lunes, 1 de abril de 2013

Tiempos de revolución

El cambio revolucionario no llega como un momento cataclísmico, sino como una sucesión interminable de sorpresas, que se mueven en zigzag hacia una sociedad más decente, decía Howard Zinn poco antes de morir.
 
Así ha sido siempre. Revo­lu­cio­narios triunfantes convierten a menudo episodios del momento en que ellos cumplieron papel destacado en símbolos del proceso, a veces con malas intenciones. Pero la revolución francesa no fue la toma de la Bastilla ni la soviética la toma del Palacio de Invierno. Los hechos que se conmemoran cada 20 de noviembre poco significan en relación con la Revolución Mexicana. No la definieron. Ni siquiera empezó ahí.

Las revoluciones del siglo XX enseñaron bien que los dirigentes de una gesta revolucionaria o quienes se instalan en el régimen de poder creado por una revolución pueden tener impactos nefastos, a menudo contrarrevolucionarios. Pocos son los casos en que pueden contribuir a realizar o profundizar la revolución en que toman parte.

Las revoluciones, todas las revoluciones, son cosa de la gente, de los hombres y mujeres ordinarios.

Hace unos 15 años, el 3 de agosto de 1999, el subcomandante Marcos señaló: Somos mujeres y hombres, niños y ancianos bastante comunes, es decir, rebeldes, inconformes, incómodos, soñadores. Como ha observado Holloway, hay aquí una bomba teórica. No sólo deja atrás el canon leninista. Exige que veamos de otra manera a la gente común, a toda ella, que puede estar a punto de estallar, de expresar apasionadamente su rebeldía. Exige que aprendamos a aprender de ellos. Por ejemplo, de la gente común que inventó y realiza el zapatismo.

Parece que está en marcha una insurrección. Hay que insistir: una insurrección de la gente común. No es un golpe de mano, un episodio bélico circunstancial. A veces la gente común se ve obligada a dar un golpe de mano y lo da. Pero no es eso lo que define un cambio revolucionario ni lo que está pasando ahora.

La insurrección en curso no se plantea repentinos desplazamientos del poder o las políticas, entre otras cosas porque la gente común ha aprendido a desconfiar profundamente de lo que pasa allá arriba. Sabe que los cambios de personas en las estructuras de poder tienen carácter ilusorio y temporal. El recambio de dirigentes o de políticas no altera el carácter del régimen opresor. Por lo general, sólo busca atender necesidades circunstanciales o recomposiciones de fuerzas… para asegurar la continuidad del régimen.
En vez de repentinos desplazamientos de poder o de políticas, la insurrección en curso supone un cambio de actitud que reivindica el sentido de la proporción. Se necesita, como ha dicho James Scott, dejar de pensar como Estado, como si estuviéramos allá arriba y desde las alturas del poder nos propusiéramos arreglar el mundo. Como él dice, todos esos empeños de mejorar la condición humana desde arriba han fracasado. Es hora de abandonarlos.

La insurrección reivindica también el sentido común. No está en la glándula pineal, como pensaba Descartes, y el que veían los griegos es demasiado abstracto. El sentido común es el que se tiene en comunidad. Y es lo primero que se puede aprender de la gente común, que en general no puede sobrevivir sin comunidad y que tiende a pensar desde donde está, con los pies en el suelo, reconociendo lo que son: simples mortales.

Desde ahí, desde abajo, a ras de tierra, no sólo se conciben cambios revolucionarios. Se les realiza. Cambios que son, como enseñaba Illich, actos que transgreden las fronteras culturales y abren un nuevo camino, actos que establecen irrevocablemente una nueva y significativa posibilidad. Son actos que ofrecen la prueba inesperada de un nuevo hecho social. Este hecho pudo haber sido imaginado o planeado. Alguien pudo haberlo anticipado. Pero sólo cuando se realiza se demuestra que es posible.

Y esto es, por cierto, lo que podemos ir a aprender a Chiapas, de esos hombres y mujeres, niños y ancianos, gente común, gente rebelde, inconforme, incómoda, soñadora. Gente que se puso a soñar, expresó valientemente su rebeldía, su inconformidad, y no deja de incomodar a todo mundo. A los de arriba, desde luego. Pero también a los de al lado, como a aquellos cuyos sueños se hicieron pesadilla en el lodo de las urnas, o quienes se hallan convencidos de poseer la verdad revolucionaria y se sienten con derecho a dirigir el cambio.

Son de verdad incómodas e incómodos, incomodísimos. No dejan títere con cabeza. ¿Podemos escucharlos con mente y corazón abiertos? ¿Podemos, todavía más, hacer lo que nos toca, a cada quien, en su pequeño lugar, en su geografía, en su tiempo y condición, sin pretensión grandiosa?

Gustavo Esteva
La Jornada

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