—“Cuando uso una palabra”, insistió Humpty Dumpty con un tono de
voz más bien desdeñoso, “quiere decir lo que yo quiero que diga… ni más
ni menos”.
—“La cuestión”, insistió Alicia, “es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes”.
—“ La cuestión”, zanjó Humpty Dumpty, “es saber quién es el que manda…, eso es todo”.
Lewis Carroll, Alicia a través del espejo
—“La cuestión”, insistió Alicia, “es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes”.
—“ La cuestión”, zanjó Humpty Dumpty, “es saber quién es el que manda…, eso es todo”.
Lewis Carroll, Alicia a través del espejo
Uno de los problemas más graves de nuestras democracias es la
combinación de democracia política formal y despotismo social en un
contexto de crisis global y, en consecuencia, marcado por la aceleración
de los procesos de exclusión económica y social.
La democracia representativa liberal que conocemos, promovida
alrededor del mundo por el neoliberalismo global dominante, es capaz de
convivir cómodamente con una multiplicidad dispersa de fenómenos
económicos, sociales, institucionales, culturales y psicológicos de
naturaleza despótica que condicionan negativamente los procesos de
democratización de la sociedad. Se trata de relaciones sociales que,
aunque se desarrollan en marcos formalmente democráticos, están
reguladas por diferencias de poder tan extremas en las cuales la parte
fuerte de la relación tiene la capacidad de imponer a la parte débil sus
criterios, dictar sus propias normas y tomar decisiones de manera
unilateral.
La palabra “déspota” proviene etimológicamente del griego despótes,
que significa “dueño”, “señor” de algo o alguien sobre el que se ejerce
un dominio arbitrario y una autoridad absoluta. El déspota es una figura
relevante de la sociedad y la política griegas. Es el dueño absoluto de
sus bienes, de las personas que dependen de él para sobrevivir
(esclavos, mujeres, hijos y familiares) y de los animales que utiliza
para mantener sus propiedades. El principal rasgo del déspota es el de
ser el autor único y exclusivo de las reglas y normas que rigen la vida
familiar, es decir, el espacio considerado privado. El poder despótico,
dice Aristóteles, es arbitrario, porque emana exclusivamente de la
voluntad y las necesidades del déspota. Otro filósofo, John Locke,
afirma que es un “poder absoluto y arbitrario” ejercido contra la
persona o grupo que se desea dominar, hasta el punto de poder privar a
los dominados del derecho a la vida. El poder despótico, añade Locke,
equivale a la declaración de un “estado de guerra”, que el filósofo
describe como una situación de enemistad, “de odio y destrucción” entre
quien domina y quien es dominado. Por el contrario, la figura opuesta al
déspota es la del esclavo (doulós). Su etimología procede del verbo
griego doulein, que significa estar sometido al poder y servicio de
otro, lo que pone de manifiesto la naturaleza sumisa y dependiente del
esclavo, así como la relación absolutamente jerárquica y vertical entre
el déspota y el esclavo.
Nuestro sentido común entiende democracia y despotismo como si fuesen
dos términos contrapuestos, cuando en realidad estos conceptos no son
incompatibles ni mutuamente excluyentes, sino que pueden convivir –y de
hecho conviven– juntos tranquilamente. Esto es lo que pasa en el marco
de las sociedades consideradas democráticas, donde la democracia formal
sirve para camuflar nuevos despotismos y servilismos sociales que crean
nuevas y recrean viejas formas de desigualdad social, exclusión y
discriminación. Veamos algunos ejemplos:
1. La usurpación de competencias legislativas estatales por parte de
poderes privados (agencias de calificación, bancos, empresas
transnacionales) que tienen la capacidad de imponer a países y gobiernos
sus criterios y decidir aspectos fundamentales que afectan a la vida de
la gente.
2. La ausencia de mecanismos democráticos de control y regulación de
los mercados financieros especulativos, lo que propicia la permisividad
con los paraísos fiscales, el blanqueo de capitales, la evasión fiscal,
la fuga de capitales y la opacidad de las grandes operaciones
financieras.
