Hablar del déficit democrático de la Europa unida no es novedad. Pero
este déficit crónico amenaza ahora con efectos próximos a una
bancarrota política. Desde siempre se ha reprochado a las instituciones
europeas que no hayan adquirido la calidad propia de un sistema
indiscutiblemente democrático. Es todavía muy remota la participación
ciudadana en la designación de sus autoridades. Y tampoco existe una vía
clara para exigirles responsabilidades políticas por su actuación.
Estamos ante una clara anomalía democrática que se traduce en déficit de
reconocimiento y legitimidad: la ciudadanía tiene escaso conocimiento
de cómo se decide en el ámbito de la UE y tiene poca conciencia de lo
mucho que estas decisiones influyen en sus vidas. De ahí la baja
participación en las elecciones europeas y la limitada atención que la
opinión popular ha prestado generalmente a la política comunitaria.
Pero algo está cambiando. Tres años de crisis sin fin han revelado
con crudeza un cuadro político alarmante. Se hace más perceptible para
la ciudadanía que los Estados y sus Gobiernos ya no pueden sortear los
obstáculos que se oponen a un modelo socioeconómico trabajosamente
construido en Europa en los últimos 50 años. Escuchan a menudo que este
modelo ya no puede ser eficazmente protegido por las instituciones de
sus Estados. Porque estas instituciones están a merced de lo que
determinan transacciones poco transparentes entre los poderes
financieros y un núcleo reducido de líderes europeos estrechamente
condicionados por esos mismos poderes. Cuando aquellas transacciones se
formalizan como decisiones de las instituciones europeas, se debilita
todavía más la sintonía entre estas instituciones y una ciudadanía que
no entiende por qué el salvamento de un sistema financiero que ha dado
pruebas escasas de competencia -y todavía más escasas de otras virtudes-
tiene prioridad sobre la protección de un conjunto de derechos
personales y colectivos conseguidos con gran esfuerzo y formalmente
reconocidos en solemnes textos constitucionales.
No entro en el
debate sobre si las medidas de austeridad impuestas por aquellas
transacciones son las más adecuadas para conseguir el crecimiento
pretendido, ese crecimiento que serviría en principio para saldar las
deudas pendientes y rehacer con el ahorro de todos la posición de unos
actores financieros privados de quienes depende el flujo crediticio. No
pocos expertos sostienen que esta medicina hará poco o nada para sanar
al enfermo.
Lo que me interesa señalar aquí es que cada vez está
más claro para gran parte de la opinión europea que este circuito de
decisiones, su contenido y sus inmediatas consecuencias no concuerdan
con legítimas expectativas ciudadanas y contradicen los derechos que
legitiman la existencia misma de una autoridad política europea. El
viejo déficit democrático de la Unión avanza así peligrosamente hacia
una declaración de quiebra, para seguir con metáforas mercantiles. Y de
una quiebra se sigue fatalmente la liquidación de la entidad.
La
quiebra se produce cuando el activo -un legado histórico de afirmación
democrática y de progreso socioeconómico equilibrado- se ve superado por
el pasivo. Es decir, cuando se evapora la posibilidad de que las
obligaciones contraídas sean cumplimentadas. Las obligaciones contraídas
por la UE en sus textos fundacionales han sido la preservación de
valores políticos básicos: justicia social, protección de las
libertades, participación ciudadana, responsabilidad efectiva de sus
dirigentes. En este momento, hay datos para dudar de que estas
obligaciones sean satisfechas: aumenta la desigualdad económica, se
limitan libertades ciudadanas, se obstaculiza la participación popular y
se hace cada vez más remoto el control sobre unos gobernantes que se
amparan en el dogma tecnocrático. Parece como si las obligaciones
financieras con los "mercados" fueran prioritarias y debieran
anteponerse a las obligaciones políticas para con la ciudadanía.
En
estas condiciones, el crédito de la Unión Europea ante sus acreedores
principales -los ciudadanos- se está agotando. Lo señalan las encuestas y
la emergencia de corrientes euroescépticas o claramente antieuropeas.
Es el resultado de la desigual atención que los dirigentes europeos han
prestado a las urgencias de los "mercados", por un lado, y a las
exigencias de la democracia, por otro. Mientras se empeñaban en reducir a
cualquier precio el déficit financiero, han ignorado el aumento de un
déficit democrático que puede conducir a una quiebra de legitimidad en
todo el edificio de la Unión. Mal negocio sería, pues, para los
ciudadanos si el más que dudoso éxito en lo financiero se viera
acompañado finalmente por una bancarrota política.
Josep M. Vallès es catedrático emérito de Ciencia Política (UAB).
El País
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