I
Los idealistas están tan enamorados de sus ideas que piensan que la
realidad es tal como la imaginan. Esperan que el mundo real se adaptará a
sus iniciativas. Lo único que falta es voluntad y decisión para
aplicarlas. Al coste que sea, aunque los primeros de pagar peaje suelen
ser las personas que cuestionan su maravilloso mundo ideal. Al coste que
sea, aunque al final ellos mismos acaben experimentando la dureza de
haber confundido la realidad con sus intereses. Pero antes de llegar a
una crisis final los grandes idealistas muestran una enorme capacidad
para traducir los datos que obtienen de la realidad a su propio esquema
analítico. Los idealistas convencidos son gente tenaz, que no se
desanima a la primera sino que tienden a adaptar sus percepciones a su
esquema inicial. Todo sea para alcanzar su objetivo final, que estiman
perfecto.
Todas las grandes construcciones idealistas de la humanidad han
adoptado estas dinámicas. Empezando por las grandes religiones, siempre
dispuestas a imponer sus criterios ideales de moral al resto de los
mortales, siempre en conflicto con los avances del conocimiento y la
razón. Tampoco se han escapado de esta dinámica muchos de los grandes
proyectos políticos laicos. Ni la izquierda defensora de la razón pudo
escapar a la deriva stalinista que fue, entre otras cosas, una
desastrosa experiencia de idealismo autoritario.
No parece que a la humanidad le sea fácil escapar al poder de los
grandes idealistas y cada cierto tiempo millones de personas se ven
sometidas a la irracionalidad que impone alguna variante exitosa de
idealismo.
II
Volvemos a estar bajo el influjo de otra variante del idealismo. Muy
sofisticada puesto que aparenta fundamentarse sobre la base racional que
le proporciona la “ciencia económica”. Sus ejecutores no son sacerdotes
que apelan a su conexión con la divinidad, ni burócratas autocráticos
que se limitan a aplicar la norma que se deriva de la autoridad: son
“técnicos” que fundamentan sus acciones en la razón, el conocimiento
científico y la experiencia. No deja de resultar chirriante que los
mismos que pilotan la salida de la crisis sean los responsables
intelectuales de habernos conducido allí, pero sin duda apelan al mismo
principio que el guía de un viaje que tras habernos extraviado apela a
su experiencia para reconducir la partida.
La construcción ideal que sostiene las actuales políticas económicas
es el resultado de más de cien años de elaboración sofisticada de un
mismo pensamiento. De una depurada capacidad para fagocitar todos los
intentos de análisis alternativos, de soslayar todas las sólidas
criticas que con el tiempo ha ido recibiendo desde dentro y desde fuera
de la propia academia, de minimizar los costes sociales y los fracasos
acumulados. La misma crisis actual es la culminación de un largo periodo
de hegemonía del idealismo neoliberal que servía por sí solo para
mostrar lo inadecuado del modelo. La crisis, lejos de obligar a una
revisión en profundidad del modelo, ha servido para todo lo contrario.
Uno, habituado a trabajar en una Facultad de Economía, se pregunta cuál
sería el ambiente que se viviría si estuviera en cualquier centro de
investigación médica o en un gran hospital cuando se estuviera
expandiendo una enfermedad mortal y ni los conocimientos al uso ni los
remedios aplicados sirvieran para atajarla. Uno esperaría encontrar un
gran clima de desazón, de debate, de trabajo para encontrar alternativas
no exploradas anteriormente.... Muy diferente al clima de mi facultad
(me temo que el de todas), donde todo sigue como si el diluvio ocurriera
en otro planeta, donde se sigue explicando el mismo modelo ideal y se
siguen dando cheques en blanco a los tecnócratas de siempre.
III
Una muestra palpable de que el dogma se
mantiene inalterado lo hemos vuelto a presenciar en la pasada cumbre
europea. Aquella que debía servir para reconstruir el proyecto europeo
(algo menos pretencioso que refundar el capitalismo) Pero que solo ha
consistido en una imposición formal del mismo tipo de políticas que ya
se vienen haciendo y que no han hecho más que agravar la situación.
Lejos de considerar cuáles son los problemas estructurales de las
distintas economías nacionales y de evaluar la profundidad de los
“fallos de mercado” que están en el origen y el desarrollo de la crisis
actual, lo que se ha aprobado es una mera repetición de una de las
variantes del programa ideal. La que trata a la crisis como una especie
de empacho colectivo que exige una purga de caballo tras la cual el
paciente estará en condiciones de rehacer su vida por sus propias
fuerzas. Esto y no otra cosa es lo que propugnan los programas de ajuste
para sanear la economía y restablecer la confianza: llevarnos al coma
colectivo para que los empresarios tomen confianza y se lancen a
invertir, producir y crear empleo.
