“No merece siquiera la pena echar un vistazo a un mapa del mundo que no
incluya a Utopía”, escribió Oscar Wilde, “ya que deja fuera al único
país en el que la humanidad está siempre desembarcando. Y cuando la
humanidad llega hasta allí, mira hacia lo lejos y ve un país mejor,
zarpa en su búsqueda. El progreso en la realización de las Utopías”.
El espíritu de ese siglo XIX socialista está vivo entre la juventud
idealista que ha salido a protestar contra el capitalismo global
turboalimentado que ha dominado el mundo desde el colapso de la Unión
Soviética.
Los manifestantes del movimiento “Ocupa Wall Street”,
que se han instalado en el corazón del distrito financiero de Nueva
York, están protestando contra un sistema de capital financiero
despótico: un vampiro infectado de avaricia que para sobrevivir chupa la
sangre de los más desfavorecidos. Los manifestantes están mostrando su
desprecio hacia los banqueros, los especuladores financieros y sus
mercenarios en los medios que siguen insistiendo en que no hay
alternativa. Ya que el sistema de Wall Street domina Europa, versiones
locales de ese modelo existen también allí. (Resulta curioso que fueran
los ocupantes de Wall Street, más que los indignados de España o los
trabajadores en huelga de Grecia, quienes han tenido impacto en Gran
Bretaña, revelando una vez más que las afinidades reales de este país
son atlantistas más que europeas). Puede que los jóvenes rociados de
pimienta por la policía de Nueva York no hayan calculado bien lo que
quieren, pero segurísimo que saben en contra de lo que están y ese es ya
un importante comienzo.
¿Cómo hemos llegado aquí? Tras el colapso del comunismo en 1991, la
idea de Edmund Burke de que “en todas las sociedades que se componen de
diferentes clases, ciertas clases deben estar necesariamente por encima”
y que “los apóstoles de la igualdad solo cambian y pervierten el orden
natural de las cosas”, se convirtió en la sabiduría del sentido común de
la época. El dinero corrompió a los políticos, el dinero a lo grande
les corrompió absolutamente. Por todos los centros del capital vimos
surgir a republicanos y demócratas en los Estados Unidos; nuevos
laboristas y torys en el estado vasallo de Gran Bretaña; socialistas y
conservadores en Francia; coaliciones en Alemania; centro izquierda y
centro derecha en Escandinavia, etc. En casi cada caso, un sistema de
dos partidos se transformó en un gobierno nacional efectivo. Un nuevo
extremismo de mercado entró en juego. La entrada del capital en los
dominios más santificados de la previsión social se consideró como una
“reforma” necesaria. Las iniciativas financieras privadas que castigaban
al sector público se convirtieron en la norma, y los países (como
Francia y Alemania) a los que se consideraba que no iban lo
suficientemente rápido en la dirección del paraíso neo-liberal eran
regularmente denunciados en el Economist y el Financial Times.
Cuestionar ese giro, defender el sector público, argumentar a favor
de la propiedad estatal de los servicios públicos, desafiar la
liquidación de la vivienda pública implicaba que a uno le consideraran
como una especie de dinosaurio “conservador”. Todo el mundo era ya
cliente en vez de ciudadano: jóvenes, con movilidad ascendente, los
académicos del Nuevo Laborismo se referirían con timidez a quienes se
veían obligados a leer sus libros como “clientes”, como diciendo que
todos somos capitalistas ahora. Las elites del poder económico y social
reflejaban las nuevas realidades. El mercado se convirtió en el nuevo
Dios, preferible al estado.
Pero quienes se tragaron esa línea nunca se preguntaron: ¿cómo ha
sucedido esto? De hecho, el estado era necesario para hacer la
transición. La intervención estatal para apuntalar el mercado y ayudar a
los ricos era algo estupendo. Y dado que ningún partido ofrecía
alternativa alguna, los ciudadanos de Norteamérica y de Europa confiaron
en sus políticos y marcharon como sonámbulos hacia el desastre.
Los políticos del centro, intoxicados por los triunfos del
capitalismo, no estaban preparados para la crisis de Wall Street de
2008. Por eso a la mayoría de los ciudadanos les embaucaron con inmensas
campañas publicitarias que ofrecían créditos fáciles y unos medios
domesticados y acríticos que les hicieron creer que todo marchaba bien.
Sus dirigentes podían no ser carismáticos pero sabían manejar el
sistema. Dejádselo todo a los políticos. Ahora estamos pagando el precio
de esa apatía institucionalizada. (Para ser justos, los pueblos
irlandés y francés se olieron el desastre en los argumentos presentados
sobre la constitución de la Unión Europea que consagraban en su corazón
el neoliberalismo, y votaron en contra. Les ignoraron.)
