En nuestra sociedad, que podría llamarse la sociedad del exceso,
paradójicamente la mayor parte de las cosas importantes o
imprescindibles van a menos. Las reservas pesqueras disminuyen de forma
alarmante debido al exceso de pesca; el petróleo, base de nuestra organización económica, empieza a agotarse a causa de la extracción excesiva; el equilibrio climático se quiebra debido al exceso de transporte motorizado; los ecosistemas se fraccionan y deterioran debido al exceso de cemento y hormigón; el agua, el aire y el suelo se envenenan debido al uso excesivo de productos químicos; las desigualdades sociales se profundizan porque existe una acumulación y consumo excesivo
de bienes por parte de una minoría; la articulación social que
garantizaba los cuidados se está destruyendo, entre otras cosas, porque
hombres y mujeres deben dedicar un tiempo excesivo a trabajar para el mercado; la diversidad social y cultural desaparece ante los excesos de un modelo homogeneizador.
Si los problemas que afrontamos están causados por una extracción excesiva de recursos, por la ingente generación de residuos, por la incautación excesiva de los tiempos para la vida por parte del mercado y por una acumulación obscena
de riqueza por una parte de la humanidad; si los problemas que colocan
la vida, tal y como la conocemos, en situación de riesgo vienen dados
por la extralimitación, es fácil imaginar por dónde tendrán que ir las soluciones.
Si
el planeta está sujeto a límites, en su seno nada puede crecer
indefinidamente. El ineludible hecho de que el sistema económico se
encuentre dentro de la biosfera, de que requiera materiales y energía, y
de que emita residuos y calor, implica que no puede sostenerse sobre el
crecimiento ilimitado. El camino hacia la sostenibilidad pasa
forzosamente por la disminución de la extracción y la generación de
residuos de las poblaciones que más lo hacemos.
La adicción al crecimiento del capitalismo
Vivimos
en un sistema, el capitalista, que funciona con una única premisa:
maximizar el beneficio individual en el menor tiempo. Uno de sus
corolarios inevitables es que el consumo de recursos y la producción de
residuos no puede parar de crecer.
Veámoslo con un ejemplo. El
Banco Santander toma prestados unos millones de euros del BCE y después
se los presta, a un tipo de interés mayor, a Sacyr-Vallehermoso, para
que pueda comprar el 20 por ciento de Repsol-YPF. Para que Sacyr
rentabilice su inversión y le devuelva el préstamo al Santander y éste a
su vez al BCE, Repsol no puede parar de crecer. Si no hay crecimiento,
la espiral de créditos se derrumba y el sistema se viene abajo.
¿Y
cómo crece Repsol? Vendiendo más gasolina y aumentando el cambio
climático, recortando los costes salariales, extrayendo más petróleo
incluso de Parques Nacionales o de reservas indígenas, bajando las
condiciones de seguridad [1]... En definitiva, a costa de las
poblaciones de las zonas periféricas y de la naturaleza.
Y esto
también es aplicable al ámbito de la economía financiera, ya que se
articula sobre la productiva, que es sobre la que tiene que ejercer, en
último término, su capacidad de compra.
Por lo tanto, el
capitalismo es intrínsecamente incompatible con los límites físicos del
planeta. Por ello ha ido desarrollando toda una serie de
pseudo-soluciones que intentan demostrar que se puede seguir creciendo
indefinidamente en un planeta de recursos limitados. Entre ellas destaca
la promesa de la desmaterialización de la economía a partir de la
ecoeficiencia. La eficiencia es condición necesaria pero no suficiente.
El efecto rebote que ha acompañado a muchas innovaciones tecnológicas
que pretendían desmaterializar la economía da buena muestra de ello.
Decrecimiento y calidad de vida
Cuando
la población vive en condiciones de miseria, incrementos en el consumo
de recursos y energía se asocian directamente con el aumento de la
calidad de vida. Esto está claro en varios indicadores, como el aumento
de la esperanza de vida, el acceso a la educación o la felicidad.
Sin
embargo, a partir de un determinado umbral, esa correlación se pierde.