En una nueva vuelta de tuerca, este nuevo acuerdo impone nuevas
restricciones al modelo. De una parte obliga a alcanzar unos resultados
cuantitativos (nivel de deuda, de desempleo, etc,) considerando que los
mismos son el mero resultado de un empeño político local, sin analizar
si las condiciones estructurales de cada país explican estos problemas
ni si es el propio modelo de construcción europea —orientado a promover
la concentración empresarial, sin desarrollar mecanismos de
redistribución interna— contribuye a agravarlos. De otra, propugna que
los países con problemas deberán adoptar reformas estructurales emanadas
del modelo de referencia y sin evaluar cuál es el impacto real de las
mismas. Considerar que un país con elevado desempleo simplemente debe
abordar una reforma laboral neoliberal supone, cuanto menos, pasar por
alto varias cuestiones básicas: a) que ninguna de las reformas
precedentes adoptadas con la misma línea de intervención ha generado
cambios sustanciales; b) que el modelo laboral que se presenta como
general es muy diferente del que realmente existe en los países que
padecen menos el desempleo masivo.
Tampoco se han entretenido a reevaluar la política monetaria. Ninguna
propuesta de revisar una política de préstamos masivos a la banca
privada con el argumento que ello servirá para financiar la economía
real, mientras se cierra la posibilidad de prestar a Gobiernos con
problemas. Ningún cuestionamiento del funcionamiento de un mercado
financiero que mientras sigue restringiendo el crédito al resto de
sectores, experimenta un inusitado crecimiento de los mercados
financieros secundarios de carácter especulativo.
Más que una reforma de la construcción europea, lo que se ha aprobado
es una regla para imponer a las naciones más desfavorecidas la
aplicación de unas medidas de dudosa eficiencia y de indudable impacto
social negativo. Y mientras tanto se elude la adopción de una política
global en aquellos campos donde, desde otra óptica, parece que es
urgente intervenir: la adopción de una verdadera estrategia inclusiva de
desarrollo social, la jibarización y reorganización del sistema
financiero, la erosión de los privilegios de las impresentables castas
dominantes, y la reorientación de la actividad económica hacia una
perspectiva de sostenibilidad social y ambiental.
IV
La variante local de este idealismo neoliberal que anuncia el nuevo
gobierno neofranquista de Rajoy es aún más chocante que la receta
general. Ya se sabe que en España el idealismo extremo siempre ha
tendido importantes partidarios. Aunque cuando escribo estas líneas aún
no se ha anunciado ninguna medida concreta (más allá de la previsible
congelación del salario mínimo), lo expresado en el congreso y lo
contenido en su programa electoral indica cuál es el núcleo básico de su
idealismo económico.
Ante lo inevitable de aplicar un programa de ajuste económico, las
únicas medidas concretas que anuncia el programa es una nueva batería de
recortes fiscales: desgravación a la vivienda, a planes de pensiones, a
las empresas. Siempre con la coartada de que el sistema funciona con la
confianza de los inversores y que ésta se fundamenta en no pagar
impuestos. Si se aplica tal cual el programa solo puede conducir a una
quiebra del sector público y con ello a una recesión agravada. No sólo
de la generalización del mal social que ya experimentamos con los
ajustes en marcha sino del hundimiento de una estructura económica que
además de proveer de servicios y bienestar a la sociedad sostiene una
parte crucial de la demanda de muchos sectores privados del país. Más
bien da la impresión que los ideólogos del PP siguen convencidos de que
la política del “pelotazo” que les funcionó en la década anterior puede
servir para volver a instalarles en el éxito, ignorando que el contexto
crediticio que permitió aquella situación se ha evaporado.
Si el programa se aplica tal cual y se combina con el modelo de
reformas estructurales que propugnan los ideólogos neoliberales podemos
asistir a una crisis sin precedentes, con un elevado grado de
sufrimiento social. Nada nuevo: así han acabado todas las experiencias
dogmáticas de la historia.
V
El realismo y el materialismo siempre han constituido los antídotos
de las construcciones idealistas. Y el idealismo irracional siempre ha
constituido el cemento cultural usado para imponer impresentables
intereses de clase o de casta al conjunto de la sociedad. Por esto somos
nosotros, las víctimas, los que debemos ser capaces de romper este
ensueño irracional. Los estudiantes del 68 pedían “lo imposible”. A
nosotros, más modestos, nos toca exigir algo menos vistoso, nos toca
exigir “lo necesario”: un marco económico racional que permita a todo el
mundo subsistir dignamente.
