lunes, 7 de noviembre de 2011

Despotismos democráticos

—“Cuando uso una palabra”, insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso, “quiere decir lo que yo quiero que diga… ni más ni menos”.
—“La cuestión”, insistió Alicia, “es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes”.
—“ La cuestión”, zanjó Humpty Dumpty, “es saber quién es el que manda…, eso es todo”.

Lewis Carroll
, Alicia a través del espejo

Uno de los problemas más graves de nuestras democracias es la combinación de democracia política formal y despotismo social en un contexto de crisis global y, en consecuencia, marcado por la aceleración de los procesos de exclusión económica y social.

La democracia representativa liberal que conocemos, promovida alrededor del mundo por el neoliberalismo global dominante, es capaz de convivir cómodamente con una multiplicidad dispersa de fenómenos económicos, sociales, institucionales, culturales y psicológicos de naturaleza despótica que condicionan negativamente los procesos de democratización de la sociedad. Se trata de relaciones sociales que, aunque se desarrollan en marcos formalmente democráticos, están reguladas por diferencias de poder tan extremas en las cuales la parte fuerte de la relación tiene la capacidad de imponer a la parte débil sus criterios, dictar sus propias normas y tomar decisiones de manera unilateral.

La palabra “déspota” proviene etimológicamente del griego despótes, que significa “dueño”, “señor” de algo o alguien sobre el que se ejerce un dominio arbitrario y una autoridad absoluta. El déspota es una figura relevante de la sociedad y la política griegas. Es el dueño absoluto de sus bienes, de las personas que dependen de él para sobrevivir (esclavos, mujeres, hijos y familiares) y de los animales que utiliza para mantener sus propiedades. El principal rasgo del déspota es el de ser el autor único y exclusivo de las reglas y normas que rigen la vida familiar, es decir, el espacio considerado privado. El poder despótico, dice Aristóteles, es arbitrario, porque emana exclusivamente de la voluntad y las necesidades del déspota. Otro filósofo, John Locke, afirma que es un “poder absoluto y arbitrario” ejercido contra la persona o grupo que se desea dominar, hasta el punto de poder privar a los dominados del derecho a la vida. El poder despótico, añade Locke, equivale a la declaración de un “estado de guerra”, que el filósofo describe como una situación de enemistad, “de odio y destrucción” entre quien domina y quien es dominado. Por el contrario, la figura opuesta al déspota es la del esclavo (doulós). Su etimología procede del verbo griego doulein, que significa estar sometido al poder y servicio de otro, lo que pone de manifiesto la naturaleza sumisa y dependiente del esclavo, así como la relación absolutamente jerárquica y vertical entre el déspota y el esclavo.

Nuestro sentido común entiende democracia y despotismo como si fuesen dos términos contrapuestos, cuando en realidad estos conceptos no son incompatibles ni mutuamente excluyentes, sino que pueden convivir –y de hecho conviven– juntos tranquilamente. Esto es lo que pasa en el marco de las sociedades consideradas democráticas, donde la democracia formal sirve para camuflar nuevos despotismos y servilismos sociales que crean nuevas y recrean viejas formas de desigualdad social, exclusión y discriminación. Veamos algunos ejemplos:

1. La usurpación de competencias legislativas estatales por parte de poderes privados (agencias de calificación, bancos, empresas transnacionales) que tienen la capacidad de imponer a países y gobiernos sus criterios y decidir aspectos fundamentales que afectan a la vida de la gente.

2. La ausencia de mecanismos democráticos de control y regulación de los mercados financieros especulativos, lo que propicia la permisividad con los paraísos fiscales, el blanqueo de capitales, la evasión fiscal, la fuga de capitales y la opacidad de las grandes operaciones financieras.

