jueves, 19 de enero de 2012

De la austeridad bien entendida

“Me predicas constantemente el evangelio del ahorro y la abstención. Perfectamente. De aquí en adelante, voy a administrar mi única riqueza, la fuerza de trabajo, como un hombre ahorrativo, absteniéndome de toda necia disipación”.

El Partido Popular, que además del Gobierno central, extiende su égida a lo largo y a lo ancho de los distintos gobiernos regionales, ha anunciado ya las primeras medidas económicas. Parapetado en su bunker de la Moncloa, Mariano Rajoy ha lanzado a sus ministros a emprender, tijera en mano, la primera tanda de recortes presupuestarios. Recortes que afectan sobre todo a las capas de población más débiles. Ha congelado el salario mínimo, una medida que ni siquiera sus propios votantes ven con agrado. El PP ha efectuado una demagógica subida de las pensiones, un ridículo 1%, que en la realidad de traducirá en una bajada de la cuantía efectiva tan pronto entre en vigor el nuevo incremento del IRPF.

Es admirable el fervor con que la derecha política, tanto española como foránea, ahora que se ha hecho con las riendas del poder, defiende la austeridad en las cuentas públicas. Una austeridad poco creíble, puesto que la aplican recortando cuanta paja ven en ojo ajeno, olvidando el desmesurado tamaño de la viga que llevan en el ojo propio.

Verán, como a otros muchos millones de españoles, a un servidor no le tienen que dar lecciones de austeridad. Llevamos la austeridad en la sangre esa legión de hombres y mujeres que tal vez no seamos demasiado virtuosos, pero austeros lo somos por definición y fuerza mayor. ¿O acaso se tiene por dispendiosos a los empleados inframileuristas, a los pensionistas con pagas inferiores al Salario Mínimo Interprofesional canallescamente congelado? ¿Creen que los 400 euros del subsidio por desempleo permiten a sus perceptores —desempleados de corta, media y larga duración— comprarse corbatas en Loewe o bolsos de Louis Vuitton?

Sí, esos que hacen furor entre la clase política de la Comunidad Valenciana, como se deduce de la disposición de Álvaro Pérez, el famoso “bigotes” del caso Gürtel, a comprarle un bolso de esa marca a la alcaldesa de Valencia Rita Barberá, [*]. Marca también citada en una estrofa de la enternecedora canción Somos madres, coreada en mítines valencianos del PP. Desde tierras levantinas, vamos siguiendo el curso del Sol para adentrarnos en el sosiego de las llanuras manchegas ahora gobernadas por Dolores de Cospedal, apodada la bien pagá, por tener los mejores ingresos del elenco político español. En 2010, sus retribuciones se cifraron en 223.597 euros. Y no hay constancia hasta ahora de que se los haya recortado.

Claro que esa cifra es una minucia comparada con la que, en nuestro viaje en la dirección del Sol, encontramos al llegar a Madrid. Donde tiene su sede Bankia, la entidad financiera heredera de una Caja de Ahorros y presidida por Rodrigo Rato, que entre otros méritos acredita haber sido un desastroso director del Fondo Monetario Internacional. Rato percibe una remuneración anual de 2,34 millones, sin contar el variable, al frente de BFA-Bankia. No olvidemos que sin esos 4.650 millones que el Estado —nosotros, los contribuyentes— prestó a Bankia a finales de 2010, este Rodrigo no sería presidente de ningún banco, puesto que su antigua Caja Madrid y la denostada Bancaja hubieran sido intervenidos.

Es la austeridad una virtud ampliamente predicada por distintas escuelas filosóficas, desde la estoica hasta el budismo. Bienaventurada, pues, sea la vida sencilla que nos aconsejan maestros de vida como Buda, o el Jesús del Sermón de la Montaña. Ahora bien, no confundamos austeridad con explotación, es decir, austeridad en el salario de los trabajadores para garantizar el de Rodrigo Rato.