Por ejemplo, incrementos continuados en el consumo de energía por encima
de una tonelada equivalente de petróleo por persona y año no van
acompañados de incrementos significativos en indicadores como la
esperanza de vida, la mortalidad infantil o el índice de educación [2].
Una tonelada equivalente de petróleo es el consumo energético aproximado
de Uruguay y Costa Rica, que tienen indicadores de calidad de vida
similares, aunque algo menores, a España, cuyo consumo ronda las 3,6
toneladas.
Esta cifra podría ser un punto de referencia que
respondiese a la pregunta de ¿hasta dónde decrecer?, aunque podríamos
tomar otras referencias más bajas, como la de los/las habitantes de Can
Masdeu, en la periferia de Barcelona, que tienen una calidad de vida
excelente con un consumo que ronda el cuarto de esa tonelada equivalente
de petróleo [3].
Otros estudios, en EEUU [4] o Irlanda [5],
apuntan a que la felicidad tampoco guarda una correlación con el
crecimiento a partir de determinado límite.
Decrecimiento y trabajo
Ajustarse
a los límites del planeta requiere reducir y reconvertir aquellos
sectores de actividad que nos abocan al deterioro, e impulsar aquellos
otros que son compatibles y necesarios para la conservación de los
ecosistemas y la reproducción social.
Nuestra sociedad ha
identificado el trabajo exclusivamente con el empleo remunerado. Se
invisibilizan así los trabajos que se centran en la sostenibilidad de la
vida (crianza, alimentación, cuidados a personas mayores o enfermas)
que, siendo imprescindibles, no siguen la lógica capitalista. El sistema
no puede pagar los costes de reproducción social, ni tampoco puede
subsistir sin ella, por eso esa inmensa cantidad de trabajo permanece
oculta y cargada sobre las mujeres. Cualquier sociedad que se quiera
orientar hacia la sostenibilidad debe reorganizar su modelo de trabajo
para incorporar las actividades de cuidados como una preocupación
colectiva de primer orden.
Pero además es necesaria una gran
reflexión sobre el empleo remunerado. Es evidente que un frenazo en el
modelo económico actual termina desembocando en despidos. Hay trabajos
que no son socialmente deseables, como las centrales nucleares, el
sector del automóvil o los empleos que creados alrededor de burbujas
financieras. Las que sí son necesarias son las personas y, por tanto, el
progresivo desmantelamiento de determinados sectores tendría que ir
acompañado por un plan de reestructuración en un marco de fuertes
coberturas sociales públicas.
El avance hacia la sostenibilidad
crearía nuevos empleos en sectores que ya son fuertes generadores de
trabajo, como las renovables, el reciclaje o el transporte público [6].
Además la red pública de servicios básicos deberán crecer. Por último,
la reducción del consumo de energía, inevitable por otra parte, y el
replanteamiento de la utilización de tecnología de alto nivel,
implicarán una mayor intensidad en el trabajo y, por lo tanto, la
necesidad de más empleo.
En todo caso hay informes [7] que apuntan
que necesitamos trabajar menos para mantener el sistema de producción
que tenemos. Por lo tanto, ya hoy, con un reparto adecuado del trabajo,
nuestra jornada “laboral”, incluyendo las labores de cuidados,
disminuiría notablemente. Esto centra el foco de discusión social en el
reparto del trabajo, no en la creación de más empleo. Desde esta
perspectiva, el enfoque del sindicalismo mayoritario debería volver a
reivindicaciones anteriores, como la jornada de 35 horas.
Igualdad y distribución de la pobreza
La
economía neoclásica presenta una receta mágica para alcanzar el
bienestar: incrementar el tamaño de la “tarta”, es decir, crecer,
soslayando así la incómoda cuestión del reparto. Sin embargo, el
crecimiento contradice las leyes fundamentales de la naturaleza. Así, el
bienestar vuelve a relacionarse con la distribución.
Reducir las
desigualdades nos sumerge en el debate sobre la propiedad. Nos
encontramos en una sociedad que defiende la igualdad de derechos entre
las personas y sin embargo asume con naturalidad enormes diferencias en
los derechos de propiedad. En una cultura de la sostenibilidad habría
que diferenciar entre la propiedad ligada al uso de la vivienda o el
trabajo de la tierra, de la ligada a la acumulación y poner coto a la
última.
