Lo que sea la verdad es algo bien difícil
de dilucidar. No solo los filósofos se han aplicado durante siglos a tratar de
averiguarlo sino que, de creer al Evangelio de San Juan, Poncio Pilatos hubiera
debido pasar a la historia, no tanto por lavarse las manos ante la sentencia de
muerte a un inocente, sino porque, en un acto de desesperación escéptica, le
espetó a Cristo: ¿qué es la verdad? Quid est veritas? Una pregunta con
una respuesta difícil, quizá la más difícil de todas las que podemos
plantearnos. Y, sin embargo, en los últimos tiempos estamos cansados de
escuchar a personajes públicos que, ante cualquier dificultad, responden
machaconamente: "Nos limitamos a decir la verdad". Y también los
derivados más crudos de esta afirmación: "Es lo que hay" o "así
es la realidad".
No pasa día en
que alguna de estas tres frases -y a menudo las tres- sea pronunciada por
consejeros, alcaldes, presidentes autonómicos, ministros y jefes de Gobierno. A
partir de ahí el dominio de lo que es la verdad, presentada asimismo como
revelación de lo que era la mentira, justifica cualquier acción, pues el
responsable público, amparado por lo inevitable de la situación, acaba
presentándose, ya no como un servidor sino como un salvador de la comunidad o,
para los que prefieren una mayor grandilocuencia, como salvador de la patria.
Una de las más grotescas paradojas de la situación actual es que la
"verdad sobre lo que hay" (arcas vacías, deudas insostenibles) sea el
argumento para agredir los dos territorios más sensibles de la sociedad, la
educación y la salud.
El embuste implícito
a esta verdad con que ahora se nos abruma está originado, cuando menos,
en dos fuentes: quiénes son los albaceas de aquella supuesta verdad y
cómo se forjó la mentira de la que ahora quieren liberarnos. No obstante, ambas
fuentes confluyen en el hecho de que quienes ahora dicen revelarnos la verdad
son los mismos que estaban en condiciones, durante años, de desentrañar la
mentira. Me cuesta encontrar un solo responsable político actual de envergadura
que no haya estado comprometido con aquella ocultación, ni en el partido del
Gobierno ni en los principales de la oposición.
Esta complicidad
en la mentira o, si se quiere, en el mantenimiento de una opacidad culpable, es
la que ha creado un clima moralmente inquietante, en el cual no solo hemos
contemplado la corrupción de políticos sino de amplias capas de la ciudadanía,
que han premiado la corrupción con vergonzosos respaldos electorales. En las
próximas elecciones la mayoría de los candidatos están atrapados en aquella
complicidad pues, a pesar de los desastres económicos de los que venimos
hablando desde hace unostres años -pero no antes, el detalle es
importante-, no se ha producido autocrítica real ni catarsis colectiva. Es
fácil tener la verdad hoy; lo auténticamente difícil era denunciar la mentira
ayer.
Y no denunciaron
la mentira. Este verano, y como noticia de un par de días y sin seguimiento,
apareció la información de que España no estaba en condiciones de pagar lo que
había adquirido en material militar en los últimos 15 años, primero con Aznar y
luego con Zapatero: creo recordar que eran unos 30.000 millones de euros, los
suficientes quizá, de no haber sido gastados, para que ahora no hubiera que
recortar el presupuesto de educación. De acuerdo con la información, lo peor y
lo más frívolo es que no estaba claro en absoluto el destino de estos productos
más bien siniestros por los que habíamos contraído una deuda tan abultada. No
recuerdo ninguna explicación de Zapatero o Rubalcaba, de Aznar o de Rajoy. Ni
las recuerdo ni las espero porque forman parte de la omertà en la
ocultación de la mentira por parte de los que en la próxima campaña electoral
se nos presentarán como fervientes amantes de la verdad. Y, sin embargo, por
ese lado hubiéramos podido salvar nuestros presupuestos educativos.
Y acaso también
podrían salvarse los presupuestos sanitarios si el Estado español presentara
una demanda masiva contra la banca por negligencia, como ha hecho Estados
Unidos. La Agencia Federal de la Vivienda espera una indemnización
multimillonaria tras su demanda contra Bank of America, JP Morgan Chase,
Deutsche Bank, HSBC, Barclays y Citigroup, entre otros. Acusación: vender
hipotecas de baja calidad y faltar a la obligación de comprobar la excelencia
de los activos. ¿Les suena? Durante años y años asistimos al esperpéntico
espectáculo de la especulación inmobiliaria, sin apenas denuncias por parte de
los grandes partidos. Tuvo que ser una diputada danesa del Parlamento Europeo
la que, a instancias de Greenpeace y otros grupos similares, denunciara el caso
con la resistencia activa de la mayoría de los diputados españoles. También
aquí funcionó la ley del silencio, a la que lamentablemente se sumaron muchos
grupos de comunicación. Eran los días en que los tentadores ofrecían créditos e
hipotecas de alcance casi celestial y los tentados aprendían a vivir como
aspirantes a nouveaux riches en medio de un simulacro general. Primero,
se educó para la estafa, y cuando la estafa ya era demasiado evidente, en lugar
de castigar a los estafadores se marchó a su rescate con dinero público. Si los
que ahora se presentan a las elecciones se atrevieran a pedir cuentas a los
saqueadores, como intenta hacerse por parte de algunos en Estados Unidos, tal
vez no sería necesario recortar en sanidad, pues la devolución del dinero del
saqueo cubriría muchos déficits. Pero ninguno de los que puede ganar lleva en
el programa la exigencia de la restitución. En consecuencia, nadie devolverá el
dinero robado, ni los delincuentes confesos, de Roldán a Millet, ni aquellos
banqueros corruptos que nunca serán declarados delincuentes.
En esta tesitura
es de una hipocresía inaguantable que tantos responsables públicos, alentados
muchas veces, como corifeos, por economistas sin escrúpulos, aleguen que se
limitan a expresar "la verdad" que exige sacrificios, nada menos que
en educación y sanidad, los fundamentos, precisamente, de una sociedad justa.
Los mismos, exactamente los mismos, que cerraron los ojos y las bocas cuando la
mentira crecía sin cesar.
Rafael
Argullol es escritor.
El País
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