Hace unos días, antes de que las
Cortes aprobaran la reforma constitucional y la Ley Orgánica que la
complementa, le escribí una carta en la que, considerando la enorme importancia
de la medida que se iba a discutir en las Cortes españolas, le pedía que en
caso de que se aprobara, usted permitiera con su voto que tal medida fuera
sometida a un referéndum para su ratificación, tal y como recoge el artículo
167.3 de la
Constitución. Colgué tal carta en la red y, con la ayuda de
Actuable, en pocos días casi 150.000 ciudadanos añadieron su firma a tal
petición. Desde entonces, la respuesta ha sido enorme. Y las encuestas muestran
que la gran mayoría de la ciudadanía española es partidaria de que haya un
referéndum que le permita no sólo dar su opinión, sino decidir sobre tal
medida, pues, como señala la
Constitución, tal referéndum sería vinculante.
Ahora, cuando la reforma
constitucional ha sido aprobada por las Cortes, es más necesario que nunca que
sea refrendada –bien aprobada, bien rechazada– por la ciudadanía española de la
cual deriva todo el poder que tienen las Cortes en su responsabilidad delegada.
Cuando un ciudadano vota a una opción política, lo hace en base a su programa
electoral. Si una medida de tal envergadura es aprobada por mayoría en las
Cortes por miembros de partidos políticos, cuando ninguno de ellos había
propuesto esta medida en su programa electoral, esta debiera ser refrendada por
la ciudadanía. Tiene que ofrecérsele a esta una oportunidad para expresar su
deseo y mandato, pues forzándole sólo a que exprese su oposición o aprobación a
tal medida en las próximas elecciones es –espero que usted esté de acuerdo–
tener una visión excesivamente limitada y reduccionista de lo que es
democracia. El escaso desarrollo de referendos en España, no sólo a nivel
central, sino también autonómico y local, parece reflejar un temor a la
ciudadanía que no puede justificarse, como lo ha hecho uno de los escritores de
la Constitución
en unas declaraciones recientes, en base a querer evitar el ejemplo de los
plebiscitos durante la dictadura. La homologación de referendos en democracia
con plebiscitos bajo la dictadura es, además de ofensivo para la democracia,
ignorar y/o confundir la enorme diferencia entre participación ciudadana en una
democracia e imposición de una medida gubernamental en una dictadura.
De ahí que no permitir a la
ciudadanía que decida en una materia de tal trascendencia es contribuir a la
percepción, ampliamente sostenida, de que existe una enorme distancia en España
entre los gobernantes y los gobernados. Usted habrá leído que, según las
encuestas, la clase política es el tercer problema que la población española
indica que existe en España. Admitirá, pues, que ello es un síntoma de que algo
no funciona suficientemente bien en nuestra democracia, percibiéndose a los
representantes limitados en su representatividad, excesivamente influenciados
por intereses ajenos a los de la ciudadanía a la que representa. La toma de
decisiones ahora que afectan enormemente a la vida de los ciudadanos, sin haber
estos sido consultados, sería un error enorme que aumentaría, todavía más, esta
distancia entre gobernantes y gobernados que, según la ciudadanía, existe en la
insuficiente y limitada democracia española.
La democracia ha costado
muchísimo en España. La democracia no fue, como sectores conservadores señalan,
una democracia otorgada, sino una democracia ganada por la presión popular.
Costó mucho llegar a donde estamos y no podemos permitirnos que se desacredite
y se deslegitime la democracia existente. Cuando usted vote, en un momento
histórico, para permitir que haya o no un referéndum, piense por un momento en
los miles y miles de españoles fusilados, torturados, prisioneros y exiliados
para que usted tenga el honor de representar al pueblo español. Pero este honor
conlleva responsabilidades. Y una de ellas no puede ser que usted vote en
contra de permitir al pueblo español que sea consultado y sea él el que decida.
Permítame, por último, una nota
de aclaración que incluí en el preámbulo de mi carta anterior. Algunos
defensores de la medida aprobada niegan que, en sí, la reducción del déficit
del Estado que se exige en la medida aprobada afecte negativamente el Estado
del bienestar de los españoles. Pero la experiencia histórica muestra que ello
será así. Cuando las Cortes españolas decidieron la integración de España en la
eurozona, se acordó llevar a cabo el mandato de Maastricht, que exigía que el
déficit público del Estado fuera menos de un 3% del PIB. En sí, esta medida no
tenía por qué afectar negativamente al bienestar de la población española, pues
la reducción del déficit no tiene por qué disminuir el gasto público (la
mayoría del cual es gasto social) o incluso evitar su expansión. Los impuestos,
por ejemplo, pueden aumentarse, reduciéndose el déficit, y, si los ingresos al
Estado se incrementan notablemente, se puede, incluso, aumentar el gasto
público social.
Esto es la teoría. Pero, en la
práctica, la solución que se escogió fue reducir el gasto público, incluyendo
el social. España, que tenía y continúa teniendo el gasto público social por
habitante más bajo de la UE-15
en 1993, cuando se iniciaron las medidas de reducción del déficit, vio aumentar
su déficit de gasto público social (medido por la diferencia existente de gasto
público social per cápita entre España y el promedio de la UE-15) de una manera muy
notable. Y lo mismo está ocurriendo ahora. De ahí que tal medida impedirá
corregir el enorme déficit social de España. Es probable que usted tenga otra
opinión sobre ello. Y respeto su postura. Pero no puede negar la necesidad
imperiosa en una democracia de que tal medida se debata y sea aprobada por la
ciudadanía de la cual deriva su poder delegado. Espero que en esto esté de
acuerdo.
Atentamente.
Vicenç Navarro
Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas de la Universitat Pompeu
Fabra
Público
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