¿En qué hay que decrecer?
Reducir el tamaño
de una esfera económica no es una opción que podamos escoger. El
agotamiento del petróleo y de los minerales, y el cambio climático van a
obligar a ello. Esta adaptación puede producirse por la vía de la pelea
feroz por los recursos decrecientes, o mediante un reajuste colectivo
con criterios de equidad. El decrecimiento puede abordarse desde
prácticas individuales, comunitarias y también a nivel macro. Entre
ellas resaltamos algunas, sobre todo centradas en el nivel macro:
Introducir límites al uso de recursos
•
Reducir el consumo en los países del Norte para igualarlo con el Sur,
que debería aumentar hasta poder garantizar la salida de la miseria de
sus poblaciones. Una iniciativa en este sentido es poner un límite
máximo de uso de recursos.
• Estudiar la puesta en marcha de
una huella ecológica de consumo máximo por persona en forma de “tarjeta
de débito de impactos”.
• Prohibir la producción en sectores que destruyan la vida.
• Reducir los residuos.
• Medidas de aumento de la eficiencia.
•
Aumentar la participación de los elementos renovables en la economía,
ya sea en forma de energía o en forma de materia, sin olvidar que van a
poder cubrir un consumo inferior al que tenemos en la actualidad [8].
• Medidas de sensibilización a la población sobre los límites del planeta.
Priorizar los circuitos cortos de distribución
• Incentivar una reruralización de la población.
• Promocionar un urbanismo compacto, de cercanía y bioclimático.
• Fomento de grupos de consumo y mercados locales.
Poner límites a la creación de dinero
•
Anclaje de las monedas a valores físicos como una bolsa de alimentos
básicos o de minerales estratégicos o a la cantidad de población.
•
Prohibición de que los bancos creen dinero saltándose sus depósitos.
Eliminación de los mecanismos de titularización de la deuda.
• Promoción de monedas locales y redes de trueque. Internalización de costes
• Puesta en marcha de un sistema de ecostasas finalistas y redistributivas.
• Responsabilidad por parte de los fabricantes de todo el ciclo de vida del producto.
• Introducir más controles a la producción no ecológica que a la ecológica.
Políticas activas de fomento de la economía ecológica y solidaria
• Volver a hacer público el control de los sectores estratégicos, como el energético o la banca.
•
Medidas para el reparto de la riqueza y la limitación de la capacidad
adquisitiva: renta máxima y reparto del trabajo (productivo y
reproductivo).
• Introducir como únicos los criterios sociales y ambientales en las políticas públicas de subvenciones.
• Etiquetado de trazabilidad del producto indicando las formas de producción y de transporte.
• Política de compras verdes y justas por parte de las administraciones públicas.
• Disminuir incentivos al consumo. Un ejemplo sería la limitación y el control de la publicidad.
Yayo Herrero y Luis González Reyes son miembros de Ecologistas en Acción.
Notas:
[1] Marc Gavaldà y Jesús Carrión, Repsol YPF, un discurso socialmente irresponsable, Àgora Nord-Sud y Observatori del Deute en la Globalització, 2007.
[2] Rosa Lago e Iñaki Bárcena, “A la búsqueda de alternativas”, en Iñaki Bárcena, Rosa Lago y Unai Villalba (eds.), Energía y deuda ecológica, Icaria, 2009.
[3] Ibidem.
[4] Avner Offer, The Challenge of Affluence, Oxford University Press, 2006.
[5] Manfred Max-Neef, Economía transdisciplinaria para la sustentabilidad, 2005.
[6] Wordwatch Institute, Empleos verdes: Hacia el trabajo decente en un mundo sostenible con bajas emisiones de carbono, PNUMA, 2008.
[7] Anna Coote, Jane Franklin y Andrew Simms, 21 horas, Nef y Ecopolítica, 2010.
[8] Puede consultarse online la propuesta de Ecologistas en Acción.
Este artículo ha sido publicado en el nº 49 de Pueblos - Revista de Información y Debate, especial diciembre 2011
Está basado en otro publicado anteriormente en Viento Sur nº 118 de septiembre de 2011
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