“Me predicas constantemente el evangelio del ahorro y la
abstención. Perfectamente. De aquí en adelante, voy a administrar mi
única riqueza, la fuerza de trabajo, como un hombre ahorrativo,
absteniéndome de toda necia disipación”.
El Partido Popular, que además del Gobierno central, extiende su
égida a lo largo y a lo ancho de los distintos gobiernos regionales, ha
anunciado ya las primeras medidas económicas. Parapetado en su bunker de
la Moncloa, Mariano Rajoy ha lanzado a sus ministros a emprender,
tijera en mano, la primera tanda de recortes presupuestarios. Recortes
que afectan sobre todo a las capas de población más débiles. Ha
congelado el salario mínimo, una medida que ni siquiera sus propios
votantes ven con agrado. El PP ha efectuado una demagógica subida de las
pensiones, un ridículo 1%, que en la realidad de traducirá en una
bajada de la cuantía efectiva tan pronto entre en vigor el nuevo
incremento del IRPF.
Es admirable el fervor con que la derecha política, tanto española
como foránea, ahora que se ha hecho con las riendas del poder, defiende
la austeridad en las cuentas públicas. Una austeridad poco creíble,
puesto que la aplican recortando cuanta paja ven en ojo ajeno, olvidando
el desmesurado tamaño de la viga que llevan en el ojo propio.
Verán, como a otros muchos millones de españoles, a un servidor no le
tienen que dar lecciones de austeridad. Llevamos la austeridad en la
sangre esa legión de hombres y mujeres que tal vez no seamos demasiado
virtuosos, pero austeros lo somos por definición y fuerza mayor. ¿O
acaso se tiene por dispendiosos a los empleados inframileuristas, a los
pensionistas con pagas inferiores al Salario Mínimo Interprofesional
canallescamente congelado? ¿Creen que los 400 euros del subsidio por
desempleo permiten a sus perceptores —desempleados de corta, media y
larga duración— comprarse corbatas en Loewe o bolsos de Louis Vuitton?
Sí, esos que hacen furor entre la clase política de la Comunidad
Valenciana, como se deduce de la disposición de Álvaro Pérez, el famoso
“bigotes” del caso Gürtel, a comprarle un bolso de esa marca a la
alcaldesa de Valencia Rita Barberá, [*]. Marca también citada en una
estrofa de la enternecedora canción Somos madres, coreada en mítines valencianos del PP.
Desde tierras levantinas, vamos siguiendo el curso del Sol para
adentrarnos en el sosiego de las llanuras manchegas ahora gobernadas por
Dolores de Cospedal, apodada la bien pagá, por tener los mejores ingresos del elenco político español. En 2010, sus retribuciones se cifraron en 223.597 euros. Y no hay constancia hasta ahora de que se los haya recortado.
Claro que esa cifra es una minucia comparada con la que, en nuestro
viaje en la dirección del Sol, encontramos al llegar a Madrid. Donde
tiene su sede Bankia, la entidad financiera heredera de una Caja de
Ahorros y presidida por Rodrigo Rato, que entre otros méritos acredita
haber sido un desastroso director del Fondo Monetario Internacional. Rato percibe una remuneración anual de 2,34 millones,
sin contar el variable, al frente de BFA-Bankia. No olvidemos que sin
esos 4.650 millones que el Estado —nosotros, los contribuyentes— prestó a
Bankia a finales de 2010, este Rodrigo no sería presidente de ningún
banco, puesto que su antigua Caja Madrid y la denostada Bancaja hubieran
sido intervenidos.
Es la austeridad una virtud ampliamente predicada por distintas
escuelas filosóficas, desde la estoica hasta el budismo. Bienaventurada,
pues, sea la vida sencilla que nos aconsejan maestros de vida como
Buda, o el Jesús del Sermón de la Montaña. Ahora bien, no confundamos
austeridad con explotación, es decir, austeridad en el salario de los
trabajadores para garantizar el de Rodrigo Rato.
