que
incluso nos permitirá gestionar la sociedad sobre bases económicas más sólidas,
sin tocar sus fundamentos. Pero creo que lo que ha ocurrido en estos años ha
hecho salir a la luz algunas preguntas que no se limitan a nuestra situación económica
sino que ponen en cuestión el mismo concepto de democracia. Hasta el punto de
preguntarse si el sistema capitalista, tal como hoy se entiende, es compatible
con el sistema democrático.
La democracia es un concepto
utópico, como la felicidad: es tan excesivo hablar de países democráticos como
de hombres felices. Pero hay que apresurarse a aclarar que esto no implica
desvalorizarla ni arrojarla al reino de las ilusiones inoperantes: pocas cosas
tienen tanta vigencia en la realidad como las utopías, que suelen orientar
acciones concretas que muchas veces ni siquiera saben que se dirigen hacia
ellas. Las utopías no son un punto de llegada –cuando lo son hay que echarse a
temblar–, sino un horizonte que se aleja en la misma medida en que nos
dirigimos hacia él. Y esa dirección es la que importa.
Son muchos los aspectos de las
democracias actuales que demuestran la distancia que existe entre ese supuesto
gobierno del pueblo y la realidad de sus instituciones. Por ejemplo, la
imposibilidad que tienen los ciudadanos de controlar al poder político durante
el tiempo que dure el gobierno. El sistema representativo de nuestras
democracias es en realidad un sistema “delegativo”: la participación popular se
limita a votar cada cuatro años y no existe ningún mecanismo que permita
influir decisivamente en las medidas que se tomen durante ese período, aun
cuando las decisiones del gobierno contradigan el programa que mereció el voto
de sus electores. Tampoco es compatible con la democracia la contradicción que
existe en el ámbito judicial entre la supuesta igualdad de los ciudadanos ante
la ley y la desigualdad entre quienes pueden permitirse contratar un carísimo
despacho de abogados y quienes deben conformarse con un abogado de oficio, mal
pagado y abrumado de trabajo. Por no hablar de la institución de la fianza, que
permite cambiar la cárcel por dinero.
Pero lo que la crisis actual ha
puesto de manifiesto es que el camino de la democracia y el del capitalismo
financiero que domina la vida económica son radicalmente divergentes. La
democracia de nuestros países renuncia a buena parte de sus competencias en el
terreno económico. Mientras las leyes se discuten públicamente y las decisiones
del gobierno son fiscalizadas por la oposición, las medidas económicas más
importantes –de las cuales dependen muchas decisiones políticas– se toman en
anónimos despachos dirigidos por personas a las que nadie conoce ni elige, y
por lo tanto nadie les pide cuenta de sus actos. ¿Puede afirmarse que un Estado
está gobernado democráticamente cuando en un sector tan importante como la vida
económica las decisiones se dejan en manos de poderes que no cuentan con
ninguna representatividad popular?
La hegemonía actual de los
mercados financieros, capaces de imponer decisiones políticamente tan importantes
como la legislación laboral, la regulación de las pensiones o la misma
redacción de la Constitución, implica un paso más en la distancia entre la
voluntad de los ciudadanos y la vida económica. En sus comienzos, el
capitalismo al menos mostraba su rostro: sus gestores eran conocidos y sus
ganancias provenían en su mayor parte de la economía real. Hoy ese poder gana
cada día en abstracción y por consiguiente en impunidad: si en algún momento
fue posible cuestionar las decisiones de los gestores del capital, hoy ese
cuestionamiento golpea en el vacío. Y conviene recordar que el poder creciente
de esos mercados financieros se realiza utilizando los mismos instrumentos que
han surgido del esfuerzo cotidiano de millones de trabajadores: las finanzas no
son otra cosa que el producto de ese trabajo convenientemente despojado del
recuerdo de su origen y cuyos activos superan varias veces el PIB de todos los
países del mundo.
¿Sería un atentado contra la
libertad individual la democratización de las finanzas, de modo que en lugar de
ser manejadas por las decisiones arbitrarias de sus gestores actuales
confiáramos su gestión a los poderes públicos, no exentos de arbitrariedad pero
al menos sujetos a la publicidad y al control de sus decisiones? Este objetivo
es seguramente tan utópico como la misma democracia: no bastaría la decisión de
unos pocos países ni la buena voluntad de algunos políticos. Pero creo que
mientras no se plantee seriamente la incompatibilidad entre capitalismo
financiero y democracia, lo que llamamos crisis será en realidad un
desencuentro insuperable. A menos que supongamos, como lo hacen ilustres
políticos y economistas, que el orden económico del actual capitalismo
financiero goza de la misma necesidad que las leyes de la naturaleza, y que lo
único que podemos hacer los habitantes de este mundo es obedecer sus reglas,
implorar su confianza y resignarnos a sus caprichos.
Filósofo y escritor
Público
http://blogs.publico.es/dominiopublico/4088/es-que-ya-no-nos-queremos/
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