Empleo, subempleo y minijobs
Desde principios de la década de 1980 las elites económicas han
extendido la idea que el desempleo es el mero resultado de la rigidez
del mercado laboral. España sería en esta versión el paraíso de la
rigidez. En un principio se atribuía al exceso de protección al empleo
(restricciones al despido). Pero ésta es una presunción difícil de
justificar cuando el país constituye el paraíso del empleo temporal y
cuenta con uno de los salarios mínimos más bajos del continente. Y el
volumen de empleo tiende a responder más exageradamente que en otros
países a la evolución de la actividad económica. Los antaño defensores
de la hipótesis de la rigidez tuvieron que reformular hace años su
argumento a la vista de estas evidencias y elaboraron una variante más
sofisticada según la cual era la excesiva protección de los empleos
fijos la que generaba la también excesiva temporalidad. Llevamos años
bombardeados por la propaganda de los partidarios de esta visión
reductiva del funcionamiento del mercado laboral, a favor de imponer un
contrato único con un bajo nivel de protección, pero ahora que su
objetivo esta cerca de cumplirse (la última reforma laboral ya se acercó
a este objetivo al igualar el coste real del despido procedente y el de
los empleados temporales, aunque sigue manteniendo un coste mayor para
el despido improcedente) son cada vez más conscientes que esto tampoco
va a ser suficiente para reducir el desempleo. En los próximos tiempos,
lo que se va a llevar más será otra propuesta de flexibilidad, la de
introducir de forma masiva contratos a tiempo parcial para “repartir el
empleo” entre más personas. Y para ello se aduce la evidencia europea de
muchos países donde el tiempo parcial alcanza cotas mayores que en el
nuestro.
El tema del empleo a tiempo parcial está en el núcleo de la
contrarrevolución neoliberal. La formulación del viejo pacto keynesiano a
finales de la Segunda Guerra Mundial presuponía que la consecución del
pleno empleo era la base para garantizar la seguridad económica a todo
el mundo. Para ello, un empleo era una actividad laboral que a cambio
debía proveer de ingresos suficientes para subsistir y ofrecer, al mismo
tiempo, una posición social digna, Un empleo no era cualquier
actividad remunerada, sino sólo aquella que cumplía estas dos
condiciones: ingresos y condiciones laborales adecuadas.
El concepto de empleo estaba completamente separado del de subempleo,
todas aquellas actividades que si bien podían proporcionar algunos
ingresos no cumplían ninguna de las dos condiciones básicas: suficiencia
de ingresos y condiciones aceptables. En el subempleo se encontraban
tanto actividades de corta duración temporal y bajos ingresos, como
empleos que no generaban ingresos suficientes a pesar de forzar a largas
jornadas laborales (como ocurre con muchos de los empleos informales de
los países en desarrollo) y empleos que suponían una completa
desvalorización social. El objetivo era el empleo. El subempleo debía
tomarse como una evidencia del mal funcionamiento económico.
El optimismo del primer keynesianismo suponía que el pleno empleo era
alcanzable por medio de una adecuada intervención pública (política
macroeconómica), pero también se era consciente de que había situaciones
en las que el empleo no podría alcanzarse a corto plazo (paro
coyuntural) o simplemente no era adecuado para las personas (enfermedad,
jubilación). De ahí que las prestaciones económicas del Estado de
Bienestar constituyeran los complementos a la política de empleo en
orden a garantizar la seguridad económica.
En este esquema había, sin embargo una excepción: el modelo se basaba
en una concepción tradicional del papel de la familia y la posición
relativa de hombres y mujeres. Se propugnaba el pleno empleo para
hombres y mujeres solas, pero la familia seguía constituyendo el núcleo
de parte de la actividad reproductiva y de redistribución de renta. El
destino fundamental de las mujeres adultas era el de pasar a convertirse
en amas de casa. Un esquema indeseable desde el punto de vista de la
igualdad e insostenible ante los cambios en las relaciones familiares y
de género que han experimentado las sociedades occidentales.
El abandono de las políticas keynesianas (y de facto del objetivo del
pleno empleo) no conllevó sin embargo el abandono de los datos del
empleo como variable a tener en cuenta. Al fin y al cabo la mejor
coartada de los privilegios del capital es que los empresarios son
“creadores de empleo” y en una sociedad capitalista ésta sigue
constituyendo una necesidad vital para la mayoría de la población. Lo
que se hizo fue un completo enmascaramiento, incluyendo en un mismo
epígrafe empleos y subempleos por el criterio estadístico de considerar
“empleo a cualquier actividad retribuida que haya realizado una persona
de al menos una hora durante la semana de referencia”. El resultado
también es que la comparación internacional de los niveles de empleo
esconde muchas trampas, puesto que países que tienen elevados niveles de
empleo a tiempo parcial de hecho están escondiendo altos porcentajes
de paro a tiempo parcial, o países con elevadas cotas de subempleo
informal acaban luciendo bajos niveles de desempleo.
