Una Constitución democrática se
asienta sobre un pilar básico: la soberanía reside en el pueblo y este se
conforma por ciudadanos libres e iguales ante la ley. Lamentablemente, tenemos
que acudir a estos elementales principios después de 32 años de vigencia de un
texto salido de unos tiempos irrepetibles y, por ello, necesariamente
mejorables para adaptarse a nuevas realidades.
Somos muchos los que, desde
diferentes perspectivas ideológicas, pensamos que se debe acometer una reforma
constitucional. Son varios los cambios necesarios exigidos por una nueva base
social en continua y acelerada evolución. Ahora bien, nadie puede dudar de la
necesidad de realizarla desde la más pura adaptación a las previsiones y
principios inalterables de las reglas del juego democrático. Es decir,
respetando escrupulosamente el camino que debe seguir una decisión como la que
se nos propone que va más allá de un simple ajuste presupuestario. La Constitución de 1978
se aprobó por referéndum y cualquier modificación sustancial que afecte a
derechos fundamentales debe seguir el mismo trámite.
Hay que ser un irresponsable
político para mantener que la fijación por norma constitucional de un déficit
presupuestario no afecta a derechos tan fundamentales como la salud, la
educación y, en definitiva, el bienestar de los ciudadanos como meta irrenunciable
en una sociedad soberana, equilibrada y libre de presiones externas
intolerables. Mucho más inadmisible, cuando, según los dos líderes, que se han
puesto de acuerdo en medio de un perenne estado de discordia, la reforma es
necesaria para ganarse la confianza de los mercados. Que yo sepa, los mercados
no tienen ni alma ni cuerpo, pero nos hemos dado cuenta de que los manejan unos
delincuentes que, de momento, están siendo perseguidos infructuosamente en
tribunales penales de diferentes países.
Según los expertos, la crisis
viene de atrás y va para largo. En pleno verano y con las Cortes Generales de
vacaciones, los líderes de los dos partidos políticos con mayor representación
parlamentaria han decidido, de igual modo que ordenaron quién tenía que ser el
presidente del Tribunal Supremo, que la receta milagrosa para crear empleo y
generar confianza en los especuladores es importar la fórmula alemana que
estableció en su Constitución un límite al déficit público. Desgraciadamente,
no podemos trasplantar a nuestra cruda realidad la estructura económica de una
sociedad líder en patentes y en tejido industrial y con una potencia
exportadora inalcanzable para nuestra crónica deficiencia creativa.
Si me garantizan que copiando el
texto alemán España va a convertirse en una potencia industrial no dudaría en
dar mi aprobación. No creo que nadie tenga la osadía de sostener que el único
camino para incorporamos a la investigación e innovación pasa por ponerle un
corsé a los presupuestos del Estado.
La modificación se ha propuesto
súbitamente, es decir, de forma alevosa en lenguaje jurídico y además va
seguida de una catarata de amenazas oscuras, mezcladas con vaciedades, para
atemorizar al ciudadano que contempla inerme cómo la crisis tiene una nueva
cara cada día.
Ha llegado el momento de
ejercitar nuestra dignidad y decir no. No al procedimiento, grosero en las
formas y absolutamente inane en su contenido. Si no fuera por su intrínseca
perversidad, pensaríamos que nuestros gobernantes se han abrazado a la tierna ingenuidad
de nuestros constituyentes de 1812 que recordaron a sus conciudadanos que
debían ser justos y benéficos.
Si se consuma lo que parece
irremediable, me atrevería a suplicar a los autócratas que incluyan un pasaje
en el que se recuerde a los gestores públicos que no deben ser derrochadores,
populistas, irresponsables, vulgares y aprovechados. Quizá con estas
admoniciones se conseguiría el ansiado, por algunos, déficit cero. Es decir,
nada de nada, calor para unos pocos y frío para la inmensa mayoría.
¿Podrían explicarnos los sabios
de turno cuál sería el papel del Tribunal Constitucional en el marco
institucional del Estado? Si sigue siendo el supremo intérprete del texto
constitucional tendrá en sus manos el dilema de interferirse de forma inevitable,
incurriendo en un peligroso activismo judicial, en el gobierno económico de los
ciudadanos.
Los que contemplamos indignados
el espectáculo de la elección de sus magistrados empezamos a preocuparnos
seriamente por el panorama que se nos avecina. No solo habrá bloqueos,
propuestas disparatadas o puro filibusterismo, puede haber víctimas. La lucha
por colocar a los adeptos será feroz. La muerte del Tribunal Constitucional
será irreversible. Es posible que sea esta una de las metas que se persigue.
No nos pueden despojar
impunemente de nuestra dignidad. La perderíamos si no nos opusiéramos, serena y
firmemente, a esta iniciativa impuesta por unos gobernantes que han abjurado de
sus responsabilidades con los ciudadanos que los han elegido.
Querido Raimon, nunca me imaginé
que pasados los tiempos de la oposición a la dictadura me iba a salir del alma
como un grito rebelde tu maravillosa e inolvidable consigna ¡Diguem No! ¿No
habrá 35 diputados o 26 senadores capaces de velar por la dignidad
institucional?
A nosotros, los ciudadanos, nos
ha llegado el momento de movilizarnos para restituir a este país su dignidad
perdida en el templo de los mercaderes. El referéndum no es de izquierdas ni de
derechas, es una forma de expresarnos con libertad y proclamar nuestra
dignidad.
José Antonio Martín Pallín es
comisionado de la
Comisión Internacional de Juristas (Ginebra)
Comité de apoyo de Attac España
Fuente: El País
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