3. La corrupción política, la opacidad en la toma de decisiones y el escaso control ciudadano de las políticas públicas. En uno de sus libros, el profesor Juan Ramón Capella explica de manera brillante qué significa ser lo que llama un “ciudadano siervo”, una situación en la que los ciudadanos son sujetos de derechos pero sin poder efectivo para hacerlos cumplir: “Los ciudadanos no deciden ya las políticas que presiden su vida. El valor o pérdida de valor de sus ahorros, las condiciones en que serán tratados como ancianos o las que reunirá su lecho de muerte, sus ingresos, el alcance de sus pensiones de jubilación, la viabilidad de las empresas en las que trabajan, la calidad de los servicios de la ciudad que habitan, el funcionamiento del correo, las comunicaciones y los transportes estatales, los impuestos que soportan y su destino. Todo ello es producto de decisiones en las que no cuentan, sobre las que no pesan, adoptadas por poderes inasequibles y a menudo inubicables. Que golpean con la inevitabilidad de una fuerza de la naturaleza”.

4. Los montones de millones de dinero público destinados al rescate de los bancos, hecho que contrasta de manera vergonzosa con los recortes de los derechos sociales, justificados bajo una retórica anticrisis. Se habla, así, de “medidas dolorosas pero necesarias”, de “reformas ineludibles” y de “sacrificios colectivos”, eufemismos que pueden conllevar –y en determinados casos ya han conllevado– la reducción de los servicios prestados por los centros de salud, el despido de trabajadores, la congelación de las pensiones, la reducción de frecuencias horarias en los transportes públicos o la degradación de servicios públicos esenciales como la sanidad o las escuelas, etc.

5. La agudización de las desigualdades sociales y territoriales derivadas de las transformaciones económicas y sociales generadas por la globalización neoliberal, que han abierto una brecha cada vez mayor entre los países del Norte y los del Sur. Un dato: sólo siete países del Primer Mundo, con el 21% de la población mundial, consumen más del 50% de los recursos naturales y energéticos de nuestro planeta.

6. Las metamorfosis en el mundo del trabajo (deslocalizaciones productivas, zonas francas para atraer capitales, mano de obra barata sin apenas derechos laborales, etc.) han empujado a miles de personas a trabajar en auténticos infiernos laborales, como es el caso de las maquilas centroamericanas: sometidas, entre otras circunstancias, a interminables jornadas laborales con salarios ínfimos y condiciones de trabajo deplorables. Sobre todo en un entorno de crisis económica como el actual, el trabajo, lejos de ser un factor de inclusión social y generación de ciudadanía, pasa a ser un bien escaso, lo que obliga al trabajador a aceptar cualquier empleo y bajo cualquier condición.

Fenómenos como estos evidencian la debilidad democrática de nuestras democracias procedimentales y representativas. No en vano, analistas sociales contemporáneos hablan del predominio de los “procesos de desdemocratización”, de la emergencia de un “fascismo social” o de la presencia de diferentes “enclaves autoritarios”.

Hoy nos enfrentamos a un déspota de carácter global pero que también actúa a escala local: el neoliberalismo incrustado en las principales instituciones económicas, políticas y financieras mundiales, ya sean públicas o privadas. Con la creencia de que la libertad de mercado y sus leyes traerán el mejor resultado para el bienestar humano, el despotismo neoliberal impone condiciones políticas, sociales y económicas que van en la línea de abolir libertades, destruir derechos sociales y económicos, desmantelar el sector público, deteriorar el medio ambiente y desmovilizar a la gente. Y todo ello utilizando la democracia electoral formal, desprovista aquí de cualquier dimensión ética y social y orientada por la lógica de la desregulación, la privatización y la mercantilización.

Democracia y despotismo no pueden ser dos procesos convergentes, sino radicalmente antitéticos. Mientras la democracia se limite únicamente a las instituciones y mecanismos liberal-representativos, seguiremos viviendo en democracias frágiles e incompletas sin poder real para mejorar la vida de la gente.

Tenemos que apostar firmemente por una democracia contrahegemónica (participativa, redistributiva, intercultural y paritaria) que sea capaz, entre otras cosas, de combatir los poderes y las relaciones despóticas que nos rodean. Matener el actual estado de cosas supone una perversión del significado original de la palabra “democracia”. No podemos permitir que en el campo de los conceptos políticos, ni en cualquier otro, se imponga, sin más, la postura despótica que representa Humpty Dumpty

Antoni Jesús Aguiló es miembro del grupo de investigación Política, Trabajo y Sostenibilidad de la Universidad de las Islas Baleares.
gadeso

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