El empleo a tiempo parcial no es necesariamente malo, depende del
contexto y la situación personal. Depende crucialmente de que se tenga
acceso o no a otros ingresos. A que se realice de forma voluntaria en
función de algún proyecto personal (por ejemplo complementarlo con la
realización de estudios o alguna actividad no remunerada). Su
experiencia es muy diferente cuando se realiza combinado con algún
sistema de ingresos públicos garantizados por otra vía, lo que ocurre en
diversos países europeos, o cuando estos esquemas no existen. Ello
plantea una primera cuestión crucial: cuál es el diseño de estado de
bienestar asociado al desarrollo del empleo a tiempo parcial. Una
pregunta relevante cuando en España, un país sin esquemas públicos de
ingresos, se nos promueve la adopción del sistema “holandés” o “dánés”
sin referencia a sus niveles de bienestar.
Los estudios europeos sobre el empleo a tiempo parcial muestran, sin
embargo, una imagen mucho más descorazonadora que este amable tiempo
parcial combinado con pensiones públicas. En la mayoría de los casos el
empleo a tiempo parcial sigue siendo cosa de mujeres y constituye una
nueva modalidad de la tradicional división del trabajo sexista. En casi
todos los casos los empleos a tiempo parcial reciben cuotas horarias
inferiores a la de los empleados a tiempo completo, predominan en los
puestos de trabajo que ocupan los lugares inferiores en la jerarquía
laboral, a menudo se realizan en horarios poco deseables (la mayor parte
de trabajadoras de limpieza de mi universidad conocen esta situación:
su jornada habitual es de 5 a 9 de la mañana, madrugón inevitable, por
un sueldo que en la mayoría no llega a los 400 €), generan pocos
derechos sociales. No es raro que los contratos a tiempo parcial sean
fuente de irregularidades: contratos legales de pocas horas y horario
forzoso adicional que se paga “en B”. En los países, como Alemania,
donde se están debilitando los esquemas de prestaciones sociales y se
desarrollan nuevos esquemas de contratos laborales (los “minijobs” que
ahora quiere importar la patronal española) el resultado es la creación
de una capa de “working poor” (pobres con empleo) sometidos a muy bajos
ingresos, pluriempleo y una persistente necesidad de “buscarse” la vida,
Y en algunos sectores estos miniempleos acaban por competir y desplazar
a los empleos regulares, siempre más caros.
En los próximos meses volveremos a confrontarnos con el tema. Y
deberemos ser capaces de elaborar alternativas que representen realmente
una propuesta de pleno empleo, esto es, una propuesta universal para
garantizar a todo el mundo, hombres y mujeres, autonomía personal,
dignidad y seguridad económica. Algo que exige discutir a la vez de
organización del trabajo social, distribución de la renta, sistemas de
protección social, de vida laboral y de vida social.
Salario mínimo congelado
Fiel a su instinto, la primera medida anunciada por el Gobierno Rajoy
ha sido la congelación del salario mínimo para el año próximo. La
prensa ha corrido a explicar que es la primera vez que ocurre en la
historia. Cierto en un sentido literal, pero incierto si se estudia la
evolución del Salario Mínimo desde su creación. De hecho los anteriores
Gobiernos del PP ya realizaron una devaluación real por el método de
aumentar cada año el 2% en un periodo donde el IPC crecía cada año por
encima de este valor. Y el Gobierno Zapatero que se comprometió a
actualizarlo y acabar la legislatura en 800 € no sólo incumplió esta
promesa sino que el año pasado ya introdujo una devaluación real. Y es
que aunque se considere al Salario Mínimo Interprofesional como un nivel
salarial que afecta a pocas personas, hay dos razones que explican este
apego por mantenerlo entre los más bajos de Europa. El primero es que
si se incrementara animaría al creciemiento salarial en sectores de
bajos salarios. El segundo es que el Salario Mínimo (y su hermano, el
IPREM) constituyen indicadores básicos para la fijación de muchas
prestaciones sociales: manteniéndolo bajo se garantiza un bajo coste
social. La política de salario mínimo es un buen indicador de la lógica
que impera en nuestro país de generación de pobreza, bajas prestaciones
sociales y elevadas desigualdades. Un Gobierno tan apegado a la
tradición como presume el PP no podía dejar de perder la oportunidad de
imponer, una vez más, una medida que tanto tiene que ver con nuestro
indeseable modelo social.
Albert Recio Andreu
Mientras Tanto
No hay comentarios:
Publicar un comentario