3. La corrupción política, la opacidad en la toma de decisiones y el
escaso control ciudadano de las políticas públicas. En uno de sus
libros, el profesor Juan Ramón Capella explica de manera brillante qué
significa ser lo que llama un “ciudadano siervo”, una situación en la
que los ciudadanos son sujetos de derechos pero sin poder efectivo para
hacerlos cumplir: “Los ciudadanos no deciden ya las políticas que
presiden su vida. El valor o pérdida de valor de sus ahorros, las
condiciones en que serán tratados como ancianos o las que reunirá su
lecho de muerte, sus ingresos, el alcance de sus pensiones de
jubilación, la viabilidad de las empresas en las que trabajan, la
calidad de los servicios de la ciudad que habitan, el funcionamiento del
correo, las comunicaciones y los transportes estatales, los impuestos
que soportan y su destino. Todo ello es producto de decisiones en las
que no cuentan, sobre las que no pesan, adoptadas por poderes
inasequibles y a menudo inubicables. Que golpean con la inevitabilidad
de una fuerza de la naturaleza”.
4. Los montones de millones de dinero público destinados al rescate
de los bancos, hecho que contrasta de manera vergonzosa con los recortes
de los derechos sociales, justificados bajo una retórica anticrisis. Se
habla, así, de “medidas dolorosas pero necesarias”, de “reformas
ineludibles” y de “sacrificios colectivos”, eufemismos que pueden
conllevar –y en determinados casos ya han conllevado– la reducción de
los servicios prestados por los centros de salud, el despido de
trabajadores, la congelación de las pensiones, la reducción de
frecuencias horarias en los transportes públicos o la degradación de
servicios públicos esenciales como la sanidad o las escuelas, etc.
5. La agudización de las desigualdades sociales y territoriales
derivadas de las transformaciones económicas y sociales generadas por la
globalización neoliberal, que han abierto una brecha cada vez mayor
entre los países del Norte y los del Sur. Un dato: sólo siete países del
Primer Mundo, con el 21% de la población mundial, consumen más del 50%
de los recursos naturales y energéticos de nuestro planeta.
6. Las metamorfosis en el mundo del trabajo (deslocalizaciones
productivas, zonas francas para atraer capitales, mano de obra barata
sin apenas derechos laborales, etc.) han empujado a miles de personas a
trabajar en auténticos infiernos laborales, como es el caso de las
maquilas centroamericanas: sometidas, entre otras circunstancias, a
interminables jornadas laborales con salarios ínfimos y condiciones de
trabajo deplorables. Sobre todo en un entorno de crisis económica como
el actual, el trabajo, lejos de ser un factor de inclusión social y
generación de ciudadanía, pasa a ser un bien escaso, lo que obliga al
trabajador a aceptar cualquier empleo y bajo cualquier condición.
Fenómenos como estos evidencian la debilidad democrática de nuestras
democracias procedimentales y representativas. No en vano, analistas
sociales contemporáneos hablan del predominio de los “procesos de
desdemocratización”, de la emergencia de un “fascismo social” o de la
presencia de diferentes “enclaves autoritarios”.
Hoy nos enfrentamos a un déspota de carácter global pero que también
actúa a escala local: el neoliberalismo incrustado en las principales
instituciones económicas, políticas y financieras mundiales, ya sean
públicas o privadas. Con la creencia de que la libertad de mercado y sus
leyes traerán el mejor resultado para el bienestar humano, el
despotismo neoliberal impone condiciones políticas, sociales y
económicas que van en la línea de abolir libertades, destruir derechos
sociales y económicos, desmantelar el sector público, deteriorar el
medio ambiente y desmovilizar a la gente. Y todo ello utilizando la
democracia electoral formal, desprovista aquí de cualquier dimensión
ética y social y orientada por la lógica de la desregulación, la
privatización y la mercantilización.
Democracia y despotismo no pueden ser dos procesos convergentes, sino
radicalmente antitéticos. Mientras la democracia se limite únicamente a
las instituciones y mecanismos liberal-representativos, seguiremos
viviendo en democracias frágiles e incompletas sin poder real para
mejorar la vida de la gente.
Tenemos que apostar firmemente por una democracia contrahegemónica
(participativa, redistributiva, intercultural y paritaria) que sea
capaz, entre otras cosas, de combatir los poderes y las relaciones
despóticas que nos rodean. Matener el actual estado de cosas supone una
perversión del significado original de la palabra “democracia”. No
podemos permitir que en el campo de los conceptos políticos, ni en
cualquier otro, se imponga, sin más, la postura despótica que representa
Humpty Dumpty
Antoni Jesús Aguiló es miembro del grupo de investigación
Política, Trabajo y Sostenibilidad de la Universidad de las Islas
Baleares.
gadeso
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