Un rasgo distintivo de las crisis es que las fórmulas nuevas no
acaban de surgir y las anteriores han dejado de funcionar. Como señala
Joseph Stiglitz, después de esta Gran Recesión el mundo ya no volverá a
ser el mismo. La presente crisis está provocando un intenso deterioro de
las condiciones sociales de amplias capas de la población. Pero también
se ha producido un correlativo enriquecimiento de pujantes sectores
vinculados a la esfera financiera. Y un incremento de las desigualdades a
escala global. Numerosas voces atribuyen la responsabilidad de esta
situación a una voraz ofensiva de los mercados y de los especuladores
financieros. Sin embargo, parece más probable que nos encontremos ante
una profunda crisis de la democracia.
Resulta inherente a la economía de libre mercado que la iniciativa
privada intente obtener siempre los máximos beneficios. Lo que ahora
aparece como novedoso es que los sistemas democráticos permitan que los
intereses particulares estén por encima del bien común y que puedan
causar perjuicios a la mayoría de la sociedad. Ello ha resultado posible
ante lo que Norberto Bobbio calificó como crisis de la mediación
representativa. Los principales partidos han dejado progresivamente de
centrarse en las aspiraciones colectivas para convertirse
preferentemente en agencias de gestión de intereses de grupo. Y sus
cúpulas dirigentes a menudo se han erigido en genuinos núcleos de poder
privado, concebido como un fin en sí mismo y no como un instrumento para
mejorar la sociedad. La concentración y verticalización del poder en
los partidos se ha acompañado en numerosas ocasiones de una sensible
opacidad y falta de transparencia en la toma de decisiones. Todas estas
circunstancias han facilitado una elevada permeabilidad a la influencia
de los grupos de presión. Y también han generado el caldo de cultivo más
propicio para abundantes casos de corrupción. Nuestro sistema de
partidos requiere de modificaciones sustanciales para que estos puedan
ejercer de manera adecuada su función representativa.
En palabras de Luigi Ferrajoli, la democracia constitucional se
caracteriza por una serie de reglas, separaciones, contrapesos,
equilibrios e instituciones de garantía. Su finalidad consiste en evitar
los peligros de una excesiva concentración de poder. La consolidación
en nuestro país de la partitocracia ha posibilitado que la cúpula de una
formación política pueda acabar anulando en la práctica al resto de
poderes estatales, al subordinar el legislativo al ejecutivo. Y al
condicionar al poder judicial a través de determinados nombramientos,
entre los que la designación de los magistrados del Tribunal
Constitucional representa el caso más conocido. Un ejemplo flagrante de
desnaturalización de la democracia ha sido la última reforma
constitucional en la que, con el apremio de los intereses privados, los
líderes de las dos principales fuerzas políticas pactaron la reforma de
la Constitución, sin debate previo de los parlamentarios, ni de los
militantes de sus partidos. Y sin que la ciudadanía pudiera pronunciarse
sobre tan importante asunto.
Las reformas en el funcionamiento de los partidos debieran establecer
los oportunos contrapesos para evitar dichas acumulaciones de poder.
Ello implicaría limitar la duración de los mandatos en el ámbito interno
y en el institucional. También debiera suponer la introducción de
mecanismos democráticos de participación directa en la adopción de
decisiones. Y, como sugiere el propio Ferrajoli, sería conveniente algún
grado de separación entre las funciones institucionales y las de los
cargos en los partidos, para que estos últimos pudieran cumplir
realmente su misión de receptores de las inquietudes sociales.
Resulta preocupante el creciente distanciamiento de cientos de miles
de ciudadanos que cada vez se sienten menos identificados con nuestras
instituciones representativas. Ello ha quedado demostrado con las
masivas protestas de los indignados o con el notable incremento del voto
nulo o en blanco. Pero el fenómeno tiene carácter global. Y se
encuentra muy relacionado con la apacible subordinación de los
organismos económicos internacionales hacia determinados grupos
financieros. Como ha señalado Jürgen Habermas, en este nuevo mundo que
se está forjando una de las grandes incógnitas será si el timón de las
decisiones relevantes acabará definitivamente en manos de entidades no
democráticas o si, por el contrario, nuestras sociedades
postindustriales serán capaces de dotarse de estructuras conjuntas
realmente democráticas. Sin embargo, en el ámbito internacional no
podrán vertebrarse instituciones democráticas coordinadas si en cada
país los militantes de los partidos no acometen enérgicas
transformaciones.
En los últimos tiempos se han extendido términos como el de dictadura
de los mercados. Más allá de probables excesos en el lenguaje, lo
cierto es que ninguna dictadura puede imponerse sin desplazar a los
demócratas. Resulta necesario un impulso muy activo a favor de los
principios democráticos, para que sean los ciudadanos los que decidan
sobre su futuro en este mundo cambiante en el que están apareciendo
demasiadas sombras. Los demócratas de todas las sensibilidades tendrían
que redoblar sus esfuerzos. Sin duda, han resultado muy significativas
las palabras del excanciller alemán Helmut Schmidt, un histórico
socialdemócrata poco sospechoso de radicalismo, al afirmar en su
discurso solemne en el Congreso del SPD que hoy la democracia está en
peligro en Europa. Y que los políticos han sido tomados como rehenes por
los mercados financieros.
Ximo Bosch
Magistrado y portavoz territorial de Jueces para la Democracia
Magistrado y portavoz territorial de Jueces para la Democracia
Público
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