Una de las características más llamativas del Estado del bienestar
español es su escasa financiación, lo cual explica su escaso desarrollo.
Según los últimos datos disponibles de Eurostat, la agencia estadística
de la Unión Europea, España tiene el gasto público social por habitante
más bajo de la UE-15 (el grupo de países de semejante desarrollo
económico al español). Un tanto semejante ocurre si se escoge otro
indicador: el gasto público social como porcentaje del PIB. España tiene
el porcentaje más bajo de la UE-15.
Como consecuencia de ello, los servicios públicos del Estado del
bienestar (tales como sanidad, educación, servicios domiciliarios a las
personas con dependencia, escuelas de infancia, servicios sociales,
vivienda social, entre otros) están muy poco desarrollados. Sólo una
persona adulta de cada diez trabaja en España en tales servicios. En
Suecia, el país que tiene un Estado del bienestar más desarrollado, es
una de cada cuatro. De nuevo, España es el país que tiene
proporcionalmente menos personas trabajando en tales servicios públicos
de toda la UE-15.
Estos datos señalan la falsedad del argumento sostenido por
economistas y políticos conservadores y neoliberales de que el Estado
del bienestar español está hipertrofiado, o que es más extenso de lo que
el país puede permitirse (tal como acentuó recientemente Mariano Rajoy,
candidato del PP a la presidencia del Gobierno).
En realidad, España se gasta en el Estado del bienestar mucho menos
de lo que debería gastarse por su nivel de riqueza. España, cuyo PIB per
cápita es ya el 94% del PIB per cápita promedio de la UE-15, se gasta
en su Estado del bienestar sólo el 74% de lo que se gasta el promedio de
la UE-15. Si se gastara el mismo porcentaje, el Estado del bienestar
español recibiría 66.000 millones de euros más de lo que se gasta ahora.
Es una falsedad, por lo tanto, indicar que nos gastamos más en el
Estado del bienestar de lo que podemos permitirnos. El país tiene
recursos. Lo que ocurre es que el Estado no los recoge, y ello es
resultado de que la mayoría de las rentas superiores no contribuyen al
Estado en los mismos porcentajes que sus homólogos en la mayoría de
países de la UE-15. Su contribución fiscal real (y no nominal) es mucho
menor de la existente para estos grupos de renta en los países del
centro y norte de Europa. El fraude fiscal es mucho menor en estos
países que en España (y en los otros países del Sur de Europa, como
Grecia, Portugal e Italia, que, no por casualidad, son los países de la
eurozona que tienen mayores dificultades en pagar su deuda pública).
Tal fraude fiscal se concentra en los sectores más pudientes. Según
los técnicos de la Agencia Tributaria del Estado español, el 71% del
fraude fiscal lo realizan las grandes fortunas, las grandes empresas que
facturan más de 150 millones de euros al año (que representan sólo el
0,12% de todas las empresas), y la banca, alcanzando la enorme cifra de
44.000 millones de euros al año, que, en caso de que se recogieran por
el Estado y se gastaran en su Estado del bienestar, reducirían dos
tercios del déficit de gasto. No es pues que no nos podamos pagar el
escasamente financiado Estado del bienestar, sino que el Estado no ha
hecho lo que debería, es decir, enfrentarse con estos poderes fácticos y
grupos sociales minoritarios para recoger lo que el país requiere.
A lo largo de nuestra historia, las opciones conservadoras y
neoliberales han sido las más tolerantes con el fraude fiscal. El número
de inspectores de Hacienda disminuyó durante la época de Gobierno
dirigido por el Partido Popular, bajo la presidencia de José María
Aznar, el cual había reconocido que “en España los ricos no pagan
impuestos”. Pero ha sido también este partido el que ha bajado más los
impuestos de estas rentas superiores, lo cual se acentuará todavía más
en caso de que gobierne de nuevo. Los ingresos al Estado (central,
autonómico y municipal), que son los más bajos de la UE-15 (sólo un 34%
comprado con un 44% en el promedio de la UE-15, y un 54% en Suecia),
bajarán todavía más, con la consiguiente reducción del gasto social.
Esto ocurrió ya en el periodo 1996-2004 en España, cuando la
diferencia de gasto público social por habitante entre España y el
promedio de la UE-15 aumentó un 17,2%. Fue durante el Gobierno
socialista, aliado con otras fuerzas a su izquierda, IU, ICV-EA, ERC y
BNG, en el periodo 2004-2008, que el gasto público social aumentó
notablemente, reduciéndose el déficit público social con la UE-15 un
17,5%. Este déficit se vio aumentado de nuevo en el periodo 2008-2010,
en gran parte resultado de los recortes a nivel central y autonómico. En
realidad, tales recortes han sido más acentuados en Catalunya
(gobernada por CiU) y Madrid (gobernada por el PP) que en las otras
comunidades autónomas. En ambas comunidades la reducción del déficit se
ha basado más en los recortes (llamados ajustes en las comunidades
gobernadas por el PP) que en el aumento de los impuestos.
Cada uno de los recortes podría haberse evitado si los impuestos de
las rentas superiores se hubieran aumentado sin afectar los impuestos de
la mayoría de las clases populares. En lugar de recortar el gasto
sanitario (6.000 millones de euros), podría haberse mantenido el
impuesto de patrimonio (2.100 millones), evitado la reducción del de
sucesiones (2.552 millones) y eliminado la rebaja de impuestos de las
personas que ingresan más de 120.000 euros al año (2.500 millones). En
lugar de recortar 600 millones en los servicios de dependencia, podría
haberse anulado la bajada de Impuestos de Sociedades de las grandes
empresas que facturan más de 150 millones de euros al año (5.300
millones), y así ítem por ítem. La mayoría de estos recortes fiscales se
hicieron con la aprobación, además del partido gobernante, de los
partidos conservadores y liberales (PP y CiU), partidos que ahora
señalan que no hay recursos para financiar el Estado del bienestar.
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