Aquí, o jugamos todos, o se rompe la baraja. Y si lo que quiere la derecha gobernante es que seamos austeros, para los cuatro días que vamos a estar en este convento, un servidor, al menos, se ha propuesto ser de lo más austero. Tanto, que no pienso desperdiciar mi tiempo vital trabajando por cuenta ajena a precio ridículo. Y frente a tanta llamada a la austeridad, responderé con el siguiente discurso, que tomo prestado de un autor respetable.

La mercancía que te he vendido se diferencia de la restante chusma mercantil en que su uso genera valor, y valor mayor de lo que ella misma cuesta. Por eso la compraste. Pero, lo que de tu parte aparece como valorización de capital es, de la mía, gasto adicional de fuerza de trabajo. En el mercado, tú y yo conocemos sólo una ley, la del intercambio mercantil. Y el consumo de la mercancía no pertenece al vendedor que la enajena, sino al comprador que la adquiere. Te pertenece, pues, el uso de mi fuerza diaria de trabajo. Pero, por intermedio de su precio diario de venta debo reproducirla y, por consiguiente, poder venderla nuevamente. Prescindiendo del desgaste natural por la edad, etc., mañana he de estar en condiciones de trabajar en el mismo estado normal de fuerza, salud y diligencia que hoy.

Me predicas constantemente el evangelio del “ahorro” y la “abstinencia”. Pues bien, voy a administrar mi única riqueza, la fuerza de trabajo, como dueño juicioso y ahorrativo de la misma, absteniéndome de todo loco derroche. Me limitaré a realizar, a transformar en movimiento, en acción, sólo aquella cantidad de trabajo que es compatible con su duración normal y desarrollo saludable. Alargando la jornada laboral sin medida, puedes en un día absorber una cantidad de mi fuerza de trabajo mayor de la que yo puedo reponer en tres días. Lo que tú ganas así en trabajo, lo pierdo yo en sustancia laboral.

La utilización de mi fuerza de trabajo y su expoliación, son cosas bien distintas [...]. Me pagas la fuerza de trabajo de un día y consumes la de tres. Esto contradice nuestro contrato y la ley del intercambio de mercancías. Exijo, por consiguiente, una jornada de trabajo de duración normal, y lo hago sin apelar a tu corazón, pues en materia de dinero los sentimientos sobran. Podrás ser un ciudadano ejemplar, miembro tal vez de la Sociedad Protectora de Animales y tener, además, fama de santo, pero el objeto que representas frente a mí no tiene corazón alguno en su pecho. Lo que parece palpitar en él son los latidos de mi propio corazón. Exijo la jornada normal de trabajo, porque demando el valor de la mercancía, como todo otro vendedor.

Con este discurso, con el que me he permitido fundamentar la sexagesimosegunda de mis 69 Razones para no trabajar demasiado, Karl Marx refutaba la denominada “abstinencia del capitalista”. Teoría enunciada por el economista inglés de la escuela clásica Nassau Willian Senior (1790-1864), que justifica la remuneración del capital como compensación del sacrificio que supone para el capitalista la renuncia temporal a su disfrute, sosteniendo que es gracias a esa abstinencia como se genera el poder adquisitivo necesario para comprar fábricas, maquinaria, equipos y materias primas. Según Nassau: “Abstenernos del goce que tenemos a nuestro alcance, proponernos resultados distantes en vez de inmediatos, son actitudes que se cuentan entre los esfuerzos más penosos que puede ejecutar la voluntad humana”.

A pesar de su extrema improbabilidad, esta teoría se mantuvo intacta en el pensamiento económico durante medio siglo. Porque la abstinencia no ha sido precisamente una de las características observables en el nivel de vida ni en los hábitos adquisitivos de los grandes capitalistas. Nadie ha visto a los secuaces de Rockefeller habitando en los barrios humildes de las ciudades.


José Antonio Pérez
ATTAC Madrid

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