Sin embargo, para muchos economistas era obvio que Wall Street planeó
deliberadamente la burbuja inmobiliaria gastando miles de millones en
campañas publicitarias para animar a la gente a aceptar una segunda
hipoteca e incrementar las deudas personales para gastar ciegamente en
consumo. La burbuja tenía que estallar y cuando lo hizo el sistema se
tambaleó hasta que el estado rescató a los bancos del colapso total.
Socialismo para los ricos. A medida que la crisis se extendía por
Europa, el mercado único y las normas de la competencia se fueron por el
inodoro mientras la UE montaba una operación de rescate. Las
disciplinas del mercado se olvidaban ahora convenientemente. La extrema
derecha es pequeña. La extrema izquierda apenas existe. Es el extremo
centro el que domina la vida social y política.
Mientras algunos países se derrumbaban (Islandia, Irlanda, Grecia) y
otros (Portugal, España, Italia) se abocaban al abismo, la UE (en
realidad la UB, la Unión de Banqueros) tomó cartas en el asunto para
imponer austeridad y salvar los sistemas bancarios alemán, francés y
británico. Las tensiones entre el mercado y la responsabilidad
democrática ya no pueden enmascararse. La elite griega se dejó
chantajear hasta la sumisión total y las medidas de austeridad que se
les quería hacer tragar a los ciudadanos han llevado al país al borde de
la revolución. Grecia es el eslabón más débil en la cadena del
capitalismo europeo y su democracia lleva largo tiempo sumergida bajo
las olas del capitalismo en crisis. Las huelgas generales y las
protestas creativas han dificultado en gran medida la tarea de los
extremistas de centro. Observando las recientes imágenes que llegan de
Atenas, donde la policía utilizó la fuerza para impedir que diez mil
ciudadanos entraran en el Parlamento, uno siente que los gobernantes del
país no van a poder seguir ya gobernando del mismo modo que antes.
A principios de año en Tesalónica, donde me encontraba participando
en un festival literario, las principales preocupaciones de la audiencia
eran de orden político y económico más que literario. ¿Había
alternativas? ¿Qué debería hacerse? Rebelión inmediata, contesté.
Abandonar la zona euro, volver a introducir la dracma, instituir
planificación social y económica a niveles nacionales, regionales y
locales, implicar a la gente en las discusiones sobre cómo estabilizar
el país pero no a costa de los pobres. Hacer que los ricos vomitaran el
dinero (mediante impuestos especiales) acumulado por medios fraudulentos
durante la última década. Pero los políticos sin visión en el corazón
del sistema están lejos de albergar ninguna de esas ideas. Muchos están a
nómina del pequeño número de gentes que poseen y controlan los recursos
económicos de un país.
Los endeudados EEUU, bajo Obama (un presidente que a todos los
propósitos prácticos ha continuado las políticas de su predecesor), han
visto la aparición de un nuevo movimiento de protesta que se extiende
por todas las grandes ciudades. La energía de los jóvenes ocupas es
admirable. Hacía mucho tiempo que la primavera había huido del corazón
de los EEUU políticos. Los helados inviernos de los años de Reagan y
Bush no se fundieron con Clinton ni con Obama: hombres huecos que
gobiernan un sistema hueco donde el dinero lo domina todo y el
vilipendiado estado se utiliza principalmente para preservar el statu
quo financiero y para pagar las guerras del siglo XXI.
La niebla de la confusión ha levantado finalmente y la gente está
buscando alternativas pero sin los partidos políticos, ya que
prácticamente ninguno de ellos da la talla. Las ocupaciones que están
llevándose a cabo actualmente en Nueva York, Londres, Glasgow y más
lugares, son muy diferentes de las protestas del pasado. Son acciones
montadas en tiempos de creciente desempleo y donde el futuro se presenta
sombrío. Una mayoría de los jóvenes –a pesar de las histéricas
protestas que pretenden lo contrario- no conseguirán una educación
superior a menos que se saquen de la manga inmensas sumas de dinero, y
se verán pronto, sin duda, enfrentados a un sistema sanitario con dos
niveles. La democracia capitalista de hoy presupone un acuerdo
fundamental entre los principales partidos representados en el
Parlamento a fin de que sus peleas, limitadas por su moderación, se
conviertan en algo totalmente insignificante. Es decir, los ciudadanos
ya no pueden determinar quién (y cómo) controla la sanidad de un país,
una sanidad que los mismos ciudadanos han creado en gran medida.