Aquí, o jugamos todos, o se rompe la baraja. Y si lo que quiere la
derecha gobernante es que seamos austeros, para los cuatro días que
vamos a estar en este convento, un servidor, al menos, se ha propuesto
ser de lo más austero. Tanto, que no pienso desperdiciar mi tiempo vital
trabajando por cuenta ajena a precio ridículo. Y frente a tanta llamada
a la austeridad, responderé con el siguiente discurso, que tomo
prestado de un autor respetable.
La mercancía que te he vendido se diferencia de la restante chusma
mercantil en que su uso genera valor, y valor mayor de lo que ella misma
cuesta. Por eso la compraste. Pero, lo que de tu parte aparece como
valorización de capital es, de la mía, gasto adicional de fuerza de
trabajo. En el mercado, tú y yo conocemos sólo una ley, la del
intercambio mercantil. Y el consumo de la mercancía no pertenece al
vendedor que la enajena, sino al comprador que la adquiere. Te
pertenece, pues, el uso de mi fuerza diaria de trabajo. Pero, por
intermedio de su precio diario de venta debo reproducirla y, por
consiguiente, poder venderla nuevamente. Prescindiendo del desgaste
natural por la edad, etc., mañana he de estar en condiciones de trabajar
en el mismo estado normal de fuerza, salud y diligencia que hoy.
Me predicas constantemente el evangelio del “ahorro” y la
“abstinencia”. Pues bien, voy a administrar mi única riqueza, la fuerza
de trabajo, como dueño juicioso y ahorrativo de la misma, absteniéndome
de todo loco derroche. Me limitaré a realizar, a transformar en
movimiento, en acción, sólo aquella cantidad de trabajo que es
compatible con su duración normal y desarrollo saludable. Alargando la
jornada laboral sin medida, puedes en un día absorber una cantidad de mi
fuerza de trabajo mayor de la que yo puedo reponer en tres días. Lo que
tú ganas así en trabajo, lo pierdo yo en sustancia laboral.
La utilización de mi fuerza de trabajo y su expoliación, son cosas
bien distintas [...]. Me pagas la fuerza de trabajo de un día y consumes
la de tres. Esto contradice nuestro contrato y la ley del intercambio
de mercancías. Exijo, por consiguiente, una jornada de trabajo de
duración normal, y lo hago sin apelar a tu corazón, pues en materia de
dinero los sentimientos sobran. Podrás ser un ciudadano ejemplar,
miembro tal vez de la Sociedad Protectora de Animales y tener, además,
fama de santo, pero el objeto que representas frente a mí no tiene
corazón alguno en su pecho. Lo que parece palpitar en él son los latidos
de mi propio corazón. Exijo la jornada normal de trabajo, porque
demando el valor de la mercancía, como todo otro vendedor.
Con este discurso, con el que me he permitido fundamentar la sexagesimosegunda de mis 69 Razones para no trabajar demasiado,
Karl Marx refutaba la denominada “abstinencia del capitalista”. Teoría
enunciada por el economista inglés de la escuela clásica Nassau Willian
Senior (1790-1864), que justifica la remuneración del capital como
compensación del sacrificio que supone para el capitalista la renuncia
temporal a su disfrute, sosteniendo que es gracias a esa abstinencia
como se genera el poder adquisitivo necesario para comprar fábricas,
maquinaria, equipos y materias primas. Según Nassau: “Abstenernos del
goce que tenemos a nuestro alcance, proponernos resultados distantes en
vez de inmediatos, son actitudes que se cuentan entre los esfuerzos más
penosos que puede ejecutar la voluntad humana”.
A pesar de su extrema improbabilidad, esta teoría se mantuvo intacta
en el pensamiento económico durante medio siglo. Porque la abstinencia
no ha sido precisamente una de las características observables en el
nivel de vida ni en los hábitos adquisitivos de los grandes
capitalistas. Nadie ha visto a los secuaces de Rockefeller habitando en
los barrios humildes de las ciudades.
José Antonio Pérez
ATTAC Madrid
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