Si cuestiones vitales como la asignación de recursos, las
disposiciones del bienestar social, la distribución de la riqueza ya no
son más tema de debate real dentro de las asambleas representativas,
¿por qué la sorpresa ante la alienación de los jóvenes de la política
dominante o el inmenso desacuerdo con Obama y sus clones globales? Eso
es lo que obliga a la gente a salir a las calles de más de noventa
ciudades. Los políticos se negaron a aceptar que la crisis de 2008 tenía
que ver con las políticas neoliberales que habían estado persiguiendo
desde la década de 1980. Asumieron que podían seguir como si nada
hubiera sucedido, pero los movimientos desde abajo han desafiado tal
asunción. Las ocupaciones y las protestas de la calle contra el
capitalismo son de alguna manera análogas a las Jacqueries
(revueltas) campesinas de siglos anteriores. Condiciones inaceptables
producen levantamientos, que son aplastados con frecuencia o decrecen
por su propia voluntad. Lo que es importante es que a menudo son
precursores de lo que aún está por venir si las condiciones siguen
siendo las mismas. Ningún movimiento puede sobrevivir a menos que cree
una estructura democrática permanente para mantener la continuidad
política. Cuanto mayor sea el apoyo popular a esos movimientos mayor
será la necesidad de alguna forma de organización.
El modelo de las rebeliones sudamericanas contra el neoliberalismo y
sus instituciones globales nos dice mucho en este sentido. Las inmensas y
exitosas luchas contra el FMI en Venezuela, contra la privatización del
agua en Bolivia y contra la privatización de la electricidad en Perú,
crearon la base de una nueva política que triunfó en las urnas en los
dos primeros países, así como en Ecuador y Paraguay. Una vez elegidos,
los nuevos gobiernos empezaron a poner en marcha las reformas sociales y
económicas prometidas con diversos grados de éxito. El laborismo
rechazó el consejo que el profesor HD Dickinson, en el New Statesman,
le hizo al Partido Laborista en Gran Bretaña en 1958, pero que, sin
embargo, los dirigentes bolivarianos aceptaron en Venezuela cuarenta
años más tarde:
“Si el estado del bienestar ha de sobrevivir, el estado debe
encontrar por sí mismo una fuente de ingresos, una fuente sobre la que
tenga derechos por encima del receptor de beneficios. La única fuente
que puedo ver es la de propiedad productiva. El estado debe poseer de
una manera u otra una parte importante de la tierra y el capital del
país. Esta puede que no sea una política popular: pero, a menos que se
siga, la política de mejorar los servicios sociales, que sí es popular,
devendrá imposible. No puedes socializar mucho tiempo los medios de
consumo a menos que primero socialices los medios de producción.”
Los gobernantes del mundo verán en esas palabras poco más que una
expresión de la utopía, pero se equivocan. Porque estas son las reformas
estructurales realmente necesarias, no esas que está impulsando el
aislado liderazgo del Pasok en Atenas. Si siguen por el camino que van
no habrá más que privaciones, más desempleo y desastre social. Lo que se
necesita es un vuelco completo precedido de la admisión pública de que
el sistema de Wall Street no podía funcionar y no ha funcionado, por lo
tanto hay que dejarlo atrás. Sus seguidores británicos, como todos los
conversos, fueron más implacables y despiadados en su aceptación del
mercado como único árbitro, respaldado por una maquinaria estatal
neoliberal. Continuar por ese camino requerirá nuevos mecanismos de
dominación que reducirán la democracia a poco más que un cascarón vacío.
Los ocupantes son instintivamente conscientes de esto, por eso es por
lo que hoy están dónde están. No puede decirse lo mismo sobre los
políticos extremistas del centro.
Admiro profundamente a todos los jóvenes que ocupan plazas y calles
en diferentes partes del planeta. Están desafiando a nuestros
gobernantes con humor, brío y garbo. Pero no es fácil desplazar a los
banqueros y políticos caraduras que dominan el mundo. Se necesita una
década de lucha y organización para alcanzar unas pocas victorias. ¿Por
qué no unirnos todos los que podamos tras un pliego de reivindicaciones
–una “gran protesta” ante el parlamento que representa los intereses de
los ricos- y marchar un millón o más para entregar la protesta en
persona el próximo otoño. La ley (impuesta tras la Restauración de 1666)
prohíbe las manifestaciones tumultuosas fuera del parlamento, pero
nosotros podemos interpretar lo de “tumultuosas” tan bien como cualquier
abogado.
Tariq Ali, es un escritor pakistaní, director de cine. Escribe habitualmente para The Guardian , Counterpunch , London Review of Books , Monthly Review , Z Magazine . Ali es, además, editor y asiduo colaborador de la revista New Left Review y de Sin Permiso, y es asesor del canal de televisión sudamericano Telesur. Su último libro, publicado por Verso, es The Obama Syndrome: Surrender at Home, War Abroad ’.
Rebelión
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
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